La Democracia Usurpada: Justicia, representación y poder en la España actual
José
Manuel Fernández Outeiral
I. Introducción: La democracia
como ficción
La democracia española, tal como
se presenta ante la opinión pública, es un simulacro. Una democracia formal,
pero no real. Una fachada institucional que oculta una verdad incómoda: el
poder no reside en los ciudadanos, sino en estructuras partidistas cerradas, que se miran en su ombligo y blindadas frente al control ciudadano.
Según el artículo 1.1 de la
Constitución, "España se constituye en un Estado social y democrático de
Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". Esta
afirmación, solemne y rotunda, se convierte en una falacia cuando se examina la
práctica. En la arquitectura política actual, el pueblo es una abstracción sin
capacidad de incidencia real. Los diputados y senadores no responden ante sus
electores, sino ante los partidos que los colocan en listas cerradas. Y esos
partidos funcionan como oligarquías de poder, no como instrumentos de
representación.
Esta desconexión entre el
principio constitucional y la práctica política ha desembocado en una crisis
profunda de legitimidad. Lo que se presenta como "Estado de Derecho"
es, cada vez más, un Estado capturado, prostituido, sometido a los intereses de
quienes controlan los aparatos de partido. Y esto tiene una expresión
particularmente grave en el ámbito judicial, donde la independencia debería ser
absoluta y es, sin embargo, una ficción conveniente.
No escribo esto desde la rabia
pasajera, sino desde una preocupación fundamentada y una experiencia de décadas
contribuyendo a la construcción de un país moderno. He sido testigo de los
logros y también de la degradación progresiva. Y me niego a aceptar en silencio
la pasividad generalizada ante el vaciamiento de la soberanía ciudadana. Lo que
vivimos no es un problema de partidos, es un problema de régimen.
Este ensayo recoge una reflexión
madura y, si se quiere, desesperada, pero también cargada de una voluntad firme
de denunciar y de abrir espacios para una regeneración real. Porque la
democracia, si ha de ser algo más que una palabra hueca, debe volver a
significar lo que nació para ser: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo.
II. La trampa de la
representación partidista
Uno de los pilares de toda
democracia auténtica es la representación fiel de la voluntad popular. En
España, sin embargo, esta representación se ha convertido en una parodia
institucional. Los ciudadanos votan, sí, pero no eligen representantes
directos, sino listas elaboradas por las direcciones de los partidos, donde la
obediencia interna pesa más que la conexión con el electorado.
Esta arquitectura favorece un
sistema de lealtades invertidas: el diputado debe su puesto al aparato de
partido, no al ciudadano. Su carrera política depende de su docilidad interna,
no de su compromiso externo. La consecuencia es dramática: los parlamentos no
son foros de deliberación libre ni expresión de la pluralidad popular, sino
extensiones de los comités ejecutivos de cada formación política.
La reforma de la Ley Electoral,
tantas veces prometida y nunca abordada con seriedad, es uno de los grandes
tabúes del régimen. Mantener listas cerradas y bloqueadas garantiza el control
de los líderes partidistas sobre el conjunto del sistema, y veta el acceso a la
política a ciudadanos independientes, críticos o innovadores.
Este modelo genera una élite
política endogámica, profesionalizada, desconectada del país real. Y al aislar
a los representantes de sus representados, socava la legitimidad del sistema.
Se convierte en una oligarquía de facto, camuflada tras el ritual democrático
de las urnas.
Lo peor es que esta situación no
solo se tolera, sino que se ha normalizado. La ciudadanía ha sido educada para
votar, pero no para participar. Se ha reducido la democracia a un acto puntual,
ritualizado y desprovisto de consecuencia. La voluntad popular ha sido vaciada
de contenido. Y en este vacío, los partidos operan como agencias de poder
privado, no como servidores públicos.
Frente a esta trampa, urge una
revolución democrática real: listas abiertas, mandatos revocables, limitación
de mandatos y, sobre todo, una cultura cívica que reivindique la representación
como un contrato, no como una delegación sin control. Porque sin representantes
que respondan ante el pueblo, no hay democracia, hay teatro.
III. Justicia y aforamientos: El
blindaje del poder
La justicia, concebida como poder
independiente y garante de los derechos ciudadanos, ha sido en España reducida
a una herramienta funcional al régimen partitocrático. El principio de
separación de poderes, piedra angular de cualquier democracia, es una entelequia
en la práctica cotidiana. No hay justicia independiente donde los órganos de
gobierno de los jueces son designados por cuotas partidistas.
El Consejo General del Poder
Judicial (CGPJ), lejos de actuar como garante de la independencia judicial, se
ha transformado en un campo de batalla entre partidos. Su renovación se negocia
como si fuera un reparto de botín. Y mientras tanto, su legitimidad se
desangra. La ciudadanía percibe —con razón— que la justicia está condicionada,
no solo en su cúspide, sino también en los procedimientos más sensibles
políticamente.
A ello se suma el escándalo
permanente del aforamiento. Miles de cargos públicos gozan de una protección
jurídica extraordinaria que los separa del común de los ciudadanos. El
aforamiento, concebido en origen como una garantía frente a la arbitrariedad, se
ha convertido en un privilegio inadmisible en una democracia adulta. Ampara la
impunidad, retrasa los procesos y crea una casta de intocables.
Esta arquitectura judicial
privilegia al poder y lo blinda frente a cualquier posibilidad de rendición de
cuentas. Cuando los jueces que deben juzgar a políticos dependen, directa o
indirectamente, de los mismos partidos que los proponen, la justicia deja de
ser tal. Se convierte en un simulacro: un decorado institucional sin
credibilidad ni capacidad de reparación; un arma arrojadiza entre partidos.
No puede haber Estado de Derecho
sin igualdad ante la ley. Y en España, la igualdad ante la ley es hoy una
ficción jurídica. La ley se aplica con una doble vara: una para el ciudadano
común, otra para el cargo aforado. El descrédito de la justicia no es un
accidente; es la consecuencia lógica de una estructura institucional diseñada
para proteger al poder y no al pueblo.
Una democracia verdadera exige
una justicia liberada de injerencias políticas, con un CGPJ elegido por jueces
y no por partidos, sin aforamientos indiscriminados, y con mecanismos efectivos
de fiscalización y control. Según el artículo 117.1 de la Constitución,
"la justicia emana del pueblo", una afirmación que, para no
convertirse en una farsa, exige instituciones judiciales plenamente
independientes y sometidas únicamente al imperio de la ley. Sin justicia
independiente, no hay democracia: hay arbitrariedad legalizada.
IV. La erosión de la soberanía
popular
La soberanía nacional, proclamada
solemnemente como fundamento del orden constitucional, ha sido erosionada
sistemáticamente por un sistema que ha vaciado de contenido real la voluntad
ciudadana. El artículo 1.2 de la Constitución establece que “la soberanía
nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
Pero en la práctica, el pueblo ha sido desposeído de esa soberanía mediante
procedimientos formales que lo excluyen del control efectivo del poder.
El voto se ha convertido en un
acto ritual, desprovisto de capacidad transformadora. La ciudadanía no elige a
sus gobernantes, sino a sus intermediarios, y estos, a su vez, obedecen a las
lógicas de partido, no al mandato del pueblo. El resultado es un proceso de
alienación progresiva: el ciudadano se convierte en espectador, y el sistema se
convierte en una estructura cerrada que se justifica a sí misma sin responder
al pueblo.
Esta degradación tiene
consecuencias devastadoras: desafección política, abstención creciente,
desmovilización social, y una peligrosa deriva hacia el cinismo, o
lo que es peor, hacia un régimen autocrático. La ciudadanía, al percibir que
sus decisiones no cuentan, se repliega en la apatía o se refugia en discursos
radicales que prometen una ruptura imposible. Así, la democracia se vacía desde
dentro, hasta convertirse en un cascarón.
En este contexto, los medios de
comunicación han dejado de ejercer su función de contrapoder. Conviene aclarar
que esta crítica no se dirige a todos por igual ni ignora las excepciones
valientes y rigurosas, pero en términos generales, la prensa convencional se ha
convertido en un instrumento de propaganda al servicio del poder político y
económico dominante. Contribuyen a sostener el relato oficial, silenciando el
disenso y promoviendo una falsa sensación de normalidad democrática. Se
alimenta así una ciudadanía pasiva, desinformada y manipulable, más preocupada
por los espectáculos mediáticos que por la defensa de sus derechos.
La soberanía popular ha sido
reemplazada por una soberanía delegada, controlada, administrada desde arriba.
No hay participación real, ni mecanismos efectivos de control. Y mientras
tanto, las decisiones fundamentales se toman al margen del pueblo: en despachos,
en reuniones de partido, en acuerdos opacos. Todo ello en un contexto salpicado
por innumerables casos de corrupción que afectan a todos los partidos y
sindicatos, sin excepción, y que han contribuido a deteriorar la confianza
ciudadana. No es casual que España ocupe de forma recurrente posiciones
preocupantes en los índices internacionales de percepción de la corrupción, lo
que evidencia que el problema no es aislado ni puntual, sino estructural.
Recuperar la soberanía popular no
es una consigna ideológica, es una necesidad urgente. Requiere reformas
institucionales profundas, pero también una revolución cultural: educación
cívica, conciencia crítica, compromiso colectivo. Solo cuando la ciudadanía
recupere su papel como sujeto político activo, y no como mero votante, podrá
hablarse de democracia real. Mientras tanto, lo que tenemos es un espejismo.
V. ¿Qué país hemos construido?
Reflexión desde una vida comprometida
Quienes hemos dedicado décadas de
esfuerzo, estudio y trabajo a la construcción de un país moderno no podemos
sino sentir una mezcla de decepción y enojo ante el resultado presente. Se
prometió una transición hacia una democracia plena, una sociedad participativa
y un Estado al servicio de todos. Sin embargo, lo que se ha consolidado es un
régimen de apariencia democrática, profundamente desconectado de la voluntad
popular.
La modernización institucional
quedó a medias, y la reforma de la Ley Electoral —una exigencia básica para
garantizar la pluralidad y la representatividad real— fue sistemáticamente
ignorada por todos los grandes partidos. Ninguno de ellos, ni en los momentos
en que gozaron de mayorías absolutas ni en las legislaturas con mayor
fragmentación, quiso renunciar a los privilegios que les otorga el sistema
actual. La partitocracia se protegió a sí misma y dejó al ciudadano fuera del
proceso.
Esta omisión deliberada es uno de
los síntomas más evidentes del deterioro institucional. Porque reformar la Ley
Electoral no solo implicaría permitir una representación más directa y justa,
sino también abrir el sistema a nuevos actores, limitar el poder de las cúpulas
partidarias y devolver al ciudadano su papel soberano. Pero eso supondría
asumir un riesgo democrático que ningún poder ha estado dispuesto a correr.
Desde esta perspectiva, lo que
hemos construido no es tanto una democracia como una burocracia de partido,
sustentada por una ciudadanía desmovilizada y una cultura política
infantilizada. La responsabilidad, sin embargo, no recae solo en las élites.
También nosotros, los ciudadanos, debemos asumir nuestra parte: por haber
delegado en exceso, por haber creído que la democracia era un regalo y no una
conquista diaria.
El país que hoy habitamos no es
aquel que soñamos construir. Es un país con logros, sin duda, pero también con
una grave crisis moral e institucional. La distancia entre gobernantes y
gobernados ha llegado a niveles intolerables. La impunidad, la corrupción y la
opacidad se han normalizado. Y lo que es peor: se han justificado en nombre de
la estabilidad, del consenso o del mal menor.
Este diagnóstico no nace del
resentimiento, sino de la honestidad. Y si todavía queda esperanza, es porque
aún existen ciudadanos dispuestos a decir la verdad, a señalar el deterioro, y
a exigir algo mejor. No podemos resignarnos. Porque si lo hacemos, seremos
cómplices de aquello que tanto nos indigna.
VI. Conclusión: Reivindicar la
república ciudadana
Frente al deterioro democrático y
al vaciamiento de las instituciones, es urgente reivindicar un nuevo paradigma:
una república ciudadana. No como forma de Estado frente a la monarquía
—aunque esa discusión también es legítima—, sino como modelo de democracia
real, participativa y basada en el protagonismo activo de la ciudadanía.
Reivindicar la república
ciudadana es exigir transparencia, control público, rendición de cuentas y
participación directa en la toma de decisiones. Es poner fin a los privilegios
de casta política, eliminar aforamientos, garantizar la independencia del poder
judicial, y promover una reforma electoral que devuelva al pueblo su capacidad
de elegir y de influir.
Es también construir una nueva
cultura política, donde el ciudadano no sea un consumidor de propaganda
electoral cada cuatro años, sino un agente permanente de transformación. Donde
el derecho a la crítica no sea criminalizado, donde el desacuerdo no sea censurado,
y donde las instituciones respondan realmente al interés general, no a los
intereses de partido.
Y si los partidos políticos y los
sindicatos, tal como existen hoy, no han contribuido a construir una democracia
real ni a defender los intereses del pueblo, quizá haya llegado la hora de
pensar más allá de ellos. Quizá necesitemos algo más que una regeneración: un
cambio de régimen. Un modelo que supere la partitocracia, que no dependa de
intermediarios cerrados y estructuras de poder inamovibles. Tal vez debamos
caminar hacia una democracia directa, en la que la soberanía no se
delegue, sino que se ejerza de forma efectiva y continua por el propio pueblo.
La república ciudadana es, en
última instancia, la recuperación de la soberanía popular. No habrá
regeneración democrática sin esa refundación. No bastan los retoques cosméticos
ni los discursos vacíos. Es necesaria una movilización ética y cívica, transversal,
plural, valiente. Porque si no somos nosotros, ¿quién? Si no es ahora, ¿cuándo?
España necesita una democracia de
verdad. No de cartón piedra, no de plató televisivo, no de aparato burocrático.
Necesita ciudadanos despiertos, responsables y activos. Porque la democracia,
si no se defiende, se pierde. Y la historia demuestra que los pueblos que
renuncian a su soberanía acaban sometidos. Por eso, esta llamada no es solo una
denuncia: es una invitación a resistir, a actuar y a reconstruir. Desde abajo,
desde dentro, desde la conciencia. Porque otra España es posible. Y necesaria.
Mi país es mi hogar.
Si alguien cree que, por su ideología o por coincidir con el partido —o partidos— que hoy gobiernan, este país es solo suyo, está profundamente equivocado. Esa arrogancia, llevada al extremo, ya nos costó una guerra civil.
España no pertenece a ninguna ideología. Es el hogar de todos. Y cuando se olvida eso, el hogar se convierte en campo de batalla.
Abandonad las trincheras partidistas. Pensad en vuestros hijos. En vuestros nietos. En qué país van a heredar si seguimos confundiendo el poder con la verdad, y la ideología con la patria.
Hoy he enviado formalmente, a través del Defensor del Pueblo, este ensayo, acompañado de una carta personal dirigida a Su Majestad el Rey, así como otra al propio Defensor. En ella, le he solicitado que traslade este escrito también a todos los grupos parlamentarios con representación en el Congreso de los Diputados y en el Senado.
Este acto no es una simple queja, sino una llamada a la responsabilidad. Porque si las instituciones ya no escuchan al ciudadano, ¿a quién responden? Y si los poderes del Estado siguen ignorando el malestar cívico, ¿qué legitimidad les queda?
Comparto aquí públicamente los documentos enviados, como prueba de que he alzado la voz. Porque callar es claudicar. Y rendirse no es una opción.
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