Falsa democracia, verdadera injusticia: el ocaso de Europa y España

 

José Manuel Fernández Outeiral

¿Realmente sabemos lo que creemos saber? La política contemporánea parece haber olvidado las bases sobre las que se construye una sociedad justa: la dignidad del individuo, la igualdad ante la ley y la libertad como límite mutuo entre ciudadanos.

En las últimas décadas, los partidos políticos han secuestrado el concepto de democracia. En lugar de representar la voluntad del pueblo, han convertido el poder en un instrumento de control, clientelismo y enfrentamiento. La corrupción se ha vuelto estructural, los privilegios se perpetúan y las instituciones se desnaturalizan hasta convertirse en caricaturas de lo que deberían ser.

La democracia, en su concepción original, no fue un sistema de partidos, sino una forma de gobierno basada en la participación directa del ciudadano en los asuntos públicos. Desde la Atenas clásica hasta los ideales del liberalismo ilustrado, el principio rector fue siempre la soberanía del individuo como límite al poder. Lo que hoy llamamos democracia poco tiene que ver con ese legado: es más bien una oligarquía disfrazada, donde el ciudadano ha sido relegado al papel de espectador pasivo.

La única igualdad posible en una sociedad verdaderamente libre es la igualdad ante la Ley. No podemos aspirar a una igualdad material absoluta, pues eso implicaría borrar la individualidad, la diferencia, la riqueza personal de cada ser humano. La libertad y la igualdad no pueden confundirse. Toda pretensión de igualar desde arriba conduce inevitablemente a la tiranía, porque igualar por decreto es amputar al individuo.

Es precisamente esa diferencia individual sagrada la que explica el absoluto fracaso del socialismo como modelo político y económico. Desde la Comuna de París hasta la Unión Soviética, pasando por la Alemania del Este, Corea del Norte, Cuba o la Venezuela chavista, el socialismo ha demostrado ser una maquinaria de represión, empobrecimiento y anulación del alma humana. Fracasa una y otra vez porque pretende homogeneizar por la fuerza lo que la naturaleza y el Creador han hecho diverso. Su error no es solo político, sino espiritual: atenta contra el propósito divino de la existencia individual.

Y aunque el socialismo se declare ateo, eso no lo exime de las consecuencias. Muchos seres humanos ignoran la existencia de la Ley de Gravitación Universal, pero esa ignorancia no les permite volar: siguen pegados al suelo por la fuerza invisible que gobierna el universo físico. Lo mismo ocurre con Dios. No creer en Él no anula Su existencia, ni libra al alma humana de las consecuencias de desobedecer Su ley.

Los cargos públicos aforados son la prueba más palpable de que ni siquiera esa única igualdad –la jurídica– se respeta en la Unión Europea, ni en España. Quien ostenta poder político se protege frente a la ley que aplica al ciudadano común. Esta injusticia estructural destruye la credibilidad institucional y consagra una casta por encima del pueblo.

Otro de los pilares de esta falsa democracia son los medios de comunicación subvencionados, cuya función debería ser informar con rigor y denunciar los abusos del poder. En lugar de eso, se han convertido en órganos de propaganda, filtrando la realidad según intereses ideológicos o económicos. La verdad ha sido reemplazada por el relato, y la crítica, por el eslogan. Una ciudadanía desinformada no puede ejercer su soberanía.

Afirmamos que la base de toda sociedad justa y duradera es el individuo y sus derechos inalienables. La libertad solo encuentra su límite en el respeto a la libertad de los demás. Ninguna autoridad podrá restringir estos derechos más allá de lo estrictamente necesario para garantizar la convivencia en igualdad y justicia.

El lenguaje político ha sido pervertido. Términos como “progreso”, “solidaridad” o “igualdad” ya no designan ideales éticos, sino herramientas de manipulación emocional. Se invocan para justificar lo injustificable, para hacer pasar por legítimo lo que es abuso. La primera batalla por recuperar la democracia debe librarse en el terreno del lenguaje: llamando a las cosas por su nombre.

La democracia actual ha sido convertida en una simulación. Ni los partidos tradicionales ni los emergentes han sido capaces de romper con el modelo de clientelismo, privilegios y desmovilización ciudadana. La soberanía popular ha sido desplazada por el interés de las élites y los grupos de poder, que han vaciado de contenido las instituciones.

El deterioro institucional afecta a todos los niveles del Estado. El caso del Tribunal Constitucional español es emblemático: capturado por cuotas partidistas, carente de credibilidad, convertido en un corrector ideológico de la justicia ordinaria. Un tribunal que revoca decisiones del Supremo por motivaciones políticas ha dejado de ser garante para convertirse en instrumento.

Como ya advertí en mi ensayo anterior, "El Estado prostituido y el individuo degradado", la democracia no se desintegra con un solo golpe, sino por el desgaste acumulado, la pérdida de principios y la pasividad de los ciudadanos. Vivimos en un Estado dominado por la apariencia legal, pero desvinculado del espíritu de justicia. La ley se ha convertido en un instrumento al servicio del poder, no en un límite frente a él. La justicia, para ser justa, debe ser independiente y visible como tal. Hoy no lo es.

La regeneración institucional no puede ser un eslogan vacío: requiere medidas concretas. Entre ellas, la elección directa de jueces por sufragio ciudadano, la limitación estricta de mandatos, la imposibilidad de que un político imputado por corrupción ocupe cargos públicos y la obligatoriedad de referéndums vinculantes para leyes que afecten derechos fundamentales. Sin estos mecanismos, la soberanía seguirá siendo una ilusión.

La resistencia no tiene por qué ser ruidosa, pero sí firme y organizada. Recuperar nuestra soberanía implica construir redes de pensamiento libre, apoyar medios y proyectos independientes, educar a las nuevas generaciones en valores de verdad, justicia y responsabilidad. También significa practicar el boicot consciente a todo aquello que perpetúe la mentira: partidos corruptos, medios manipuladores, discursos vacíos. Cada gesto importa. Cada conciencia cuenta.

Inspirados por el pensamiento de Henry David Thoreau, entendemos que el verdadero patriotismo no consiste en someterse a un sistema corrupto, sino en desafiarlo desde la conciencia. Como escribió el filósofo estadounidense: “Bajo un gobierno que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es también la cárcel.” Hoy, sin embargo, no proponemos ocupar cárceles, sino vaciar plazas: resistir desde el hogar, en silencio, con dignidad.

No se trata de tomar las calles ni de desobediencia ciega. Se trata de recuperar nuestra soberanía a través de una resistencia pacífica, moral y consciente. Tal como propuso Thoreau, la verdadera libertad empieza cuando uno deja de colaborar con el mal.

España atraviesa un momento decisivo. O seguimos en la senda del deterioro, la fragmentación y el enfrentamiento, o damos un paso valiente hacia una ciudadanía soberana, crítica y comprometida. Los partidos políticos no son los únicos culpables. También lo son aquellos ciudadanos que, por comodidad o miedo, han renunciado a su poder. El cambio solo será posible si cada persona asume su responsabilidad.

Esta es una llamada a la conciencia: no desde la ideología, sino desde la dignidad. El futuro no lo definirá un decreto ni un programa partidista, sino el despertar de una ciudadanía que diga basta a la mentira, al abuso y a la desigualdad. Que reclame su libertad, su ley y su lugar en la historia.

España no está perdida. Está esperando que sus ciudadanos recuperen el alma cívica. 

 


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