La vigencia de Mariano José de Larra
La palabra escrita como conciencia crítica: la vigencia de Larra en la España actual.
José Manuel Fernández Outeiral
“¡Santo Dios, líbrame de los convites caseros y de días de días!”—Mariano José de Larra, El castellano viejo (1832)
En España, cambiarlo todo para que nada cambie no es solo estrategia política: es una constante cultural. Si algún día fuéramos capaces de mirarnos con honestidad en el espejo, descubriríamos que ese reflejo lleva casi dos siglos repitiéndonos lo mismo, con sorna y tristeza, desde la pluma afilada de Mariano José de Larra.
Uno de sus artículos más hilarantes y a la vez más certeros, El castellano viejo, parece escrito ayer. En él, el autor relata con desesperación una comida organizada por un conocido suyo, un tal Braulio, emblema perfecto del español patrioteramente vulgar. Braulio es el “castizo” que confunde franqueza con grosería, naturalidad con torpeza, patriotismo con alergia a toda cortesía. Su casa, símbolo de la España profunda, no distingue entre la hospitalidad y la emboscada. Se come mal, se sirve peor, se grita, se improvisa con la peor de las suertes. Pero eso sí: “¡a la española, con pan y vino!”.
Larra se escandaliza, se mancha, tropieza con niños, es obligado a improvisar versos entre el humo de los puros, y suplica salir de allí como quien huye de un naufragio social. Cualquiera que haya participado hoy en tertulias políticas, sobremesas de cuñados o sesiones parlamentarias con olor a insulto en lugar de a debate, sabrá que la escena no ha cambiado mucho.
Hoy como entonces, seguimos confundiendo espontaneidad con falta de educación. Se desprecia lo refinado como si fuera elitista o traidor a las esencias del pueblo. Y así, la zafiedad se convierte en “identidad”; la ignorancia, en “libertad de expresión”; el grito, en “valor”. Y las redes sociales han venido a empeorarlo.
Larra lo vio venir. Lo vivió en carne propia. Y murió, literalmente, por no poder soportarlo más. No le mató la censura, sino la desesperación de ver que nada cambia. Hoy su fantasma podría pasearse por los pasillos del Congreso o por los platós televisivos, y volvería a repetir lo mismo: “¡Escribir en España es llorar!”.
Porque hoy también estamos rodeados de “castellanos viejos”. Gente que presume de decir las cosas “claras”, pero no por honestidad, sino por no tener filtros. Que acusa de “blandos” a quienes quieren diálogo, de “tontos” a quienes dudan, de “traidores” a quienes piensan. Que convierte cada conversación en un convite donde se sirve ignorancia con salsa de soberbia, y se improvisa espectáculo sobre un mantel de mediocridad.
Pero quizás el mayor acierto de Larra no fue sólo describir esta escena, sino señalar el drama oculto: la imposibilidad de mejorar un país que se enorgullece de no cambiar. Un país donde cualquier intento de modernidad es recibido con sospecha. Donde hay que pedir perdón por tener buenos modales. Donde se prefiere la chapuza propia a la elegancia ajena.
Hoy, cuando los nacionalismos y los patriotismos vuelven a gritarse a golpe de consignas vacías, y cuando la inteligencia es acusada de tibieza, sería sano releer El castellano viejo. Porque ahí está todo: el retrato de una España que confunde fuerza con brutalidad, familiaridad con grosería, y libertad con grosera autocomplacencia.
“¡Braulio! ¡Braulio!”, gritaba la esposa en el convite mientras todo se derrumbaba.
Hoy gritamos lo mismo: un país entero que clama por el sentido común mientras se hunde en su propia salsa.
Y si alguien duda de la vigencia del retrato, que mire a su alrededor: desde la extrema izquierda a la extrema derecha, no hay por dónde coger a nuestra clase política. Se acusan unos a otros de populismo, cuando todos lo practican. Se acusan de mentir, cuando todos lo hacen con soltura. De un lado y de otro llegan gestos vacíos, dogmas repetidos y palabras que suenan mucho pero dicen poco. Más que representar al país, parecen imitar a los personajes de Larra: todos gritan, todos improvisan, todos creen tener razón, pero ninguno escucha.
Mientras, los demás, pediremos otras cañas y seguiremos riendo entre huesos de aceituna, pisotones y brindis incómodos.
Paz a todos.


 
 
 
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