La erosión silenciosa: tras "El Estado prostituido"
La erosión silenciosa desgasta imperios, culturas y conciencias sin que apenas lo notemos
José Manuel Fernández Outeiral
Este
texto es una continuación natural de mi artículo publicado el 20 de diciembre
de 2021, "El Estado prostituido y el individuo degradado", en el que
expuse, con total sinceridad y sin ataduras partidistas, la situación de
decadencia política, moral y social que atraviesa España. Hoy, con el paso del
tiempo y la confirmación de muchas de aquellas observaciones, deseo profundizar
en uno de los pilares más graves de esa erosión democrática: el vaciamiento
institucional del Tribunal Constitucional. 
La
erosión que antes describí como general y sistémica se materializa ahora en
casos concretos. La democracia no se desintegra con un solo golpe, sino por el
desgaste acumulado, la pérdida de principios y la pasividad de los ciudadanos.
El deterioro del Tribunal Constitucional es uno de los símbolos más elocuentes
de este proceso.
Un
Tribunal Constitucional sin autoridad moral
Este
órgano, que debería ser el árbitro neutral y supremo del sistema democrático
español, se ha convertido en una pieza más del engranaje político. Su
composición responde a cuotas partidistas y no a méritos jurídicos. La mayoría
de sus miembros son nombrados por órganos de naturaleza política (Congreso,
Senado, Gobierno y CGPJ), y muchos carecen de trayectoria constitucional seria.
Ya no se percibe como un tribunal de garantías, sino como un tribunal de conveniencia. Sus sentencias, lejos de pacificar, alimentan la polarización. Y lo más grave: la ciudadanía ha dejado de confiar en él.
Un
ejemplo flagrante de esta desnaturalización fue la reciente sentencia del
Tribunal Constitucional que revocó, en parte, las condenas dictadas por el
Tribunal Supremo en el caso de los ERE andaluces, uno de los mayores escándalos
de corrupción institucional en la historia democrática de España. El TC no se
limitó a ejercer su función garantista, sino que entró a valorar hechos y
pruebas, desplazando de facto al Supremo en una tarea que no le compete. Esta
sentencia no solo ha dañado la credibilidad del alto tribunal, sino que ha
sembrado la percepción, ampliamente compartida, de que la justicia es
reversible según intereses políticos. El Tribunal Constitucional ha dejado de
ser un garante para convertirse en un corrector ideológico del poder judicial.
De
los principios al cálculo: la desnaturalización de la justicia
Como
ya advertí en mi ensayo anterior, vivimos en un Estado dominado por la
apariencia legal, pero desvinculado del espíritu de justicia. La ley se ha
convertido en un instrumento al servicio del poder, no en un límite frente a
él. En este contexto, ¿qué garantías puede ofrecer un tribunal cuya composición
y decisiones están tan condicionadas por intereses partidistas?
La
justicia, para ser justa, debe ser independiente y visible como tal. Hoy no lo
es.
Propuesta
de reforma estructural del Tribunal Constitucional
Frente
a este panorama, y en coherencia con lo ya planteado sobre la necesaria
regeneración institucional, propongo una reforma profunda del TC basada en los
siguientes principios:
- Despolitización
     de los nombramientos:
     Los magistrados deberían ser propuestos por comités independientes de
     juristas de reconocido prestigio, y ratificados por mayoría cualificada
     del Parlamento.
- Exigencia
     de excelencia técnica:
     Priorizar la experiencia en derecho constitucional, el ejercicio judicial
     o la docencia universitaria de alto nivel como condición indispensable
     para el cargo.
- Mandato
     único y no renovable:
     Un periodo de 12 años, con renovación escalonada para evitar mayorías
     automáticas. Para implantar la renovación escalonada, la primera
     composición del nuevo Tribunal deberá asignar mandatos iniciales de 4, 8 y
     12 años mediante sorteo público entre los magistrados designados. A partir
     de entonces, todos los nuevos miembros tendrán un mandato único e igual de
     12 años, garantizando así un sistema equilibrado, no partidista y
     resistente a las mayorías coyunturales.
- Transparencia
     institucional:
     Publicar con claridad la argumentación de cada sentencia y las
     deliberaciones clave, con lenguaje accesible para la ciudadanía.
- Acceso
     ciudadano:
     Posibilitar que una proporción significativa de ciudadanos pueda presentar
     recursos de inconstitucionalidad, democratizando el control del poder
     legislativo.
Estas
medidas no garantizarán por sí solas la regeneración del sistema, pero sí
constituirán un primer paso real para restablecer el equilibrio entre poder y
derecho.
¿Y
dónde están el Rey y el Ejército?
En
este contexto de degradación institucional y pérdida de garantías democráticas,
cabe hacerse una pregunta tan legítima como incómoda: ¿qué papel desempeñan las
instituciones que tienen el deber constitucional explícito de garantizar el
orden constitucional? Me refiero, con respeto, pero con firmeza, al Rey de
España, como jefe del Estado y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y a
nuestro Ejército, garante último del marco constitucional.
La
Constitución de 1978 establece, en su artículo 62, que corresponde al Rey,
entre otras funciones, "el mando supremo de las Fuerzas Armadas". Y
en el artículo 8, se asigna a estas últimas la misión de "garantizar la
soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el
ordenamiento constitucional".
Ante
esta formulación clara, resulta desconcertante la inacción pública de ambas
instituciones cuando se suceden ataques, más o menos velados, contra los
principios constitucionales, cuando se pactan medidas que relativizan la unidad
nacional o cuando la justicia se instrumentaliza políticamente. Es comprensible
—y deseable— que el Rey mantenga su papel moderador y no intervenga en el
debate partidista. Pero también es razonable exigirle una defensa inequívoca
del orden constitucional en situaciones límite, aunque sea mediante la palabra
simbólica, la advertencia prudente o el gesto institucional. El silencio, en
ciertos momentos, también tiene consecuencias.
Un
ejemplo reciente de este desplazamiento simbólico de la autoridad fue la última
reunión del Consejo de Seguridad Nacional, que por primera vez no se celebró en
el Palacio de la Zarzuela, residencia oficial del jefe del Estado, sino en el
Palacio de La Moncloa, sede del poder ejecutivo. Este hecho, aunque
aparentemente anecdótico, revela un cambio de equilibrio institucional, en el
que la Jefatura del Estado cede espacio físico y simbólico ante un Ejecutivo
cada vez más decidido a controlar todos los resortes del poder.
Respecto
al Ejército, nadie desea —ni conviene— que irrumpa en la vida política. Pero es
justo recordar que su lealtad no es a un Gobierno ni a un partido, sino a la
Nación y a su Constitución. Defenderla no implica intervenir, sino mantener la
vigilancia y hacer valer su compromiso con la legalidad frente a abusos
evidentes, aunque sea mediante canales institucionales o posicionamientos
internos firmes.
La
ocupación partidista de las instituciones y del Ibex
La
actual deriva institucional se ve agravada por la ocupación sistemática de
todas las instituciones del Estado por el partido en el poder, en muchos casos
con apoyo de fuerzas que expresamente han declarado su voluntad de romper con
el orden constitucional. Pactar con partidos que promueven la secesión o la
deslegitimación de la nación no es un matiz ideológico: es una anomalía
democrática objetiva.
Además,
las principales empresas del IBEX 35, muchas de ellas implicadas en la gestión
de procesos electorales (infraestructuras tecnológicas, software de recuento,
censo, y servicios postales), han sido progresivamente alineadas con intereses
gubernamentales mediante puertas giratorias, contratos estratégicos o presión
regulatoria. Esto compromete la transparencia y neutralidad del sistema
electoral y erosiona la confianza ciudadana.
Un
caso especialmente revelador de esta deriva es la progresiva toma de control
por parte del Gobierno de empresas estratégicas del IBEX 35, como Indra
—encargada de sistemas tecnológicos electorales— y Telefónica, con fuerte
influencia en infraestructuras de comunicaciones críticas. La entrada de la
SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales) en el capital de ambas
compañías, en distintos momentos desde 2022, representa un movimiento inédito
en la democracia española, que compromete gravemente la neutralidad tecnológica
del sistema electoral y la independencia informativa. 
Todo
lo aquí mencionado no son opiniones ni juicios ideológicos, sino hechos
constatables. Cualquiera puede verificar la deriva de las instituciones, el
desplazamiento de las garantías constitucionales y la concentración de poder.
La gravedad no está en las preferencias políticas de un partido, sino en su
voluntad de subordinar el Estado al interés partidista, debilitando el
equilibrio democrático.
Una
oposición inoperante y una Unión Europea silente
No
basta con señalar la deriva del Gobierno si no se denuncia también el papel
pasivo —cuando no cómplice— de una Oposición parlamentaria que ha renunciado a
ejercer su función histórica de vigilancia, denuncia y alternativa real de
poder.
¿Qué
clase de oposición acepta con resignación la demolición constitucional sin
articular una moción de censura, aunque no tenga asegurada la mayoría
necesaria? La moción no es solo una herramienta para desalojar al Gobierno: es,
sobre todo, un acto de afirmación democrática, un escenario para plantear un
programa de gobierno alternativo y medir públicamente los apoyos existentes en
caso de nuevas elecciones. Sin ese gesto, la Oposición se limita a la queja sin
horizonte, al cálculo sin coraje.
En
España, Oposición se ha convertido en sinónimo de enfrentamiento verbal sin
consecuencia institucional. No hay proyecto, no hay estrategia, no hay voluntad
de asumir el riesgo de la regeneración. Solo una cómoda retórica que evita
asumir la responsabilidad del cambio.
Pero
también debe interpelarse a las instituciones europeas, especialmente la
Comisión y el Parlamento Europeo, que han sido testigos silenciosos de la
degradación de nuestro Estado de Derecho. Tan celosos con ciertos países del
Este, tan vigilantes con la independencia judicial en otras latitudes, guardan
un prudente silencio ante la captura institucional progresiva en España. La
doble vara de medir erosiona no solo nuestra democracia, sino también la
credibilidad del proyecto europeo.
Asistimos
al hecho, insólito o no, de un país gobernado por un Ejecutivo enfrentado a sí
mismo, una Oposición que desconfía de sus propios resortes, también enfrentada,
y una ciudadanía desconectada del relato institucional. Un todos contra todos
disfrazado de normalidad parlamentaria. Así no se puede construir una
democracia sólida, ni siquiera sobrevivirla.
Una
llamada a la conciencia de los que aman al país
Decía
en mi ensayo anterior que la democracia no muere por decreto, sino por
indiferencia. Hoy, lo reitero: el ciudadano debe ser el guardián último del
espíritu constitucional. No podemos seguir delegando todo el poder en partidos
que han vaciado de contenido las instituciones que juraron defender.
Frente
a un sistema corroído, nuestra respuesta no puede ser la resignación. Debe ser
la acción: informar, denunciar, proponer, exigir. Porque solo un pueblo
consciente puede aspirar a vivir en libertad.
Y
si el Tribunal Constitucional no está a la altura de la dignidad que exige su
función, que sea la sociedad quien levante su voz. No para destruir, sino para
reconstruir con base en la verdad, la justicia y el bien común. 
No
buscamos caos ni confrontación. Solo desactivar la ficción democrática que hoy
legitima el abuso de poder.
Solo
así se restaurará el respeto por la ley, por las instituciones y por el
individuo.
Es
la hora de los ciudadanos
Frente
a la degradación institucional, el secuestro de la democracia por intereses
partidistas, la manipulación de las instituciones y el vaciamiento del orden
constitucional, ha llegado el momento de la acción ciudadana. No se trata de
salir a la calle, ni de desobedecer las leyes, ni siquiera de dejar de pagar
unos impuestos abusivos —los más elevados y menos justificados en nuestra
historia reciente—, pues los servicios públicos siguen siendo necesarios.
Lo
que propongo es más sencillo y más eficaz: una paralización voluntaria del país
desde nuestros hogares. Del mismo modo que se nos confinó ilegalmente, por
decreto inconstitucional, en el pasado reciente, ahora será la ciudadanía la
que, en ejercicio de su libertad y conciencia, decida sentarse en su salón,
cerrar la puerta, y no participar más en la simulación de normalidad
democrática. Sin violencia. Sin necesidad de exponerse. Solo permaneciendo
inmóviles.
Esta
paralización no afectaría a los servicios esenciales, que deben seguir
funcionando: supermercados, hospitales, centros de salud, ambulancias. Cada uno
de estos servicios debería funcionar con personal mínimo, determinado de forma
democrática y transparente por los propios trabajadores de cada centro, dando
así un ejemplo al mundo de cómo una sociedad libre puede autogestionarse con
responsabilidad en momentos de crisis institucional.
Si
millones de ciudadanos decidieran no consumir, no desplazarse, no producir, no
participar... durante una semana, el país se detendría. El sistema crujiría. Y
la clase política, que hoy gobierna de espaldas a la legalidad, se vería
obligada a convocar nuevas elecciones.
Porque
esta vez no lo harán las élites, ni los partidos, ni los medios subvencionados:
lo haremos nosotros, los ciudadanos que amamos a nuestra patria y que ya no
estamos dispuestos a tolerar más atropellos.
Así
comienza la verdadera regeneración. Desde cada hogar. Desde el corazón.
En
este contexto histórico, necesitamos una figura de referencia que inspire
respeto, confianza y unidad. Alguien sin afiliación partidista, con autoridad
moral incuestionable, trayectoria jurídica impecable y un compromiso firme con
el Estado de Derecho. Una persona que simbolice la dignidad institucional que
hemos perdido y que sea capaz de actuar como coordinadora simbólica y ética de
esta manifestación ciudadana silenciosa, pero decisiva.
Una
figura que podría cumplir estos requisitos es Miguel Rodríguez-Piñero,
presidente del Tribunal Constitucional entre 1992 y 1995. Jurista de amplia
trayectoria, ha demostrado a lo largo de su carrera un perfil independiente y
sobrio. Recientemente, en un gesto de coherencia ética, renunció
voluntariamente a su puesto vitalicio en el Consejo de Estado, alegando la
necesidad de renovación institucional. Este acto, infrecuente en nuestra
política, refuerza su autoridad moral y su distanciamiento respecto a los
intereses partidistas.
Por
ello, proponemos que Miguel Rodríguez-Piñero pueda asumir, si lo considera
oportuno, el papel que tantos ciudadanos necesitan: el de ser una referencia
ética y democrática, una voz serena y firme que, sin buscar el poder, active el
alma constitucional del país y dé el pistoletazo simbólico de salida a esta
gran manifestación silenciosa.
No
pretendo cuestionar la legitimidad del voto de cada ciudadano. Todos los votos
valen por igual y deben ser respetados. Pero mi llamada no se dirige a la
ideología, sino al corazón: a todos aquellos que aman sinceramente a su país y
defienden su integridad democrática, más allá de las etiquetas partidistas. 
Un
país es como un hogar: una vez destruido, es difícil recomponerlo. Por eso es
urgente actuar antes de que la fractura sea irreversible.
Quienes
hoy callen ante la injusticia, mañana no podrán reclamar su libertad con
dignidad.
España
no está perdida. Nos está esperando… en el salón de casa.
Paz a todos.


 
 
 
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