La verdad secuestrada: el relato como nueva forma de control

Señal encrucijada con las palabras ‘Lie’ y ‘Truth’, representando la manipulación de la verdad y el dilema entre realidad y engaño.
Cuando la verdad es secuestrada por la mentira, la humanidad queda perdida en una encrucijada de confusión y manipulación

 

José Manuel Fernández Outeiral

Vivimos una época en la que las palabras ya no significan lo que solían. El lenguaje, que debería ser un puente hacia la verdad, se ha convertido en una muralla de propaganda. El poder contemporáneo ya no necesita reprimir con violencia cuando puede domesticar a través del relato. La mentira ya no es una excepción: es el método.

En esta nueva arquitectura del poder, la palabra ha sido convertida en herramienta de ocupación. Se habla de “progreso” para justificar el control, de “igualdad” para uniformar, de “democracia” para vaciar la participación ciudadana. No se trata de errores semánticos: es una estrategia de ocupación simbólica. Los significados son sitiados, reorganizados y puestos al servicio del relato dominante.

La democracia, que en su origen implicaba participación activa y deliberativa del ciudadano en los asuntos comunes, hoy se ha reducido a una ceremonia ritual: votar cada cuatro años listas cerradas confeccionadas por partidos financiados por el Estado. La igualdad, que debería garantizar oportunidades sin discriminar capacidades o talentos, se convierte en igualitarismo forzado que asfixia la diversidad y premia la mediocridad. La solidaridad, antes gesto voluntario de empatía entre individuos, se ha degradado en subsidio obligatorio que perpetúa dependencias. La justicia social ya no es un ideal ético compartido, sino una herramienta de ingeniería ideológica. Y el progreso, lejos de elevarnos, sirve hoy para consolidar el poder de una tecnocracia estatal que decide por nosotros cómo debemos vivir.

Este vaciamiento semántico no es ingenuo. Responde a una estrategia consciente y prolongada: desactivar el pensamiento crítico mediante el control del lenguaje. George Orwell lo advirtió con claridad meridiana: quien controla el lenguaje controla el pensamiento. No se trata solo de manipular lo que se dice, sino lo que se puede pensar.

La corrección política, en este contexto, no es cortesía ni civilización del discurso. Es un dispositivo de censura emocional. El miedo a ofender se convierte en miedo a hablar, y el miedo a hablar en miedo a pensar. Y así, se modela una ciudadanía dócil, emocionalmente condicionada y políticamente neutralizada.

El resultado es el exilio de la verdad. No porque haya desaparecido, sino porque ha sido desplazada por relatos funcionales al poder. La verdad ya no es lo que corresponde a los hechos, sino lo que conviene al relato. Quien se atreve a cuestionarlo es inmediatamente estigmatizado: extremista, negacionista, peligroso, facha. La disidencia ha dejado de ser un derecho para convertirse en una patología.

Esta distorsión no es nueva. Ya Platón alertaba sobre el sofista: el que usa el lenguaje no para buscar la verdad, sino para persuadir sin importar el contenido. Pero nunca antes los sofistas tuvieron tantos medios ni tanto alcance. Hoy la mentira tiene departamento de marketing, gabinete de comunicación, algoritmos y subvención. Ha sido institucionalizada.

Y sin verdad no hay libertad. Porque solo el conocimiento verdadero permite elegir con sentido. Solo la verdad puede liberar al individuo del relato que lo oprime. Solo el lenguaje honesto puede devolver dignidad al pensamiento.

Por eso, la primera tarea de toda regeneración ética, política y espiritual comienza por la palabra. Llamar a las cosas por su nombre. Devolverle al lenguaje su función sagrada: la de ser vehículo de sentido, no instrumento de sometimiento.

Recuperar la verdad es recuperar la libertad. Y esa batalla empieza con cada palabra que decimos, con cada silencio que rompemos, con cada relato que nos negamos a repetir. No hay revolución más profunda que la de llamar a las cosas por su nombre.

Paz a todos.

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