La unidad esencial de todas las religiones (resumen)

 


La unidad esencial de todas la religiones (resumen)

Una visión espiritual de la divinidad en todas las tradiciones

José Manuel Fernández Outeiral

Vídeo resumen del libro gratuito

 

Introducción

Aunque fue publicado en 1932, La unidad esencial de todas las religiones, del sabio hindú Bhagavan Das, conserva hoy una vigencia que resulta, si cabe, aún más urgente que en el momento de su aparición. En un mundo donde la política mundial sigue alimentando divisiones, conflictos y enfrentamientos entre pueblos y credos —como hemos señalado en múltiples ocasiones—, esta obra representa una llamada lúcida y valiente a la comprensión mutua, a la educación moral profunda y al reconocimiento de la Verdad común que subyace en todas las grandes religiones del mundo.

El deber de los educadores

Las instituciones educativas pueden —y deben— asumir un papel de liderazgo en la proclamación de una nueva era para la humanidad: la era de la Religión Científica, síntesis profunda entre el conocimiento espiritual y el saber moderno.

Si hemos de creer lo que la prensa diaria informa, incluso muchos de los estadistas y generales que protagonizaron la Gran Guerra han llegado a la conclusión de que la guerra no es una empresa gloriosa, sino más bien una actividad sórdida, mezquina, miserable y vergonzosa, movida por los motivos más bajos. Uno de los mariscales de campo más prominentes de Inglaterra expresó recientemente en un discurso público[1]:

“La guerra como medio para resolver disputas internacionales está ahora más universalmente condenada como un fracaso que nunca antes, y cada día se hace más evidente que realmente no hay naciones extranjeras, sino que los intereses de todos están tan estrechamente entrelazados que, si una nación sufre, todas sufrirán en cierta medida. [...] El requisito más importante es menos celos y menos egoísmo en la conducción de los asuntos internacionales. Ese espíritu, esperamos, está apareciendo gradualmente y, cuando surja adecuadamente, y no antes, el desarme seguirá rápidamente y con facilidad. Solo entonces las naciones estarán en el camino hacia la paz y la buena voluntad.”

En su reflexión, destacan dos palabras clave: “celos” y “egoísmo”. Bhagavan Das las vincula con un antiguo aforismo de Krishna, quien, más allá de ser un Maestro espiritual, fue también un estratega con experiencia directa en la guerra:

“La lujuria, el odio y la avaricia forman la triple puerta al infierno.”

Y ciertamente, no hay peor infierno que la guerra.

Reconociendo esta realidad —que resulta evidente para quien no está cegado por esas mismas pasiones malignas—, han comenzado a surgir en varios países occidentales movimientos juveniles que buscan formar a las nuevas generaciones en un espíritu más moral, espiritual e internacionalista, como alternativa a la exaltación nacionalista.

Este nacionalismo, legítimo mientras se mantiene en un plano defensivo y constructivo, ha degenerado hoy en un matonismo vulgar y agresivo, violento y destructivo, que genera continuamente nuevos conflictos. Como respuesta a esta degeneración, voces influyentes en Occidente han propuesto un cambio profundo en la enseñanza que se imparte en escuelas y colegios: eliminar por completo la glorificación de la guerra, la arrogancia nacional, el desprecio por otras culturas y el orgullo de los triunfos sobre los demás. Se aboga, en su lugar, por una educación inspirada en el humanismo, la empatía, el entendimiento y la paz.

Las instituciones educativas no deben estar al servicio del fanatismo nacionalista; deben, en cambio, aspirar a guiar a la política hacia el camino de la rectitud. El sacerdote-científico —símbolo del conocimiento espiritual y científico a la vez— debe tener la autoridad moral para corregir, e incluso obligar, al gobernante-soldado —símbolo del poder material— a utilizar su poder en favor del bien común.

Esas instituciones tienen, por tanto, un deber sagrado: contribuir al cambio de tono, contenido y espíritu de la educación. Y aquí es donde se revela la utilidad y urgencia de una enseñanza religiosa bien planificada, concebida como un poderoso instrumento de regeneración moral.

Humanismo, internacionalismo e interreligionismo van de la mano. Son las tres ramas del mismo árbol: el árbol de la unidad espiritual y de la hermandad universal.

Las personas, según sus temperamentos, pueden —con la razón— admirar a los grandes héroes militares y conquistadores de la historia, o condenarlos como meros depredadores y carniceros. Pero probablemente pocos sentirán hacia ellos verdadera reverencia. En cambio, son muy pocos los que no ofrecen —con el corazón— un homenaje sincero a los grandes educadores de la humanidad, aquellos que, por enseñanza y ejemplo, conocemos como los Fundadores de las grandes religiones. Ellos han sido, en realidad, los reproclamadores de la Única Verdad Eterna: la unidad de todos los seres, y la Belleza y Bondad que emergen del Amor, la Compasión y el Sacrificio desinteresado por los demás.

Los educadores genuinos —los que asumen su deber espiritual como misioneros del Espíritu Supremo en la Tierra— dedican su vida a elevar a sus semejantes hacia un plano de rectitud, y a contribuir activamente al surgimiento de una nueva era de paz y buena voluntad entre los hombres. No pueden hacer mejor servicio que el de otorgar a la enseñanza de los principios esenciales de la Religión Universal un lugar destacado en la formación de las nuevas generaciones. No solo con palabras, sino también con el ejemplo vivo. E inculcar en los corazones jóvenes una máxima luminosa y sencilla, que resume el espíritu de toda verdadera enseñanza:

“En lo esencial, Unidad; en lo no esencial, Libertad; en todas las cosas, Caridad.”

El justo medio entre los dos extremos

En ciertos individuos, y en sectores específicos de algunas comunidades —o incluso entre grandes masas de poblaciones enteras— puede surgir, en determinados momentos, una revuelta contra la religión. Se ha informado, por ejemplo, que en Rusia las autoridades han intentado erradicar toda expresión religiosa. Aunque estas noticias también han sido negadas, se dice que multitudes se resisten con firmeza a renunciar a sus símbolos y templos, a pesar de las persecuciones. Todo esto indica que el rechazo a la religión, tal como ha sido entendida o impuesta, puede ser un fenómeno local y temporal, motivado por excesos clericales o abusos institucionales. Pero la renuncia permanente a la dimensión espiritual parece sencillamente imposible.

Un poeta lamentaba que “el mundo está demasiado con nosotros, noche y día”. De modo similar, los pensadores asiáticos tienen buenos motivos para quejarse de que la religión, tal como se ha practicado en algunas épocas, ha invadido en exceso la vida pública y privada. Pero hoy, con creciente evidencia, vemos que lo mismo ha ocurrido con la ley y la ciencia, que —mal aplicadas o instrumentalizadas por intereses ajenos a la ética— penetran nuestra existencia desde el nacimiento hasta la muerte, imponiéndose incluso más que la religión. Y los horrores cometidos en su nombre no son menores.

En particular, lo que hoy se llama “la ley” está demasiado presente en nuestras vidas. Cada ciudadano en un país “civilizado” —y cuanto más “civilizado” se considera un país, más se cumple esto— vive atemorizado por su bolsillo, su libertad y su vida misma, expuesto a multas, condenas e incluso a la horca, a menudo como resultado de una simple infracción entre el intrincado mar de leyes locales, generales, fiscales, municipales, ejecutivas, civiles o penales que lo rodean como los tentáculos de un pulpo.

Y los llamados “servidores públicos” —que muchas veces actúan más como amos que como servidores— observan con lupa la más mínima oportunidad para atrapar a una nueva víctima. En ocasiones, ni siquiera es necesaria una infracción real: basta con un tecnicismo. La vigilancia es constante, y el Estado benevolente actúa como un poder excesivo, omnipresente y, con frecuencia, abusivo.

El comportamiento de los "esbirros de la ley" —aquellos funcionarios que actúan con un exceso de autoridad— se ha vuelto hoy más arrogante y problemático que el de los antiguos "esbirros de la religión". Un estadístico occidental calculó que uno de cada diez —y otro, aún más pesimista, que uno de cada siete— habitantes de un país como Inglaterra ha pasado por el engranaje de alguna ley penal, ya sea pagando una multa o cumpliendo una condena de cárcel. Difícilmente puede considerarse esto un signo de salud en una civilización avanzada.

Así como demasiada religión puede “matar a Dios” —es decir, sofocar la divinidad interior del ser humano y hacerlo esclavo de la superstición en lugar de liberarlo del miedo—, demasiada ley destruye la paz del cuerpo y de la mente, encadenando al individuo a la burocracia y al dominio del “expertismo”, en lugar de brindarle una libertad ordenada.

Todo ello no hace sino confirmar una verdad fundamental: el exceso, incluso de algo bueno, es dañino. Bien puede afirmarse que el exceso es el único pecado de todos los pecados, y que seguir el camino del medio es la única virtud, válida en todos los ámbitos de la vida.

Este fue precisamente el camino enseñado por Buda, conocido expresamente como el Majjhima Patipadā, el Camino del Medio. Uno de los textos más influyentes del pensamiento de Confucio —atribuido tradicionalmente a su nieto, Kung Kei— lleva por título: La Doctrina del Medio.

Un proverbio sánscrito dice con claridad:

“Sigue el camino del medio; evita los extremos.”

Krishna lo expresó en los siguientes términos:

“El que evita los extremos en la comida y el ayuno, en el sueño y la vigilia, y en el trabajo y el juego, gana equilibrio, paz y alegría.”

Del mismo modo que la enseñanza de Buda es conocida como el Majjhima Patipadā, el camino jaina —enseñado por Mahāvīra Jina— se conoce como el Anekāntavāda, la Doctrina del No-Extremismo, o de la multiplicidad de puntos de vista.

El maestro jaina Amta Chandra Sūri ilustró esta enseñanza con una hermosa imagen:

“Así como la lechera, tirando y aflojando por turnos los dos extremos de la cuerda de batido, obtiene de la leche la mantequilla dorada, así también el sabio, obrando alternativamente sobre ambos lados inevitables de cada cuestión, descubre la Verdad perfecta.”

Confucio lo expresó con claridad:

“Yang y Yin, masculino y femenino, fuerte y débil, rígido y tierno, cielo y tierra, sol y luna, trueno y relámpago, viento y lluvia, frío y calor, bueno y malo, alto y bajo, justicia y humanidad... La interacción de los principios opuestos constituye el universo.”[2]

En una línea similar, el filósofo griego Heráclito afirmó:

“Dios es Día-Noche, Invierno-Verano, Guerra-Paz, Saciedad-Necesidad.”

Un proverbio persa nos recuerda:

“Toda virtud tiene su vicio”, y una máxima filosófica del mismo origen sostiene: “Cada cosa se prueba por su opuesto”.

La tradición occidental aporta su eco en la fórmula:

“Omnis determinatio est negatio”Toda determinación es la negación de su opuesto.

Y la sabiduría de los textos sagrados de la India enseña:

 “Así como el fuego lleva humo dentro de sí, toda acción lleva en sí un defecto.”

La vida, en definitiva, es un ejercicio constante de elección entre pares interminables de males opuestos. Y la elección correcta —la que, en cada lugar, tiempo y circunstancia, produzca la mayor dicha y el menor dolor, que reconcilie los antagonismos— solo puede surgir del Espíritu, que habita perpetuamente en el Medio, entre los dos extremos de la Naturaleza. Este Espíritu es el que “prueba todas las cosas y retiene lo que es bueno, lo más bueno —es decir, a Sí mismo—” y que, por naturaleza, huye del exceso.

Tal es, en esencia, la enseñanza de todas las religiones verdaderas, así como de todas las ciencias auténticas.

La religión es tan necesaria como la ciencia. Mientras el ser humano experimente el sufrimiento, tema al dolor y a la muerte, contemple su origen y su destino, mire hacia atrás y hacia adelante y se pregunte por el sentido de todo ello, su corazón y su mente reclamarán una respuesta. Y esa respuesta solo puede provenir de lo que la verdadera religión ofrece: consuelo, orientación y sentido.

Cuando la angustia oprime el alma, comprendemos con claridad abrumadora que de nada sirve ganar el mundo entero si con ello se pierde el alma. Y si no se ofrece una religión verdadera, iluminada por la razón y el espíritu, tarde o temprano los hombres abrazarán religiones falsas y supersticiosas, ofrecidas por quienes buscan dominar más que liberar.[3]

Si es cierto —y a todas luces lo es— que el ser humano conserva una convicción inquebrantable de que hay algo más allá de esta vida, y anhela conocer su vínculo con la existencia presente; si es cierto —y sin duda lo es— que la ciencia ha sido creada para servir a la vida, y no la vida para someterse a la ciencia; entonces, es claro que el hombre no puede aceptar como final la idea de un conflicto insalvable entre religión y ciencia.

Aceptar tal cosa sería admitir que la Verdad se contradice a sí misma, que la ciencia no es coherente en todas sus partes. Pero eso no puede ser. No debe ser.

La Verdad —Ciencia, Vtti, ta, Satya, Ma‘rifa, Gnosis, Jñāna—, todos términos que apuntan a lo mismo, debe ser incluyente, integradora, esclarecedora, reconciliadora. Si no lo es, entonces no es Verdad.

Y esta convicción silenciosa, profunda, se manifiesta incluso en las palabras de aquellos que aparentan ser más hostiles entre sí.

El ser humano moderno se enorgullece de comer, beber, bañarse, dormir, vestirse, alojarse, viajar —en definitiva, de realizar todos los actos de la vida— en nombre de la ciencia y la ley. El hombre de tiempos antiguos procuraba hacer esas mismas cosas en nombre de Dios y la religión.

Sin embargo, estos dos enfoques no son realmente opuestos, ni siquiera esencialmente distintos. Decir “en el nombre de Dios” equivale, entre otras cosas, a actuar según la Naturaleza de Dios, es decir, conforme a las leyes de esa Naturaleza, tanto en sus dimensiones físicas como en las más sutiles: las psíquicas, morales y espirituales. Por su parte, actuar “en nombre de la ciencia y la ley” equivale hoy a regirse por las leyes de solo uno de los departamentos de la Naturaleza: el físico, reconocido y utilizado por las leyes humanas.

Así, la ciencia, entendida en su sentido más limitado como ciencia física, no es sino una religión incompleta, una parte de la religión. Y la religión, en su sentido más elevado y completo, es una ciencia más amplia, que abarca la totalidad del conocimiento.

Tenemos deberes no solo hacia nuestros cuerpos físicos y los de otros seres vivientes, sino también hacia lo que está más allá de lo físico: hacia el alma, la conciencia, y las dimensiones invisibles de la existencia. Las verdaderas reglas de la religión —es decir, de la ciencia más grande— deben permitirnos cumplir todas estas deudas y deberes más amplios, no solo los corporales, sino también los del espíritu.

Se ha definido la religión como “el mandato o revelación de Dios”. Lo cual significa, en otras palabras, que la religión es el conjunto de leyes de la Naturaleza divina, tal como han sido reveladas a través del trabajo intelectual, intuitivo e inspirado de los videntes y sabios de todas las religiones y culturas.

Mucho se ha hablado en educación de las tres “erres” (reading, writing, arithmetic —leer, escribir y aritmética). Pero hay una cuarta R, aún más esencial: la Religión genuina. Esta debería ser incorporada a los programas educativos de escuelas y universidades en todo el mundo. Eso sí, antes debe ser cuidadosamente descubierta, analizada y verificada.

Es deber de todos los educadores sinceros contribuir a esta gran tarea, aplicando un método científico y riguroso: identificar los acuerdos fundamentales entre las distintas religiones, en medio de sus diferencias.

Y este método podría describirse, en términos de la democracia moderna, como el método del gobierno de la mayoría:

Aquellas verdades que son reconocidas y aprobadas por todas las grandes religiones vivas, deben enseñarse de manera destacada a las nuevas generaciones.

Algunas personas, desconcertadas por las rivalidades, fanatismos y hostilidades fomentadas —en nombre de la religión— por individuos desorientados, se preguntan:
¿Qué derecho tenemos a imponer tales cosas negativas, tales prejuicios generadores de mala voluntad entre los seres humanos, a nuestros propios hijos?

Si la religión fuese algo prescindible, la respuesta sería sencilla: no tendríamos ningún derecho. Pero la religión no es prescindible, como ya se ha señalado. Por eso, debemos responder que tenemos no solo el derecho, sino incluso el deber imperativo de enseñar religión, tanto como tenemos el de enseñar aritmética, geografía, historia o ciencia.

Y más aún: ese derecho y deber es superior, pues mientras que las demás materias son deseables y útiles, la religión auténtica es indispensable para el consuelo del alma.

Enseñamos a nuestros hijos esas otras disciplinas por su bien, por amor a ellos, guiándonos por aquello que consideramos bueno, verdadero y útil según nuestro mejor entendimiento. Si cometemos errores, es simplemente porque somos humanos y estamos expuestos al error. Pero, así como no dejamos de comer solo porque a veces la comida puede sentar mal, tampoco debemos dejar de enseñar religión, solo porque haya sido mal utilizada en el pasado.

Al contrario, debemos esforzarnos más: para verificar lo más indudable, lo más coherente con el mejor conocimiento científico y, sobre todo, lo más aprobado y compartido por todas las religiones vivas.

Este es el único camino verdadero para apaciguar los gritos del fanatismo, el desorden emocional y la hostilidad disfrazada de espiritualidad.

Una antigua parábola lo expresa con belleza:

“Las vacas son de muchos colores distintos, pero la leche de todas es del mismo color: blanca. Así también, los proclamadores de la Verdad usan formas diversas, pero la Verdad que expresan es una.”

Del mismo modo:

“A un único objetivo marchan, desde todos los rincones, todos los seres humanos —aunque sus caminos parezcan divergentes—: ese objetivo soy Yo, el Ser Universal, la Autoconciencia.”

Este es el evento divino, lejano y, al mismo tiempo, siempre cercano, hacia el cual toda la creación se mueve sin cesar.

Kung-fu-tse (Confucio), contemporáneo más joven de Lao-tse, vivió y enseñó en China. Por aquellos mismos días, Buda iluminaba a la India, hermana menor de China.
China, con sabiduría, ha adoptado a los tres como su trinidad de grandes Maestros: Lao-tse, Buda y Confucio.

Confucio, con humildad luminosa, dijo de sí mismo: “Solo transmito. No puedo crear cosas nuevas.”

Buda habla de Budas pasados y futuros, que revelan una y otra vez las mismas verdades fundamentales para el beneficio de la humanidad.

Cristo declara:

“No he venido para abolir la Ley o los Profetas, sino para cumplirlos.”

Krishna enseña que la sabiduría que está transmitiendo a Arjuna fue revelada antes a Vivasvān, quien la dio a Manu, y este a Ikvāku, y así sucesivamente, a través de los grandes Ṛṣis, era tras era.

El Corán, por su parte, dice:

“A cada pueblo se ha enviado un maestro que hable su lengua, para que no haya duda en sus corazones sobre el significado. Así hemos revelado este Corán en árabe, para que los de La Meca y las ciudades vecinas puedan aprender la Verdad con facilidad, expresada en su idioma. Porque si lo hubiésemos hecho en una lengua extranjera, sin duda habrían objetado: ‘¿Por qué no se ha hecho clara esta revelación?’”

El significado evidente de todos estos textos sagrados es claro: Los elementos esenciales son comunes a todas las religiones. La Verdad es universal, y no es monopolio de ninguna raza, pueblo ni maestro. Los aspectos no esenciales —los ritos, los símbolos, las formas— varían con el tiempo, el lugar y las circunstancias. Pero las mismas verdades fundamentales han sido reveladas una y otra vez por Dios, en diversas escrituras, distintos idiomas y a través de diferentes seres humanos nacidos en distintas naciones.

El Juego divino —Krīā, Līlā, Lahw— es una danza de Amor, bhāva, rasa-līlā, entre el Ser de Dios y su reflejo, un Otro que es el Mismo, pero no el mismo: invertido, complementario, espejo perfecto del Uno.

Así como no podemos comprender del todo nuestros propios pensamientos hasta que los vemos reflejados en otra mente, Dios se contempla a Sí mismo en la multiplicidad.

Por eso los oradores desean ser escuchados, los autores desean ser leídos, los artistas desean ser vistos y comprendidos por otros. Ver una idea a través de un solo idioma es como verla con un solo ojo: un ángulo, una perspectiva. Pero verla también en otro idioma —otra cultura, otra forma— es como verla con ambos ojos, en visión estereoscópica, profunda, amplia, plena.

Un nuevo significado surge de esa doble visión, trasciende las palabras, y brilla por sí mismo.

La comunión entre dos amigos criados en culturas distintas, pero que reconocen la unidad subyacente del espíritu, es aún más rica e interesante que la que se da entre quienes comparten una misma tradición. Tiene el encanto de la diversidad, como un viaje a una tierra nueva, hospitalaria, vibrante, llena de flores distintas, sabores distintos, vestidos y costumbres diferentes, pero igualmente hermosos, fragantes, generosos y humanos.

Es por eso que el Solitario Ser de Dios, para romper la monotonía, se derramó en una multiplicidad infinita de formas y tonos.

Pero en lo profundo, empapando y permeando todo, manteniendo unida a toda esa multitud, permanece siempre la Unidad.

Este es el Único Hecho que debe recordarse siempre.

Epílogo

El texto que acabas de leer es una selección de fragmentos esenciales de La unidad esencial de todas las religiones, una obra luminosa, profunda y necesaria, escrita por Bhagavan Das en 1932. A pesar del tiempo transcurrido, su mensaje no solo no ha perdido vigencia, sino que se vuelve más urgente ante el caos ideológico, político y espiritual del mundo actual.

Este libro no es un tratado religioso más. Es una llamada a la cordura, a la reconciliación, a la inteligencia espiritual y al respeto mutuo. Es una voz sabia, que nos recuerda que, más allá de nombres, credos y costumbres, hay una sola Verdad, un solo Origen, una sola Humanidad.

Si este resumen te ha conmovido, enriquecido o simplemente despertado preguntas, te invito a descargar y leer el libro completo. La lectura pausada y profunda de sus páginas puede convertirse en una verdadera guía interior para quienes anhelan comprender la esencia común de todas las vías espirituales auténticas.

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[1] Sir William Robertson, en Leeds, el 10 de diciembre de 1930.

[2] Suzuki, Historia de la Filosofía China, pp. 16-18.

[3] En ausencia de una guía espiritual auténtica, la humanidad tiende a buscar consuelo en nuevas formas de religiosidad. Este fenómeno, anticipado por el Dr. Bhagavan Das en 1932, se ha confirmado con la proliferación de miles de nuevos movimientos religiosos en todo el mundo. En Europa operan más de 2.000; solo en el Reino Unido se registraron más de 800 entre 1984 y 2004. En EE. UU., se estima que surgen entre 40 y 45 nuevos grupos religiosos al año. Aunque muchos de estos movimientos son pacíficos, algunos han sido objeto de controversia por prácticas sectarias o perjudiciales. Sin embargo, la falta de consenso internacional y de estadísticas fiables impide determinar cuántos pueden ser clasificados como “sectas malignas”. Lo cierto es que, allí donde no se ofrece una religión verdadera y razonada, el vacío espiritual tiende a llenarse con religiones supersticiosas o autoritarias. (N. del T.)

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