El drama humano: el juego de Dios

 


                                                                                        
Tablero de ajedrez en un escenario onírico con piezas blancas y negras, columnas ornamentadas, un cielo estrellado y una luna creciente, simbolizando el drama humano como parte del juego de Dios.
La vida como un tablero donde cada movimiento forma parte del gran juego de Dios: libertad, destino y aprendizaje.


"Sin la certeza de la eternidad, la vida sería un divertido sainete para Dios y una tragedia para el ser humano."

José Manuel Fernández Outeiral


Desde tiempos inmemoriales, los sabios de todas las culturas han dejado un legado de luz: Vedas, Upanishads, Evangelios, Dhammapada, Tao Te Ching, textos sufíes, enseñanzas filosóficas, místicas y espirituales de Oriente y Occidente. Y, sin embargo, la humanidad parece repetir sin cesar la misma tragedia: guerras, matanzas, fanatismo, violencia organizada.

¿Cómo puede ser que, disponiendo de tanta sabiduría, la humanidad se autodestruya? ¿Cómo se explica que el conocimiento no evite el sufrimiento? Desde la perspectiva de los Vedas, esta paradoja encuentra una explicación profunda en el concepto de Lila.

Lila significa "juego" u "obra divina". En la cosmovisión védica, el universo no es un error ni un castigo: es una expresión de la divinidad jugando a ser muchos. Brahman, el Uno sin segundo, se manifiesta como multiplicidad, se oculta a sí mismo en la materia, en la mente, en la individualidad, y luego se redescubre a través del despertar.

Imaginemos a un niño que juega solo en su habitación. Tiene una caja llena de muñecos, disfraces y escenarios en miniatura. Durante el juego, se convierte en rey, en mendigo, en monstruo, en héroe. Se entrega completamente a cada papel, como si lo olvidara todo. Pero en el fondo, sigue siendo él. Al final del juego, se quita el disfraz, recoge los muñecos y sonríe, reconociéndose. Eso es Lila.

Así, según la visión del Lila, Dios —el Ser Uno, Brahman— juega a ser muchos. Se convierte en tú, en mí, en árboles, en planetas, en pensamientos, en sueños. 

Olvida momentáneamente que es Uno para vivir la aventura de la diversidad. Y el propósito no es el sufrimiento, sino el redescubrimiento. Cada ser que despierta recuerda su verdadera naturaleza, como el niño que, al final del juego, vuelve a sí mismo. El universo, entonces, no es un castigo, sino una obra creativa, una danza de conciencia.

El juego incluye luz y sombra, sabiduría e ignorancia, gozo y sufrimiento. No se trata de justificar la violencia, sino de entender que forma parte del ciclo de ocultamiento y revelación. El alma, envuelta en maya (ilusión), se identifica con lo pasajero y actúa desde el miedo, el deseo, la separación. De ahí surgen el odio, la codicia, la guerra.

Bhagavan Das decía: “El alma humana aprende por contraste. No conoce la luz sino a través de la sombra. No reconoce la eternidad sino tras el sufrimiento del tiempo.”

El contraste es tan esencial que puede decirse que el Creador nos ha dado dos alas para volar: una es la luz, la otra es la sombra. Si solo tuviéramos una, no podríamos elevarnos. Solo el equilibrio entre ambas permite que el alma emprenda su vuelo hacia la verdad. No se reconoce la luz si no ha habido sombra. No se anhela la verdad si no se ha sufrido la mentira. No se valora la paz si no se ha conocido la guerra. Por eso, incluso las grandes catástrofes pueden despertar conciencias.

Quizás una de las grandes confusiones modernas sea la creencia de que hemos venido al mundo para ser felices. Pero, desde la perspectiva espiritual, no hemos encarnado para alcanzar una felicidad permanente, sino para evolucionar como seres conscientes.

El alma no busca placer, sino expansión. Y la expansión implica transformación, desafío, cambio. El contraste —el dolor, la pérdida, la incertidumbre— no son errores del camino, sino parte del proceso de maduración interior.

Ahora bien, cabe preguntarse:
¿Podemos evolucionar desde la felicidad?
¿Es posible despertar desde la plenitud, o solo lo hacemos cuando el suelo tiembla?

El despertar puede llevar a la dicha, sí, pero no es su objetivo. La dicha es un fruto, no la meta. El despertar es lucidez, comprensión de la unidad, trascendencia del yo fragmentado. La felicidad que viene con él no es euforia ni comodidad, sino una serenidad que ya no depende del mundo.

Pero Lila no es una excusa para la pasividad. El sabio no se evade del mundo. Participa en el juego, pero despierto. Sabe que todo es transitorio, pero no por eso deja de actuar.

Quien ha visto la verdad tiene una doble responsabilidad: preservar la llama del conocimiento y aliviar el sufrimiento de los que aún están atrapados en la ignorancia. El sabio no predica desde el orgullo, sino desde la compasión.

Lila no es un teatro vano. Es una danza que invita al recuerdo. Cada guerra, cada injusticia, cada acto de crueldad es una llamada a despertar. No para huir del mundo, sino para transformarlo desde adentro.

Seguramente, el verdadero progreso no sea técnico ni político, sino espiritual: que el alma humana, tras milenios de ensayo y error, comience a reconocer la unidad que subyace bajo todas las formas. Porque cuando se recuerda eso, cesa el juego de la separación, y comienza la verdadera creación consciente.

La economía, la guerra, la tecnología, la religión... todo es parte del juego. Pero también lo es el amor, el silencio, la meditación, el despertar interior. Se llama evolución.

Paz a todos.

 

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