Sin sociedad civil, no hay democracia viva
José Manuel Fernández Outeiral
La ausencia de una sociedad civil
fuerte: la raíz de nuestros males
España atraviesa desde hace años una situación de
deterioro político, institucional y moral que ya no puede explicarse solo por
errores puntuales, malas decisiones administrativas o leyes mal diseñadas. El
problema es más profundo y estructural. Y tiene un nombre claro: la práctica
inexistencia de una sociedad civil fuerte, organizada e independiente.
Cuando una sociedad carece de un tejido cívico
sólido que actúe como contrapeso real del poder político, el sistema se degrada
de manera inevitable. Las leyes dejan de responder a la realidad de los
ciudadanos y pasan a responder exclusivamente a la lógica interna de los
partidos, de la burocracia y de la autoprotección del poder.
Sociedad civil: qué es y qué no es
Conviene aclararlo desde el principio. Una sociedad
civil fuerte no es una suma de individuos indignados en redes sociales.
Tampoco es un conglomerado de asociaciones subvencionadas, dependientes o
colonizadas por los partidos políticos. Mucho menos es un decorado
institucional para justificar decisiones ya tomadas.
Una sociedad civil fuerte es aquella en la que
existen:
- asociaciones
independientes y con masa social real
- organizaciones
profesionales con voz propia
- colectivos
cívicos capaces de presionar sin pedir permiso
- interlocutores
sociales que el poder no puede ignorar sin pagar un precio político
Cuando esto existe, la política escucha.
Cuando no existe, la política impone.
La lección olvidada de la Transición
Quienes vivimos la Transición política española
recordamos bien algo que hoy parece casi impensable: la pujanza de las
asociaciones ciudadanas. Asociaciones vecinales, culturales, profesionales
y cívicas tuvieron un papel decisivo a la hora de empujar a la clase política a
adecuar sus decisiones a la realidad de los ciudadanos, no a la realidad de los
despachos.
No se trataba de nostalgia ni de idealismo. Se
trataba de presión organizada. El poder sabía que ignorar ese tejido social
tenía consecuencias. Hoy, en cambio, esa red se ha debilitado, fragmentado o
directamente disuelto.
El resultado es evidente: la política ya no
siente la realidad social en la nuca.
La burbuja política y la desconexión con
la realidad
Uno de los rasgos más preocupantes del momento
actual es la distancia abismal entre la realidad de los políticos y la
realidad de los ciudadanos. Viven en mundos distintos, con incentivos
distintos, preocupaciones distintas y, en muchos casos, una percepción
profundamente distorsionada del país que gobiernan.
Sin una sociedad civil organizada que devuelva
constantemente la realidad al poder, esa burbuja se cierra sobre sí misma. Las
decisiones se toman desde una lógica autorreferencial, tecnocrática o
ideológica, sin contraste con la vida cotidiana de quienes deben soportarlas.
Por eso proliferan leyes:
- desconectadas
de la práctica real
- punitivas
con el ciudadano honesto
- basadas
en presunciones de culpabilidad
- diseñadas
desde la desconfianza sistemática
La burbuja administrativa: cuando quien gobierna
desconoce el país real
Hace poco
asistí a una cena homenaje en la que compartí mesa exclusivamente con
funcionarios del Grupo A, es decir, personas bien formadas, especializadas y
con una alta responsabilidad dentro del aparato del Estado. La experiencia fue
reveladora, y también dolorosa.
A lo largo de
la conversación comprendí hasta qué punto vivían alejados de la realidad
cotidiana del país. No por mala fe, sino por aislamiento. Su mundo era - y
es - la Administración Pública. Todo lo demás les resultaba ajeno: la empresa
privada, la incertidumbre laboral, la presión económica, la vida real fuera del
perímetro administrativo.
Lo más
inquietante no fue esa desconexión en sí, sino constatar que muchos de los
comportamientos que consideraban normales o aceptables serían absolutamente
intolerables en cualquier empresa privada: tiempos, procedimientos, falta
de responsabilidad directa, ausencia de consecuencias. Y, sin embargo, son esas
personas - no los políticos de paso - quienes gestionan y gobiernan de facto
el país día a día.
Ese fue el
momento más desconcertante: entender que quienes sostienen el funcionamiento
real del Estado ignoran en gran medida el país en el que viven, porque
su referencia vital no es la sociedad, sino la propia estructura
administrativa.
De una tutela
a otra
Durante
siglos, las sociedades europeas estuvieron sometidas a la tutela - y en muchos
casos a la tiranía - de las Iglesias. Hoy, sin haberlo debatido ni decidido
conscientemente, hemos pasado a estar sometidos a la tutela de una
burocracia cada vez más autónoma, sin más referencia que ella misma, y desvinculada de la
vida real de los ciudadanos.
No se trata de
demonizar al funcionario individual, sino de señalar un fenómeno peligroso: cuando
la Administración deja de ser instrumento y se convierte en fin, el
ciudadano pasa a ser un problema a gestionar, no una realidad a servir.
Corrupción
sistémica, no partidista
Conviene
decirlo con claridad: este problema no es patrimonio de un partido político
concreto. La corrupción a la que asistimos hoy es sistémica,
transversal, estructural. Afecta a todos los partidos porque todos operan en un
sistema que carece de contrapesos sociales reales.
Cuando no hay
una sociedad civil fuerte:
- nadie vigila de verdad
- nadie corrige a tiempo
- nadie pone límites
efectivos
El resultado
es un poder que se acostumbra a actuar sin consecuencias y una ciudadanía que,
poco a poco, asume la indefensión como algo normal.
Un problema
que trasciende a España: el caso europeo
Este fenómeno
no es exclusivo de España. La Unión Europea ofrece un ejemplo aún más claro. Bruselas
- entendida como aparato administrativo - se ha ido convirtiendo
progresivamente en una fuerza hostil para los propios países que conforman la
Unión.
Decisiones
estratégicas de enorme calado se han tomado:
- sin conexión con la
realidad productiva
- sin escuchar a los
sectores afectados
- sin asumir consecuencias
directas
El cierre
acelerado de centrales nucleares, el impacto de determinadas políticas
energéticas o el golpe a la industria del automóvil bajo una transición mal
calibrada son ejemplos evidentes de decisiones tecnocráticas tomadas desde
despachos, con lógica administrativa, pero sin comprensión profunda del
tejido social, industrial y económico real.
Cuando la
burocracia gobierna sin contrapesos, el resultado no es progreso, sino daño colectivo.
Bruselas y el
poder real: cuando la presión legítima desaparece
En la Unión
Europea, la ausencia de una sociedad civil fuerte no ha dejado un vacío. Ese
vacío ha sido ocupado por otros actores: los lobbies. Son, en la
práctica, los únicos que ejercen presión efectiva sobre las instituciones
europeas.
Esto, en sí
mismo, no es lo más sorprendente. Es lógico que grupos de interés intenten
influir en las decisiones políticas para defender sus objetivos concretos. Lo
verdaderamente asombroso - y profundamente inquietante - es que esa influencia
esté plenamente legalizada, normalizada y aceptada como parte del
funcionamiento ordinario del sistema.
Los lobbies no
representan intereses generales. Representan intereses específicos, sectoriales
y, en muchos casos, puramente económicos. No rinden cuentas ante los
ciudadanos, no pasan por procesos democráticos y no están sometidos al
escrutinio público que sí se exige, al menos formalmente, a los representantes
políticos.
El resultado
es perverso: la voz organizada del ciudadano desaparece, mientras la
presión privada se institucionaliza. Allí donde debería haber asociaciones
cívicas, profesionales o sociales fuertes, encontramos despachos de influencia
perfectamente integrados en el proceso legislativo.
No es extraño,
entonces, que muchas decisiones europeas parezcan diseñadas a medida de
determinados sectores y no del interés común. Cuando la única presión permitida
es la que viene del poder económico organizado, el desequilibrio está servido.
El vínculo con
la sociedad civil ausente
Todo esto
vuelve al punto central: si existiera una sociedad civil fuerte, organizada
e independiente, esta desconexión no sería posible.
Pero cuando la
sociedad está desarticulada, el aparato administrativo se encierra en sí mismo,
pierde contacto con la vida real y acaba ejerciendo un poder sin correcciones.
El contraste europeo: cuando la sociedad civil existe
Conviene precisar una distinción esencial. La ausencia de una sociedad civil fuerte es especialmente visible en el ámbito supranacional europeo, donde Bruselas actúa sin un verdadero poder representativo y donde la presión ciudadana ha sido sustituida casi por completo por lobbies organizados. Sin embargo, esta carencia no se reproduce de manera uniforme en todos los Estados miembros. Algunos países han conservado un tejido cívico nacional fuerte, capaz de condicionar y corregir determinadas decisiones políticas. En Alemania, por ejemplo, no se legisla en materia de tráfico sin consultar previamente a las potentes asociaciones de conductores. No se trata de un gesto simbólico ni protocolario: estas organizaciones tienen masa social, independencia y capacidad real de presión. El legislador sabe que ignorarlas tiene un coste político y social tangible.
En España, por el contrario, asistimos a decisiones
de enorme impacto cotidiano adoptadas sin debate público real y sin oposición
organizada. Un ejemplo reciente y revelador es la implantación obligatoria de
la baliza luminosa para señalizar accidentes en carretera, una medida que
convertirá a España en el único país del mundo en imponer este sistema de forma
obligatoria.
Lo llamativo no es solo la singularidad de la
medida, sino el silencio social que la ha acompañado. No ha habido una reacción
significativa por parte de asociaciones de conductores, ni un debate público
profundo, ni una presión organizada capaz de cuestionar su eficacia o
proporcionalidad. Y ello a pesar de que los propios agentes de la Guardia Civil
han expresado dudas sobre la utilidad real del sistema en determinadas
circunstancias, especialmente en vías de alta velocidad o condiciones adversas.
Este contraste es elocuente. Allí donde existe una
sociedad civil fuerte, las normas se discuten, se contrastan y se ajustan a la
realidad. Donde no existe, las decisiones se imponen desde arriba, el ciudadano
asume en silencio y el poder se acostumbra a legislar sin interlocutores
incómodos.
Lo mismo ocurre con organizaciones de consumidores, de
jubilados, inquilinos, agricultores o profesionales. El político sabe que
ignorarlas tiene un coste. En España, en cambio, muchas asociaciones sobreviven
gracias a subvenciones, lo que las convierte en estructuras dóciles,
dependientes o irrelevantes.
Sin independencia económica y organizativa, no hay
interlocución real.
El ciudadano solo frente al sistema
El resultado final de todo esto es un ciudadano aislado
y administrativamente indefenso. Frente a un aparato normativo y burocrático
cada vez más complejo y hostil, el individuo carece de respaldo colectivo. Y un
ciudadano solo, por definición, es débil frente al poder.
Esta soledad cívica explica por qué se toleran
abusos, incoherencias legales y decisiones injustas sin apenas respuesta
organizada. No porque no duelan, sino porque no existe el músculo social
para reaccionar.
Una autocrítica necesaria
Sería cómodo culpar únicamente a la clase política.
Pero no sería honesto. Esta situación también nos demanda como sociedad.
Nuestra pasividad, nuestra fragmentación y nuestra renuncia a organizarnos han
allanado el camino a este deterioro.
Durante demasiado tiempo hemos delegado la defensa
de nuestros intereses en estructuras que no nos representan realmente. Hemos
sustituido la acción cívica por la queja individual y el compromiso por el
desahogo.
Y eso tiene consecuencias.
Sin sociedad civil no hay democracia
viva
La conclusión es clara y quizá incómoda: sin una
sociedad civil fuerte, estructurada e independiente, no puede haber una
democracia sana. Solo puede haber administración del poder, normas
impuestas desde arriba y ciudadanos tratados como presuntos infractores en
lugar de como contribuyentes responsables.
No se trata de nostalgia ni de idealizar el pasado.
Se trata de recuperar una verdad elemental: el poder solo se corrige cuando
encuentra resistencia organizada y legítima.
Mientras esa resistencia no exista, seguiremos
viendo cómo se legisla de espaldas a la realidad y cómo el sistema que tanto
costó construir se va erosionando, norma a norma, silencio a silencio.
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