Lo que realmente somos: del cuerpo material a la conciencia que lo anima

Cadena de ADN
En cada célula, la conciencia se observa a sí misma: el ADN como reflejo de la unidad de la vida.

 Ciencia, energía y conciencia se unen en una explicación clara sobre la naturaleza vibracional de la vida y la base de la terapia bioenergética.

José Manuel fernándrez Outeiral

Durante siglos, la humanidad se ha hecho una pregunta esencial: ¿qué somos en realidad? ¿Materia organizada por el azar, o conciencia manifestándose a través de la materia?

La ciencia moderna ha intentado responder desde la biología, la física y la neurociencia; la espiritualidad, desde la experiencia interior. Hoy sabemos que ambas perspectivas no se excluyen, sino que se tocan en un punto común: la vida es energía organizada por la conciencia.

1.      La materia viva: un orden invisible dentro del cuerpo

Si observamos el cuerpo humano desde su nivel más elemental, encontramos miles de millones de células que cooperan con precisión asombrosa. Cada una mantiene una diferencia eléctrica de aproximadamente –70 milivoltios, un delicado potencial que permite el intercambio de iones, nutrientes y señales químicas. Sin esa tensión eléctrica constante, la célula muere en segundos.

Este equilibrio se mantiene gracias a un campo electromagnético global que coordina todas las funciones vitales: la respiración, el pulso, la digestión, la regeneración. Es un hecho medible: el corazón y el cerebro emiten campos eléctricos y magnéticos detectables a varios metros del cuerpo, y cada órgano vibra en frecuencias específicas.

La ciencia lo llama homeostasis bioeléctrica; el terapeuta lo percibe como campo vital. Son dos formas de describir la misma realidad: un organismo no es solo un conjunto de reacciones químicas, sino un sistema de energía coherente. Y surge la primera pregunta decisiva: ¿Qué mantiene la coherencia de un sistema tan complejo y delicado durante décadas?

2.      El lenguaje biofísico del cuerpo

A finales del siglo XX, el biofísico alemán Fritz-Albert Popp demostró que todas las células vivas emiten luz en forma de biofotones: pulsos de radiación ultradébil que transportan información biológica. Esta “luz del cuerpo” no es un fenómeno residual, sino un lenguaje de comunicación entre tejidos, más rápido y sutil que cualquier vía química.

El ADN, situado en el núcleo de cada célula, actúa como antena receptora y emisora: absorbe fotones, los almacena y los libera según patrones precisos. En laboratorio, se ha observado que el ADN puede organizar los fotones emitidos en un estado  coherente, similar al de un láser. Esto sugiere que la materia viva utiliza la luz como vehículo de información y orden.

Al mismo tiempo, la epigenética ha confirmado que los genes no son estructuras rígidas, sino programas dinámicos que responden a señales del entorno: estrés, emociones, pensamientos, hábitos.
Cada célula escucha a su entorno y decide qué genes activar o silenciar.

De este modo, el cuerpo no se comporta como una máquina, sino como una red de comunicación inteligente. La biología moderna ha sustituido el antiguo dogma mecanicista por una visión basada en la información: La vida no se sostiene solo por reacciones químicas, sino por un flujo continuo de información electromagnética.

En última instancia, todo en el universo vibra. Desde el aroma efímero de una flor hasta la inmensa gravedad de un agujero negro, cada forma de existencia es una manifestación de frecuencia. La materia, la luz y el pensamiento son expresiones de un mismo principio vibracional: energía en diferentes grados de densidad. Comprender la naturaleza vibracional del universo nos permite reconocer que vivir en equilibrio es vivir en frecuencia, y que la conciencia actúa como el gran diapasón que afina todas las formas de vida.

3.      De la información a la conciencia

Llegados aquí, surge una pregunta natural: ¿De dónde procede esa inteligencia que organiza la información y mantiene el orden?

Algunos físicos —desde David Bohm hasta Roger Penrose— han planteado que el universo mismo es un campo de información consciente. Bohm lo llamó orden implicado: un nivel invisible donde todo está interconectado y del cual emerge el mundo físico que percibimos.

En biología, esta idea se refleja en el concepto de coherencia cuántica: cuando un sistema vivo funciona en armonía, cada una de sus partes está instantáneamente informada del estado del todo. En el cerebro, esta coherencia se manifiesta como sincronización neuronal; en la célula, como resonancia electromagnética.

La conciencia, entonces, no puede reducirse a un conjunto de neuronas. Surge de la interacción armónica de todas las partes del organismo con el campo global que las envuelve. Por eso, cada pensamiento afecta al cuerpo entero, y cada emoción deja una huella física medible.

El pensamiento no es un fenómeno secundario de la materia; es una forma organizada de energía que actúa sobre ella. En cierto sentido, la mente es un campo bioeléctrico que orienta la biología.

4.      La conciencia que habita en nosotros

Aquí la ciencia empieza a rozar el misterio que la filosofía llama alma. No se trata de una sustancia separada del cuerpo, sino de la conciencia que lo anima y organiza.

Imagina que sostienes una rosa. Sin tus sentidos, la flor no tendría color, ni aroma, ni textura. Tu cerebro no “registra” la flor: la crea como experiencia consciente. Tu ADN, compuesto por la misma materia vibrante que la flor, reconoce en ella una forma de sí mismo. En un nivel profundo, un campo de energía observa a otro campo de energía.

Durante un instante, los límites entre tú y la flor se disuelven.
Eres la conciencia que contempla y, al mismo tiempo, el objeto contemplado. Así opera la vida: la conciencia universal experimentándose a sí misma a través de infinitas formas.

Lo que llamamos Yo es simplemente el punto donde ese flujo universal de energía se vuelve consciente de sí mismo.

5.      La mente biológica y la energía que sana

Cuando un organismo pierde su coherencia energética, aparecen los síntomas. Cada desequilibrio físico es, en esencia, una pérdida temporal de sincronía entre la energía y la conciencia que la guía.

El Biomagnetismo Médico actúa precisamente en ese punto intermedio: restaura el equilibrio del campo magnético corporal, ayudando a las células a recuperar su voltaje ideal y a reactivar su capacidad natural de autorregulación.

Desde la física, esto se entiende como un reajuste de frecuencias;
desde la bioenergética, como una restauración de la comunicación interna; desde la conciencia, como un acto de comprensión profunda entre el cuerpo y su propio campo de vida.

Toda curación auténtica implica un cambio de percepción.
Cuando comprendemos, la energía se reorganiza.
Cuando aceptamos, el flujo vuelve a circular.
La verdadera medicina comienza en la conciencia.

6.      La vida como unidad

La biología nos enseña que el cuerpo muere y renace constantemente: millones de células se destruyen cada día mediante apoptosis, un proceso de muerte programada que permite la renovación de los tejidos. Morimos para seguir vivos.

La vida no lucha contra la muerte: coopera con ella. Ambas son expresiones de una misma inteligencia que busca equilibrio y evolución. Nada se pierde: la energía se transforma, la conciencia se expande.

Si observamos desde esa perspectiva, el universo entero es un organismo vivo. Cada átomo, cada célula y cada pensamiento forman parte de una danza cósmica en la que la energía se vuelve materia, y la materia, conciencia.

No somos materia que piensa, sino conciencia que organiza la materia. Cada célula es un pensamiento del universo aprendiendo a vivir.

7.      Existo, luego pienso

Durante siglos repetimos el axioma cartesiano “pienso, luego existo” como si el pensamiento fuera la fuente del ser. Pero la evidencia más íntima y profunda señala lo contrario: “existo, luego pienso.”
La existencia es anterior al pensamiento, y lo sostiene. Somos conciencia antes que razonamiento, presencia antes que idea.

El pensamiento es una función; la existencia, una “realidad”. El niño, el animal o el sabio iluminado son antes de aprender a pensar o antes de pensar que son. En ese simple reconocimiento —la conciencia de existir— comienza toda sabiduría. El pensamiento no crea la vida: la vida crea el pensamiento.

8.      Amarás a tu prójimo como a ti mismo

En los textos antiguos, esta frase no era un mandato moral, sino una afirmación ontológica. Si un principio omnisciente nos dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, es porque sabe que el prójimo y tú no sois dos realidades distintas, sino expresiones de una misma sustancia. No se trata de comparar amores, sino de reconocer la identidad entre ambos: el mismo ser que respira en ti es el que respira en todos.

Así lo expresaban también otras tradiciones antiguas:

“Tat Tvam Asi —Tú eres Eso.” (Upanishads)

“El que ve el Yo en todos los seres, y todos los seres en el Yo, no odia ni teme jamás.” (Īśa Upanishad)

“Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses.” (Templo de Delfos)

Solo desde esa comprensión puede existir el verdadero amor, que no es emoción, sino reconocimiento. Amar al otro como a uno mismo es amar la unidad de la conciencia que ambos comparten.

Epílogo: ciencia y espiritualidad, dos lenguajes de lo mismo

La ciencia nos muestra cómo funciona la vida. La espiritualidad nos enseña por qué. Cuando ambas convergen, aparece una comprensión nueva: la salud no es solo equilibrio químico, sino armonía entre cuerpo, energía y conciencia. La base del biomagnetismo y la bioenergética.

Comprender esto no nos aleja de la ciencia: la completa. La física cuántica, la biología de sistemas y la neurociencia de la conciencia ya apuntan hacia una misma dirección: el universo es relacional, interdependiente, informacional y, en última instancia, consciente.

Y en ese universo vivo, cada uno de nosotros es una célula pensante del gran cuerpo de la existencia.

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