Los jubilados: ¿nueva clase privilegiada o chivo expiatorio mediático?
Quienes levantaron el país merecen respeto, no sospecha.
Crítica a la narrativa económica y moral que culpabiliza a quienes sostuvieron el país durante décadas
José Manuel Fernández Outeiral
A
comienzos de octubre, varios medios de comunicación españoles publicaron —con
idéntico tono alarmista— que la Seguridad Social había agotado sus recursos
el 30 de septiembre y que el Estado tendría que cubrir, con nueva deuda, el
pago de las pensiones hasta fin de año. El titular parecía contable; pero el
mensaje que se deslizó después fue otro: los jubilados se habrían convertido
en una “nueva clase privilegiada”, con rentas superiores a las de muchos
trabajadores activos.
Esa
tesis, repetida sin matices, no solo es falsa: es moralmente indecente. Y
lo es porque convierte a quienes más aportaron en sospechosos de lujo,
ocultando las verdaderas causas del desequilibrio del sistema.
1.
La confusión interesada: todos en el mismo saco
Cuando
se habla de “los jubilados” como un bloque homogéneo, se comete la primera
injusticia. En el mismo saco se mezclan pensiones contributivas —fruto
de décadas de cotización— con pensiones no contributivas y asistenciales
(viudedad, orfandad, invalidez). No son lo mismo ni en origen ni en naturaleza
jurídica.
Los
pensionistas contributivos no reciben una ayuda del Estado, sino el
derecho que ellos mismos financiaron. No decidieron las reglas de cálculo,
ni las bases reguladoras, ni las edades de jubilación: todo eso lo fijaron los
técnicos y los legisladores. Confundir su legítima retribución con una
subvención es, además de injusto, un insulto a la inteligencia colectiva.
Conviene
recordar que el sistema de pensiones español se basa en el principio de
solidaridad intergeneracional: los trabajadores activos financian las
pensiones de los jubilados, con la garantía de que las generaciones futuras
harán lo mismo por ellos. Pero a diferencia de otros modelos, como el noruego,
en el que una parte de las cotizaciones se capitaliza en un fondo soberano
gestionado con transparencia y rentabilidad, en España la cotización es
obligatoria y no ofrece alternativa privada. Ninguno de los actuales
pensionistas pudo elegir a qué sistema aportar, ni capitalizar sus
ahorros, ni decidir cómo invertir sus cotizaciones. Cumplieron con la ley,
década tras década, confiando en un Estado que debía administrar bien ese
dinero y que hoy les acusa, paradójicamente, de ser la causa del déficit. No
se puede culpabilizar a quienes cumplieron las reglas cuando son las
instituciones las que las han vulnerado.
2.
La “hucha” vacía y la memoria selectiva
El
llamado Fondo de Reserva de la Seguridad Social, conocido popularmente
como la “hucha de las pensiones”, alcanzó su máximo histórico en 2011 con
unos 66.815 millones de euros, según el informe anual presentado ante el
Congreso (cifra citada por El Economista y Datadista). Durante
los años de crisis, ese fondo fue utilizado para sostener el sistema y,
posteriormente, para cubrir déficits estructurales. Hoy apenas supera
los 10.000 millones de euros (datos del Ministerio de Inclusión, febrero
de 2025).
Pero
lo que los medios no dicen es en qué se fue aquel dinero. Durante la
crisis financiera, una parte importante se empleó para rescatar al sistema
bancario. Mientras tanto, la deuda pública española se duplicó, los
rescates empresariales se multiplicaron y nadie se escandalizó.
La
hucha de los pensionistas se vació; la de los políticos sigue rebosando.
3.
Los verdaderos agujeros del Estado: televisiones, chiringuitos y 450.000 cargos
políticos
Mientras
se señala al jubilado como culpable del déficit, nadie se atreve a mirar
hacia el auténtico sumidero del dinero público: un aparato político
hipertrofiado que mantiene a casi medio millón de cargos entre
ministerios, autonomías, diputaciones, ayuntamientos, mancomunidades, empresas
públicas y fundaciones. Cerca de 450.000 políticos viven del
presupuesto, muchos de ellos sin otra función que sostener el tinglado
partidista y sus clientelas.
A
eso se suman las televisiones públicas, convertidas en carísimos
órganos de propaganda, con presupuestos superiores a los de
universidades enteras, y una red de “chiringuitos subvencionados”
que duplican tareas, fabrican estadísticas y reparten prebendas ideológicas.
Según
datos de Civio y Fedea, el coste anual de televisiones públicas y entes
autonómicos supera los 1.200 millones de euros, a lo que se añaden más
de 20.000 millones en gasto político y subvenciones duplicadas. Mientras el
trabajador soporta una presión fiscal récord y el jubilado ve amenazada su
pensión, el Estado mantiene con cargo al contribuyente una legión de
intermediarios ideológicos que ni producen ni sirven al bien común. La
política se ha transformado en un negocio de mantenimiento propio, un sistema
de castas donde el mérito ha sido sustituido por la obediencia y la propaganda
por el pensamiento. Y el resultado es este: un país con demasiados
portavoces y muy pocas conciencias.
4.
Un sistema fiscal con privilegios territoriales
A esta desigualdad se suma otro elemento que raramente se menciona: el régimen foral del País Vasco y Navarra, conocido como cupo y convenio, mediante el cual ambas comunidades recaudan sus propios impuestos y pagan al Estado una cantidad negociada para financiar servicios comunes.
En la práctica, ese cupo representa una contribución sensiblemente menor por habitante que la del resto de España, lo que significa que las pensiones y los servicios del conjunto del Estado se sostienen en parte con el esfuerzo desigual de los contribuyentes de otras regiones.
Resulta paradójico que, mientras los medios acusan a los jubilados de “vivir por encima de sus posibilidades”, el propio Estado mantenga privilegios fiscales que quiebran el principio de solidaridad nacional. Los pensionistas de Castilla, Andalucía, Galicia o Extremadura —que cotizaron durante décadas al mismo sistema común— acaban subsidiando a territorios con mayor renta per cápita y menor esfuerzo contributivo real. Esa es la verdadera fractura del sistema: no entre generaciones, sino entre ciudadanos desigualmente tratados por el mismo Estado que debería protegerlos por igual.
5. La realidad de los
pensionistas españoles
Según el Ministerio de Inclusión,
la pensión media contributiva en abril de 2025 fue de 1.309 euros
mensuales, y menos del 5 % de los pensionistas percibe la pensión
máxima. La mayoría vive con ingresos modestos, erosionados por la
inflación, los costes energéticos y los gastos sanitarios. Comparar esas cifras
con los salarios precarios de muchos jóvenes solo demuestra otra cosa: la
degradación del mercado laboral, no el lujo de los jubilados.
Y
conviene recordarlo: muchos mayores sostienen hoy a sus hijos y nietos,
asumiendo cargas familiares que el Estado no cubre. Lejos de ser una carga, han
vuelto a ser el último dique de contención social.
6.
La estructura demográfica: el problema real
La
ratio cotizante/pensionista ha caído ya por debajo de 2 en la mayoría de
las provincias. Según proyecciones del INE y la AIReF, España
pasará de 9,5 millones de pensionistas actuales a más de 15 millones en 2050,
con una tasa de dependencia superior al 60 %. Ese desequilibrio no se resolverá
culpando a los jubilados, sino repensando el modelo laboral, la natalidad y
la productividad.
La
Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA) estima que el gasto
público en pensiones alcanzará el 17 % del PIB en 2050, lo que exige
reformas racionales y una gestión honesta, no linchamientos mediáticos.
7.
La memoria histórica que los medios ignoran
La
generación hoy jubilada fue la que levantó el país tras la posguerra y la
transición, la que cotizó durante más de cuarenta años, la que sostuvo las
instituciones y consolidó una democracia imperfecta, sí, pero viable. Algunos
de sus miembros, como mi propio abuelo, tenían números de afiliación de un
solo dígito en el antiguo Instituto Nacional de Previsión: fueron
literalmente fundadores del sistema.
Esa
memoria merece respeto. Reducirla a una estadística contable es un ejercicio de
amnesia colectiva que degrada a quien la practica.
8.
Entre el olvido y la ingratitud
En
una época donde la memoria colectiva se desvanece, los jubilados se han
convertido en el blanco fácil de un relato diseñado para distraer. Mientras los
verdaderos responsables del endeudamiento nacional permanecen invisibles, los
mayores son retratados como “rentistas” de un sistema que ellos mismos
financiaron.
Los medios que deberían fiscalizar al poder han elegido culpar a quienes ya
lo sostuvieron. Es la paradoja moral de un país que confunde el mérito con
el privilegio y la gratitud con el agravio.
9.
Un llamamiento a la lucidez
España
necesita un debate honesto sobre el futuro de su sistema de pensiones, pero
también una revisión ética de su discurso público. No se puede construir
cohesión social culpando a quienes han pagado durante toda una vida el
precio de la estabilidad. Los jubilados no son una “clase parasitaria”: son
la base moral y económica de una nación que, en gran parte, les debe lo que
es.
La
juventud actual ha recibido una democracia, un sistema sanitario y un marco de
derechos construido por aquellos a quienes hoy algunos medios desprecian. Esa
herencia no es perfecta, pero fue un regalo. Y sería trágico que una generación
la devolviese envuelta, no en celofán, sino en desdén y desmemoria.
Porque
una nación que desprecia a quienes la construyeron está firmando su propio
certificado de decadencia. Y solo el reconocimiento —no la ingratitud—
podrá restaurar el alma de un pueblo. Cuando volvamos a honrar el trabajo, la
memoria y la verdad, quizás también volvamos a merecer la palabra
“progreso.”
Santiago
de Compostela, octubre de 2025.


 
 
 
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