Confucio más allá del mito: política, ética y responsabilidad ciudadana

 

“Confucio, filósofo chino, maestro de ética y política”.
Confucio, filósofo chino de la antigüedad

José Manuel Fernández Outeiral

Confucio, uno de los grandes sabios de Oriente, sigue siendo hoy una figura viva y polémica. A lo largo de la historia, su nombre fue manipulado por emperadores y burócratas, convertido en dogma o combatido como enemigo. Pero detrás de esos usos políticos late todavía un hombre real, cuyas palabras y silencios nos interpelan en este tiempo de crisis.

Un buen traductor decía que su tarea consiste en ser “el hombre invisible”: cuanto menos se nota su mano, mejor ha cumplido su misión. Y, sin embargo, cuando se trata de Confucio, la invisibilidad es imposible. Durante más de dos mil años, emperadores, burócratas, revolucionarios e intelectuales han manipulado, usado o combatido sus palabras hasta transformarlas en un dogma, en un ídolo… o en un enemigo.

El Confucio real no fue un busto solemne ni un predicador aburrido, sino un hombre vivo, apasionado, a veces incluso excesivo. Le gustaba la música hasta perder el apetito durante semanas, lloraba con desgarro por la muerte de sus discípulos, cazaba, viajaba y se arriesgaba en empresas políticas que, en su tiempo, resultaron un fracaso.

Ese Confucio humano fue transformado por la China imperial en símbolo de obediencia. El “confucianismo oficial” conservó solo sus frases sobre la sumisión a la autoridad y dejó en la sombra su espíritu crítico, su exigencia de justicia social y su llamada a los intelectuales a enfrentarse a los gobernantes injustos, incluso a riesgo de la vida.

El resultado es que muchos chinos cultos del siglo XX llegaron a asociar su nombre con tiranía y oscurantismo. Pero el texto vivo de Las Analectas nos devuelve a un hombre distinto: un maestro que no se deja encerrar en etiquetas, cuya voz todavía resuena con frescura después de veinticinco siglos.

Una de sus enseñanzas resume bien esta diferencia:

“Gobernar con virtud es como la estrella polar: permanece inmóvil en su lugar mientras todas las demás giran en torno a ella.” (Analectas, II, 1)

Leer a Confucio hoy es como mirar un clásico desnudo de ornamentos: sus frases cortas y sus silencios recuerdan a los Evangelios en su sencillez y enigma. En ellas late la convicción de que la política es extensión de la ética, de que la educación es un camino para todos y de que el verdadero poder debe basarse en la fuerza moral.

Sé bien, por experiencia propia, lo difícil que es mantenerse fiel a la voz de un Maestro. Yo mismo traduje casi toda la obra de Bhagavan Das del inglés al castellano, y descubrí entonces la delicada tarea de transmitir la esencia de un pensamiento sin traicionar su espíritu. Por eso valoro especialmente las traducciones que buscan no solo exactitud filológica, sino también afinidad de almas.

Además de Confucio, he leído a Lao Tsé —quizá discípulo suyo, quizá espíritu paralelo—, y coincido con Elías Canetti: la lectura conjunta de estos dos Maestros ofrece un retrato único de la sabiduría de Oriente. A ellos me atrevo a añadir al que considero también mi Maestro, Bhagavan Das, cuyas obras, junto a los Vedas y Upanishads, atesoran la sabiduría más antigua y venerada de la humanidad. Constituyen, sin duda, el relato intelectual y espiritual más completo del ser humano.

Y, sin embargo, al mirar el presente, la distancia entre esa sabiduría y nuestros dirigentes actuales parece sideral. Algunos de nuestros legisladores y gobernantes están tan alejados de estas enseñanzas como nuestra tierra de la galaxia de Andrómeda. Gobiernan desde la improvisación, la codicia o el cálculo electoral, sin preguntarse nunca por el bien común ni por la rectitud moral que Confucio consideraba el fundamento mismo del poder.

Al mirar al presente, surge una pregunta inevitable: ¿en este siglo y en el anterior no hemos tenido filósofos, pensadores o maestros cuya altura moral pudiera inspirar a nuestros dirigentes? ¿O acaso no los han estudiado?

En la antigua Grecia, en Roma o en la China clásica, se entendía que gobernar era un arte que requería aprendizaje. Existían escuelas de filosofía y de ética que preparaban a los futuros líderes para ejercer el poder con justicia. Hoy, en cambio, no hay academias para formar a los políticos en virtud, como sí las hay para ingenieros, médicos o juristas. Se gobierna improvisando, sin una base sólida en filosofía ni en moral, y así nos va: líderes sin brújula interior en un mundo que reclama dirección.

En una conocida película se plantea esta escena: un profesor universitario pregunta a su alumno qué espera aprender en Ciencias Políticas. El joven responde con entusiasmo: “cómo llegar al poder, cómo mantenerse en él, cómo vencer a mis adversarios”.

El profesor guarda silencio y luego replica: “¿Y sobre la justicia? ¿Y sobre el servicio al bien común? ¿Eso no lo enseñan aquí?”.

Ese breve diálogo refleja con claridad el vacío actual: formamos estrategas, pero no servidores; políticos de cálculo, pero no estadistas de conciencia.

Pero sería injusto cargar toda la culpa únicamente sobre los gobernantes. También los votantes, allí donde todavía es posible votar, tienen una enorme responsabilidad. Son ellos quienes, a menudo con un pensamiento sectario o movidos por la inercia de la propaganda, hacen posible que populistas ignorantes lleguen al poder.

¿No piensan en el mundo que dejarán a sus hijos y nietos cuando votan sin conciencia, arrastrados por consignas y emociones pasajeras? La democracia no debería reducirse a depositar un papel en una urna cada cuatro años, sino a un ejercicio constante de reflexión, ética y responsabilidad colectiva. Sin ciudadanos conscientes, ningún sistema político puede producir dirigentes dignos.

Confucio enseñaba que el gobierno no debía basarse en leyes ni castigos, sino en el ejemplo moral. Decía: “Si el rey es recto, ¿cómo podría atreverse nadie a ser deshonesto?”. Pero hoy nuestros líderes creen que basta con más normas, más decretos y más propaganda. El resultado es la desconfianza, la fractura y el deterioro de la vida pública.

Quizá por eso Confucio sigue siendo incómodo. No es un profeta de sumisión, sino un hombre que fracasó en vida en su intento de transformar el mundo y que, sin embargo, inspiró a generaciones enteras a seguir buscándolo.

Confucio sigue hablando, no desde un pedestal, sino desde la vida cotidiana: desde la música, la amistad, la educación, la política. Y, sobre todo, desde su capacidad de callar donde las palabras ya no alcanzan.

Tal vez por eso —como escribió Elías Canetti— Las Analectas de Confucio constituyen el retrato intelectual y espiritual más antiguo y completo de un hombre. Y ese hombre, aún hoy, nos interpela con una pregunta urgente:

¿Qué significa ser humano y justo en un tiempo de crisis?

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