El dolor humano: una experiencia universal

                                                                                
Escultura religiosa en mármol que representa la Piedad: la Virgen María sostiene a Cristo muerto, símbolo de compasión, dolor y amor espiritual.

La Pietá: El dolor humano elevado a compasión

José Manuel Fernández Outeiral

El dolor humano forma parte inevitable de la vida. A lo largo de la historia, todas las culturas lo han experimentado y reflexionado sobre él, pero lo que cambia es el sentido que le damos y cómo aprendemos a transformarlo.

En medio de una multitudinaria concentración humana, me detuve a observar durante largo rato el ir y venir de las personas. Rostros anónimos, pasos apresurados, gestos distraídos… y, de pronto, la imagen me golpeó: éramos como barcos a la deriva, sin conocer del todo nuestro origen ni nuestro destino.

Lo más duro de aceptar, pensé, es que la mayoría de nosotros ni siquiera llegamos a darnos cuenta de ese sufrimiento. Como decía Ouspensky, vivimos “dormidos”, moviéndonos como autómatas, a veces como fantasmas de nosotros mismos, con el alma completamente olvidada, abandonada. Esa misma idea la he desarrollado más ampliamente en Peregrinos de la Eternidad, donde exploro los distintos estados de conciencia y el largo viaje del alma hacia el despertar.

Y ante esa visión, no pude sentir lástima, sino una extraña mezcla de compasión y reconocimiento. Porque al mirarlos, me veía también a mí mismo, con mis propias rutinas, distracciones y extravíos.

Pensé: pasamos la mayor parte de nuestras vidas comiendo, durmiendo, discutiendo o entreteniéndonos con lo que nos ofrecen los móviles y las pantallas… como hámsters dando vueltas en la rueda. Malgastando los días sin volver la mirada hacia lo único que realmente importa: el verdadero ser que nos habita.

Pero, por otra parte, también intuyo que todo esto debe ser necesario para nuestro aprendizaje. Quizá es lo que nos toca vivir en esta etapa, y solo Dios sabe en cuántas más será preciso repetir la lección hasta comprender.

De aquella contemplación brotaron unas preguntas que todavía hoy me acompañan. No surgieron como un grito de rebeldía, sino como un ruego sincero, casi tembloroso, dirigido a lo divino:

¿Es necesario tanto sufrimiento humano?

Todo lo que escribo nace de una certeza íntima: que somos inmortales e hijos de una Conciencia Mayor. Y, sin embargo, lo que regresa una y otra vez a mi interior —y también al de muchos otros buscadores— no es la duda sobre Dios, sino el desconcierto ante el misterio del sufrimiento:

¿Es necesaria tanta desgracia para mayor gloria de Dios?
¿Tanto dolor para que el Creador pueda experimentarse a través de nosotros?
¿Son estas preguntas blasfemias, o puedo hacérselas a mi Padre sin temor a represalias?
¿Desde cuándo un Padre castiga a su hijo por la sinceridad de sus preguntas?

Hoy me atrevo a creer que estas preguntas no son pecado: son oración verdadera. Porque la sinceridad de la duda ante el dolor, lejos de alejarnos de la fe, suele ser el camino más honesto hacia ella

Las respuestas que me llegan desde Oriente

Buda nos recuerda en su primera noble verdad que la vida es sufrimiento (dukkha), no como castigo, sino como condición inherente de la existencia condicionada. La raíz no es Dios, sino nuestra propia ignorancia y apego. El sufrimiento es, así, maestro y puerta al despertar.

En el Bhagavad Gita, Krishna enseña a Arjuna que la vida es un campo de batalla (Kurukshetra). El dolor es parte del deber (dharma), pero también un escenario donde el alma aprende a recordar que su destino no es la derrota, sino el regreso a la Unidad.

Los Upanishads proclaman que el Atman, el espíritu en nosotros, nunca sufre. El dolor pertenece al mundo de la ilusión (maya). Descubrir esta verdad es el “segundo nacimiento” del que hablan los sabios: despertar a nuestra identidad eterna con Brahman.

El Taoísmo nos ofrece otra clave: no hay luz sin sombra, ni gozo sin dolor. El Tao se expresa en los opuestos, que no son errores, sino equilibrio dinámico de la totalidad.

Las respuestas desde Occidente

Sócrates enseñaba que el mal y el sufrimiento proceden de la ignorancia. Nadie elige el mal conscientemente: al conocer la Verdad, nos liberamos del error y del dolor innecesario.

Platón veía este mundo sensible como una sombra imperfecta del mundo de las Ideas. El sufrimiento es parte de la cárcel del cuerpo; la filosofía es preparación para la liberación del alma.

Los estoicos —Epicteto, Séneca, Marco Aurelio— insistían en que no controlamos los golpes del destino, pero sí nuestra actitud. “El sufrimiento no depende de lo que sucede, sino de cómo lo juzgamos.” Lo que yo interpreto como: el dolor viene de serie, pero el sufrimiento es opcional.

El Cristianismo aporta la imagen de Cristo en la cruz: el sufrimiento como ofrenda de amor y entrega, no para glorificar el dolor, sino para mostrar que el amor es capaz de abrazarlo y transfigurar su sentido.

San Agustín explicó que el mal y el dolor no son sustancias, sino ausencia de Bien, una sombra allí donde la luz todavía no llega.

Nietzsche proclamó: “Lo que no me mata, me hace más fuerte.” Para él, el dolor era motor de superación, forja de un ser humano capaz de crear sentido.

Y en el siglo XX, Viktor Frankl, superviviente de los campos de concentración, resumió: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.”

Esa misma búsqueda de sentido, pero trasladada al diálogo entre ciencia y espiritualidad, es la que intenté abordar en Lo que la Ciencia Olvidó, un intento de recordar que somos más que materia y que el espíritu es la clave olvidada de nuestra existencia.

De Oriente aprendemos que el dolor es maestro y maya. De Occidente, que el dolor puede ser asumido como camino de virtud, redención o fortaleza.

Yo creo firmemente que Dios no necesita del dolor para glorificarse. El Creador no experimenta a costa de nuestra desgracia; el dolor surge del contraste de la existencia, del olvido de nuestra esencia, y se convierte en llamada de retorno al Hogar.

Preguntar a Dios, incluso con rebeldía, no es blasfemia. Es confianza filial. Ningún Padre amoroso castiga a un hijo por preguntar desde el corazón. El verdadero silencio de Dios no es indiferencia, sino una invitación a descubrir que las respuestas estaban ya en nuestra alma.

Estas preguntas —sobre el sentido del dolor, la rutina humana y el despertar espiritual— han aparecido también en obras literarias y filosóficas modernas. Quien desee profundizar puede acercarse a algunos de estos textos:

  • Jorge Luis Borges, El Aleph (1949)
    Un punto que contiene todos los puntos del universo. Borges muestra cómo la mayoría vive sin ver la totalidad, ciega al misterio que la rodea.
  • Jean-Paul Sartre, La Náusea (1938)
    Novela existencialista donde el protagonista experimenta el sinsentido y la angustia de una existencia mecánica.
  • Albert Camus, El mito de Sísifo (1942)
    Ensayo sobre el absurdo: el hombre empuja cada día la roca de la rutina, pero la conciencia puede transformar esa condena en libertad.
  • Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883-1885)
    Retrato de los “últimos hombres”, seres satisfechos con lo superficial, que no buscan nada más alto que la comodidad.
  • Hannah Arendt, La condición humana (1958)
    Crítica a la modernidad que reduce la vida al “animal laborans”: producir, consumir y repetir, olvidando la acción y la reflexión.
  • Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (1964)
    Denuncia de la sociedad de consumo, que produce individuos incapaces de cuestionar el sistema ni de aspirar a la trascendencia.

Al final, cada dolor que atravesamos puede convertirse en una oportunidad de crecimiento. No somos únicamente el sufrimiento que cargamos, sino también la conciencia capaz de darle sentido y de aprender de él.

Cuando llegamos a comprender esto, la vida entera se transforma en una escuela: cada experiencia, incluso la más difícil, nos enseña algo y nos acerca un poco más a nuestro verdadero origen. Este mismo anhelo de comprensión lo relaté también en La Hora de la Humanidad, donde mi propia experiencia de fragilidad me llevó a reflexionar sobre el destino común que compartimos como especie. 

Cada lágrima puede recordarnos que existe una fuente de consuelo. Cada caída puede mostrarnos la fuerza de volver a levantarnos. Cada instante, incluso el más oscuro, puede contener la semilla de una nueva luz. Cuando parece que una puerta se cierra, en realidad se abren cien.

Porque más allá de todo lo pasajero permanece el Espíritu: eterno, universal, indivisible. Y en ese reconocimiento encontramos una paz más profunda, una paz que no depende de lo que ocurre en el mundo, sino que lo trasciende.

Con todo mi corazón, deseo paz para todos.


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