El Camino de Vuelta: Cuando la experiencia se transforma en sabiduría.
El camino de vuelta no está fuera, sino dentro: cada paso nos acerca a la luz del origen.
Explora el Camino de Vuelta, un viaje de autoconocimiento y reencarnación. Descubre las enseñanzas espirituales y el despertar de la conciencia.
José Manuel Fernández Outeiral
"Se equivocan mucho quienes
confunden el Espíritu o inteligencia (nous) con el Alma (psyché). Igualmente,
se equivocan quienes confunden el Alma (psyché) con el cuerpo (soma). De la
unión del Espíritu con el Alma surge la Razón; de la unión del Alma con el
Cuerpo surge la Pasión. De estos tres elementos, la Tierra ha dado el Cuerpo;
la Luna ha dado el Alma, y el Sol ha dado el Espíritu, de modo que el hombre
justo, consciente de todo esto, es a la vez, durante su vida física, habitante
de la Tierra, la Luna y el Sol."
PLUTARCO (De Isis y Osiris)
"La tierra cubre la carne; la
tumba rodea la Sombra; el Inframundo tiene a los Manes; el Espíritu aspira a
las estrellas."
Famoso aforismo del clásico DENIUS.
PRÓLOGO
Si yo, mi venerado Señor, manejara el
arado, cuidara de un rebaño, cultivara un huerto o remendara una prenda, nadie
me miraría, pocos me prestarían atención, casi nadie me reprendería, y sería
sencillo agradar a todos. Sin embargo, como me dedico a explorar los campos de
la naturaleza, a nutrir el alma, a cultivar la mente y a ser un hábil artesano
en los hábitos del entendimiento, resulta que quien me observa me puede amenazar,
quien me mira me puede asaltar, quien llega hasta mí me puede herir, y quien me
comprende me puede consumir. No es solo uno, ni unos pocos; son muchos, son
casi todos. Hay una única cosa que me tiene cautivado: esa por la cual soy
libre en la esclavitud, alegre en el dolor, rico en la necesidad y vivo en la
muerte; esa misma por la cual no envidio a quienes son esclavos en la libertad,
encuentran tristeza en el placer, son pobres en la abundancia y están muertos
en vida. No hay grandeza que los libere, ni perseverancia que los levante, ni
luz que los ilumine, ni ciencia que los reviva.
Por eso, no doy marcha atrás, aunque
mis pies se cansen en el arduo camino; no retiro mis brazos del trabajo que se
me presenta, aunque me falten las ganas; no me vuelvo de espaldas al enemigo
que me ataca, ni aparto mis ojos, deslumbrado, del divino objetivo.
Así pues, Señor, que tus dioses y santos
me aparten de quienes me odian injustamente, que Tú siempre me seas favorable,
que los gobernantes del mundo se miren con buenos ojos, que los astros adecuen
la semilla al campo y el campo a la semilla, y que el fruto de mi trabajo sea
útil, despertando el espíritu y abriendo el entendimiento, en las cosas
importantes, de aquellos que lo necesiten. Porque yo, ciertamente, no finjo, y
si me equivoco, no creo, en verdad, estar en error, y cuando hablo y escribo,
no lo hago por el mero placer de vencer (pues considero indigna y sin honor
toda victoria en la que no reside la verdad), sino que por amor a la verdadera
sabiduría y por deseo de auténtica contemplación, me fatigo y me esfuerzo.
Y a ti, querido lector, te confieso
que este escrito nace de una intención profundamente sincera y personal. No
está pensado para servir a otros ni para alcanzar ningún tipo de
reconocimiento, pues tales propósitos no forman parte de mis aspiraciones. He
puesto estas palabras aquí únicamente para mis seres queridos, mis amigos, y
aquellas personas que han compartido momentos de mi vida. Cuando yo ya no esté
—y eso, aunque tarde, será inevitable—, espero que en estas páginas encuentren
algo de mis pensamientos, mis costumbres y preferencias, para que la memoria de
lo que fui permanezca un poco más viva y cercana. Aunque solo sea durante una generación más.
Si mi objetivo fuera ganarme la aprobación de otros, habría tratado de adornar este texto con artificios y embellecimientos. Pero prefiero presentarme de forma simple, directa, sin apariencias, pues aquí estoy escribiéndome a mí mismo. Verás, por tanto, mis defectos expuestos, mis imperfecciones y mi modo auténtico, tanto como me lo permita el juicio de quien me lea. Si me encontrara en una sociedad que disfrutara aún de la libertad de otros tiempos más naturales, no dudaría en ser más transparente aún, sin reservas ni disfraces. Pero este tiempo de fariseísmo no da para tanto. Así que, querido lector, me hago a mí mismo el tema de estas páginas; es una especie de retorno a lo que soy, un camino de vuelta. Quizás lo encuentres algo simple y sin mucha sustancia, y quizá tengas razón al verlo así.
SOBRE LOS LIBROS
No tengo duda alguna de que, con
frecuencia, hablo de temas que los expertos dominan mucho mejor que yo. Lo que
comparto aquí es simplemente un ensayo de mis habilidades naturales, no de las
adquiridas. Si alguien detecta mi ignorancia, no me ofende, ya que difícilmente
voy a rendir cuentas a los demás por mis opiniones cuando ni siquiera respondo
ante mí mismo, ni estoy satisfecho con ellas. Si alguien busca conocimiento,
que lo busque allí donde esté. Por mi parte, no pretendo ser un experto. Estos
son mis pensamientos, y con ellos no intento enseñar nada, sino darme a
conocer.
Quizás en algún momento llegue a
entender más o quizás lo haya entendido mejor en el pasado, dependiendo de
dónde me haya llevado la vida. Pero ya no lo recuerdo. Y aunque soy un lector
constante, mi memoria es muy limitada.
Por lo tanto, no garantizo ninguna
certeza, excepto mostrar hasta dónde llega en este momento mi entendimiento. No
busco que se preste atención a los temas, sino a la forma en que los trato. En
lo que tomo prestado, me esfuerzo por seleccionar lo que pueda dar valor y
apoyar mis propias ideas, que siempre son originales. Hago que otros hablen, no
como maestros, sino como acompañantes, expresando lo que yo no puedo decir con
la misma perfección, ya sea porque mi lenguaje es pobre o porque lo es mi
juicio.
No cuento mis préstamos, los valoro
por su peso. Si hubiese querido acumular citas, habría llenado mis
comunicaciones con el doble de ellas. La mayoría de las veces, provienen de
autores tan famosos y antiguos que creo que se nombran suficientemente sin mi
ayuda. Si trasplanto alguna idea o argumento a mi propio terreno y los mezclo
con los míos, oculto deliberadamente el autor, para frenar la tendencia de
quienes critican rápidamente los escritos, especialmente los recientes.
Quiero que, si alguien encuentra un
error, me lo atribuya a mí, no a Plutarco o a Séneca, cuyos nombres uso como
escudo para ocultar mis debilidades. Me gustaría que alguien pudiera
criticarme, no por la cantidad de citas que uso, sino por la claridad de mi
juicio y la habilidad para reconocer la belleza de las palabras. A menudo me
doy cuenta de que, al leer autores clásicos, hay ciertas ideas que encuentro
hermosas, pero que no sé cómo vestirlas con mis propias palabras.
Me veo obligado a ser honesto conmigo
mismo: si me confundo, si hay vanidad o error en mis palabras que no soy capaz
de ver por mí mismo, debo admitirlo cuando otro me lo señala. Porque a menudo
nuestras faltas nos son invisibles, pero el verdadero defecto es no poder reconocerlas
cuando otros las exponen.
No busco la ciencia por la ciencia
misma, sino una comprensión que me permita vivir mejor y, sobre todo,
prepararme para morir bien. No deseo romperme la cabeza por la erudición. En
los libros busco simplemente un entretenimiento honesto, algo que ocupe mi
mente de forma agradable. Y si estudio, es con el propósito de entenderme mejor
a mí mismo.
No tengo paciencia para los problemas
difíciles que encuentro en los libros; si me tropiezo con alguno, lo dejo a un
lado después de un par de intentos. A la edad de veintitrés años, en la flor de mi vida, me jactaba de
resolverlos todos, sin que me importase el tiempo empleado. Ahora no me
interesa perderme en ellos ni perder el tiempo. Tengo una mente inquieta que no
soporta la rigidez. Lo que no comprendo de inmediato, lo dejo para otra ocasión.
Prefiero disfrutar del aprendizaje de forma ligera, sin forzarme, pues la
constancia y el esfuerzo excesivo solo nublan mi juicio y me cansan.
Si un libro me desagrada, simplemente
busco otro. Solo recurro a la lectura cuando el aburrimiento de la inactividad
comienza a apoderarse de mí. Me atraen más los libros antiguos que los nuevos.
Actualmente, preparándome como estoy para el tránsito, prefiero traducir del
inglés al castellano, con enorme esfuerzo, los libros de sabiduría oriental. Me
resultó muy difícil al principio, por sus términos en sánscrito, una lengua que
ignoro completamente. Pero su sabiduría milenaria me tiene cautivado por completo.
Algo dentro de mí sabe, con toda certeza, que lo que allí se dice con respecto
a la vida y la muerte, es toda la verdad.
Entre las lecturas que me proporcionaron
placer y aprendizaje, valoro especialmente a Plutarco y Séneca. Ambos me
resultaron útiles porque presentan sus ideas en pequeños fragmentos, lo que no
exige un esfuerzo prolongado que mi mente no está dispuesta a soportar.
Plutarco es constante y uniforme, mientras que Séneca es más variado y
apasionado. Uno nos guía con calma, el otro nos empuja con fuerza. No me olvido
de Pitágoras, Aristóteles o Platón.
En cuanto a Cicerón, sus escritos
filosóficos, especialmente sobre moral, son los que mejor se ajustan a mis
intereses. Pero, para ser honesto, su estilo me resulta tedioso. Sus largas
introducciones, definiciones y divisiones ocupan gran parte de sus obras, y
después de una hora de lectura, me siento como si hubiese obtenido muy poco.
Prefiero discursos que vayan al grano, que ofrezcan razones sólidas desde el
principio, sin rodeos ni adornos innecesarios.
Los historiadores son, sin duda, mi
lectura favorita, ya que en ellos encuentro reflejada la diversidad y
complejidad de la naturaleza humana. Pero prefiero aquellos que escriben sobre
las vidas de individuos, enfocándose en sus decisiones internas más que en los
grandes acontecimientos. Por eso, Plutarco es mi autor de referencia. Me
gustaría tener más relatos como los de Diógenes Laercio, para conocer tanto las
opiniones de los filósofos como las historias de sus vidas.
Finalmente, en cuanto a los libros de
historia, valoro aquellos escritos por quienes participaron directamente en los
eventos que describen, como César. Su obra no solo es valiosa por su contenido
histórico, sino por la elegancia y pureza de su estilo. Sin embargo, me gustan
tanto los historiadores que simplemente relatan los hechos como aquellos que
aportan un análisis profundo, siempre que no distorsionen los eventos para
ajustarlos a sus propias opiniones.
DE CÓMO LOGRAR EL MISMO OBJETIVO POR
CAMINOS DISTINTOS
La manera más común de apaciguar a
quienes hemos ofendido, cuando tienen el poder de vengarse y dependemos de su
voluntad, suele ser apelando a su compasión y mostrando humildad. No obstante,
la valentía y la firmeza —métodos completamente opuestos— han llevado también,
en ocasiones, al mismo resultado.
Ambos enfoques me resultan
comprensibles, pues tengo una sensibilidad especial hacia la compasión y la
humildad. Creo que me rendiría más fácilmente ante la bondad que ante la
admiración. Sin embargo, los estoicos veían la piedad como una debilidad. Aceptaban
que ayudáramos a quienes sufren, pero sin ablandarnos ni compadecernos. Quizás
tenían razón en este enfoque.
Dado que a menudo me siento fuera de
lugar en la actualidad, vuelvo mi mirada hacia otras épocas, y me cautiva en
particular la Roma antigua en sus momentos de libertad, justicia y grandeza —no
tanto sus inicios ni su decadencia—, que despierta en mí una profunda
fascinación.
SOBRE LA EMOCIÓN DE LA TRISTEZA
No soy de los que se dejan llevar por
esta emoción, y tampoco le otorgo un valor especial, aunque parece que el
mundo, de manera unánime, le ha conferido un lugar de honor. Se la ha vestido
de sabiduría, virtud y consciencia, sobre todo el mundillo de las artes; una
especie de adorno absurdo y exagerado. En realidad, es una emoción siempre
dañina, siempre irracional, y para los estoicos, es algo prohibido en el sabio,
pues la ven como una muestra de debilidad y bajeza.
Por eso, los poetas imaginaron a
Níobe, esa madre desdichada que perdió primero a sus siete hijos y luego a sus
siete hijas, y terminó convertida en roca. Con esta imagen, nos hablan del
asombro oscuro y profundo que nos deja inmóviles cuando las desgracias nos
superan y no tenemos fuerzas para resistir.
Cuando la pena es extrema, su impacto
nos arrebata cualquier capacidad de acción, como si el alma se congelara. Así
ocurre cuando recibimos una noticia que nos golpea en lo más profundo: quedamos
inmóviles, sin fuerzas para movernos o reaccionar. Pero cuando el alma se rinde
finalmente al llanto y a la lamentación, parece liberarse, despejarse y hallar
un cierto consuelo y calma.
Del mismo modo, no es en el momento
más intenso del dolor o la exaltación cuando somos capaces de expresarnos con
palabras o razonamientos; en ese instante, el alma está sumida en pensamientos
profundos, y el cuerpo, debilitado por el peso de la emoción. A veces, de este
sobrecogimiento nace el desfallecimiento que sorprende a los enamorados, el
frío que se apodera de ellos en medio del placer, consecuencia de una pasión
que rebasa sus límites. En realidad, todas las emociones que podemos
experimentar y sobrellevar son solo emociones en su versión más templada.
CÓMO NUESTROS PENSAMIENTOS NOS LLEVAN
MÁS ALLÁ DEL PRESENTE
Quienes critican a las personas por
vivir constantemente pensando en el futuro y nos aconsejan disfrutar de lo que
tenemos ahora —pues nada podemos hacer para cambiar el pasado y controlamos aún
menos el futuro— señalan, sin duda, uno de nuestros errores más frecuentes. Si
acaso puede llamarse error a algo que parece una tendencia natural, un impulso
que nos da la vida para asegurar la continuidad de su obra, priorizando nuestra
acción antes que nuestro entendimiento. Nos implantan esta ilusión, como tantas
otras.
Rara vez estamos en el aquí y ahora;
nuestra mente constantemente se proyecta hacia adelante. El miedo, el deseo y
la esperanza nos empujan al futuro, restándonos la capacidad de apreciar lo que
tenemos hoy y distrayéndonos con lo que vendrá, incluso cuando no estemos.
Platón nos dejó un gran consejo:
"Haz lo tuyo y conócete a ti mismo". Cada uno de estos mandatos
engloba nuestras mayores responsabilidades, y cada uno implica al otro. Quien
se dedica a cumplir con lo que le corresponde debe primero conocer quién es y
qué papel le toca. Y quien se conoce a sí mismo, evita tomar como propio lo que
no le pertenece; se enfoca en su propio crecimiento antes de ocuparse de lo
demás, y rechaza tanto las preocupaciones innecesarias como los propósitos
vacíos. Así como la insensatez nunca encuentra satisfacción, por mucho que
logre, la sabiduría se contenta con el presente y nunca está en conflicto
consigo misma. Epicuro, por su parte, libera al sabio de la necesidad de prever
y preocuparse por el futuro.
Aristóteles, en su constante
controversia, plantea un dilema sobre la frase de Solón que dice que nadie
puede llamarse feliz antes de su muerte. Se pregunta si una persona que ha
vivido y muerto en paz puede seguir considerándose feliz si, después de su muerte,
su reputación se mancha o su familia sufre. Mientras estamos vivos, es cierto,
miramos hacia adelante y buscamos lo que deseamos; pero una vez que ya no
existimos, no tenemos conexión alguna con lo que queda.
A Solón quizá habría que decirle que,
bajo esa lógica, ningún ser humano podría llamarse feliz, ya que solo lo sería
una vez que ha dejado de existir.
El emperador Maximiliano, a quien se
le atribuían grandes virtudes y una notable belleza, tenía una peculiaridad
extraña para un monarca: mientras otros soberanos transformaban su excusado en
un trono desde el cual trataban asuntos importantes, él era extremadamente
reservado. Jamás permitió que sus asistentes, por muy cercanos que fueran, lo
vieran en el baño. Hasta para orinar, prefería la privacidad, tan recatado como
la más pudorosa de las doncellas, evitando que médicos u otros le vieran en
situaciones comprometedoras.
Yo, aunque suelo hablar con
franqueza, siento una especie de pudor natural. Salvo por necesidad o
comodidad, rara vez muestro o hablo de esas partes del cuerpo y acciones que
solemos mantener en privado. Es aún más incómodo para mí, porque no lo considero
algo natural en una persona. Maximiliano, sin embargo, llevó su pudor a un
nivel casi supersticioso, indicando en su testamento que le pusieran
calzoncillos una vez muerto. Quizá debió añadir que se los colocaran con los
ojos cerrados.
CÓMO EL ALMA DESCARGA SUS EMOCIONES
SOBRE OBJETOS SECUNDARIOS CUANDO FALTAN LOS REALES
Un amigo con ataques recurrentes de
gota solía responder con humor a los médicos cuando le sugerían renunciar a
ciertos alimentos. Les decía que, durante los peores momentos de la enfermedad,
necesitaba algo a lo que culpar, y que maldecir y gritar contra una salchicha o
un pedazo de jamón le daba cierto alivio.
Siendo sinceros, cuando levantamos el
brazo para golpear y el golpe no alcanza su objetivo, el vacío duele. Del mismo
modo, para que algo nos resulte significativo, necesitamos que esté lo
suficientemente cerca y concreto como para que sea “real”.
Algo similar ocurre con el alma:
cuando se siente desbordada y sin dirección, se pierde en su propia inquietud
si no encuentra un punto donde descargar sus emociones. Por eso, es fundamental
ofrecerle siempre un foco, un objeto o motivo hacia el cual canalizarse.
Plutarco hablaba de cómo algunas personas desarrollan afecto por mascotas de
manera tan intensa porque, al no encontrar un apego real, eligen uno trivial
antes que quedarse sin nada. No obstante, al generalizar, Plutarco puede no
hacer justicia a este sentimiento.
En realidad, vemos que el alma, en
sus emociones, prefiere crear su propio objeto, por irreal que sea, antes que
quedarse sin nada que desafiar. La rabia, por ejemplo, lleva incluso a algunos
animales a atacar la piedra o el hierro que los lastimó, o a morderse a sí
mismos en un intento de liberarse del dolor.
¿Cuántas causas inventamos para los
males que nos afectan? ¿A cuántas cosas les echamos la culpa, con o sin motivo,
solo para tener algo contra lo que luchar? No son esos mechones que te arrancas
o el pecho que golpeas los que han causado la pérdida de tu ser querido; el
verdadero causante está en otra parte.
Al recordar al ejército romano en
España tras la pérdida de sus dos líderes, Tito Livio señala cómo "todos
comenzaron a llorar y a golpearse la cabeza". Es una reacción típica. Y el
filósofo Bión, al ver a un rey arrancarse el cabello en un arranque de dolor,
comentó con ironía: "Debe pensar que quedarse calvo le aliviará el
sufrimiento".
¿Quién no ha visto a alguien romper
cartas o tragar una ficha de dados, como si de alguna manera pudiera vengarse
de una pérdida de dinero enfrentándose a esos objetos?
SOBRE LA OCIOSIDAD
Las tierras que quedan sin cultivar,
si son fértiles, pronto se llenan de todo tipo de maleza inútil, y es necesario
sembrarlas con algo beneficioso si queremos mantenerlas en orden. Lo mismo
sucede con nuestros pensamientos: si no les damos un propósito claro que los
enfoque, se dispersan sin rumbo, llenando el espacio mental de ideas inconexas
y desordenadas.
El alma sin dirección se pierde
fácilmente. Como reza el dicho, estar en todas partes es como no estar en
ninguna.
Hace poco me retiré, con la
idea de dedicar el tiempo que me queda a descansar en relativa soledad. Me
pareció que no habría mejor regalo para mi mente que darle espacio para divagar
libremente y mirarse a sí misma en completa ociosidad. Pensaba que, a esta
altura, mi espíritu estaría más sereno y maduro para lograrlo.
Sin embargo, me doy cuenta de que, como dice el refrán, "La ociosidad siempre vuelve la mente inestable": en lugar de serenarse, mi mente, como si se sintiera libre, corre con más intensidad que nunca. Me lanza mil ideas y fantasías absurdas, encadenadas sin orden ni lógica, como un mono que salta de rama en rama. Para intentar comprender esta locura, he comenzado a anotarlas, esperando que, con el tiempo, mi mente se sienta avergonzada de sí misma. Ya le he dado un trato específico, en este mismo blog, en una comunicación titulada " El Poder del Pensamiento: Como dominar la mente".
LA FRAGILIDAD DE LA MEMORIA Y LA
VIRTUD DE LA VERDAD
Nadie menos indicado que yo para
hablar de memoria. En realidad, apenas tengo una, y no creo que haya otra tan
débil como la mía. Mis otras habilidades son bastante mediocres y comunes, pero
en este defecto me siento único, lo cual quizá me haría merecedor de algún premio
o título especial.
Además de las dificultades que esto
me causa, —pues Platón tiene razón al describir la memoria como una gran
facultad—, en mi tierra, cuando alguien quiere decir que una persona carece de
buen juicio, simplemente afirma que no tiene memoria. Y cuando me lamento de mi
falta de memoria, en lugar de comprenderme, me reprenden, como si estuviera
admitiendo un defecto mayor. No diferencian entre memoria e inteligencia, y eso
agrava mi situación. No obstante, parece claro que las personas con memorias
sobresalientes a menudo no son conocidas por tener un gran juicio.
Mi falta de memoria también me afecta
en algo que valoro: la amistad. Lo que para mí es un defecto natural, algunos
lo interpretan como falta de atención o incluso ingratitud. Piensan que he
olvidado algún favor o que no tuve presente una promesa. Sí, puedo olvidar
cosas con facilidad, pero nunca desatiendo lo que es importante para mí. Ojalá
mis amigos aceptaran esta limitación sin convertirla en una falta moral.
Sin embargo, mi mala memoria me ha
dado algo de consuelo. En primer lugar, me ha ayudado a evitar un defecto
mayor: la ambición. Este tipo de olvido es insoportable para quienes buscan
entrar en las intrigas del mundo. Al igual que ocurre en otros aspectos de la
naturaleza, probablemente mi memoria se debilitó para fortalecer otras
habilidades. Si recordara constantemente las ideas de otros, quizá solo
seguiría sus huellas sin desarrollar mi propio criterio.
Además, esta limitación me ayuda a
ser más conciso. La memoria es como un almacén de datos, y si estuviera llena,
probablemente no dejaría de hablar. El tema que sea despierta en mí una
habilidad, tal como es, para analizarlo y desarrollarlo, y me impulsa a hablar
sin cesar. Algunos amigos cercanos, que tienen excelente memoria, suelen
alargar sus historias con detalles que, si bien enriquecen la narrativa,
terminan agotando a quienes los escuchan.
No en vano se dice que alguien sin
buena memoria no debería ser mentiroso. Sé que hay una diferencia entre decir
algo falso sin saberlo y mentir con intención. A esos últimos me refiero.
Los mentirosos pueden inventar o
distorsionar hechos. Cuando modifican la verdad, es difícil que sus recuerdos
no los traicionen. La verdad tiene una estructura sólida, mientras que la
mentira necesita de una base más frágil. Es común que los detalles originales
terminen emergiendo, desmoronando la invención. Cae antes un mentiroso que un
cojo, dice el refrán. Aunque actualmente algunos mienten por todo, todo el
tiempo, sin que les ocurra nada malo.
En cuanto a quienes inventan por
completo, aunque parece que tienen menos riesgo de contradecirse, el propio
vacío de su historia los delata con frecuencia. Los he observado tratar de
acomodar sus palabras al gusto de los demás, cambiando su versión según el
interlocutor. Es común verlos describir una misma situación de maneras
opuestas, y cuando dos versiones coinciden en un mismo espacio, ¿qué queda de
su habilidad para mentir?
A decir verdad, la mentira es un
vicio detestable. La palabra es nuestro único vínculo verdadero, lo que nos
mantiene unidos. Si entendiéramos su gravedad, la castigaríamos con el mismo
rigor que a otros crímenes. En general, dedicamos demasiado esfuerzo a corregir
errores inocentes de los niños y descuidamos el impacto de la mentira. A mi
parecer, la mentira y, en menor medida, la obstinación debería corregirse desde
el principio. Estas actitudes crecen con el tiempo, y cuando una persona adopta
el hábito de mentir, es sorprendente ver lo difícil que resulta desarraigar
esta costumbre y escucharle decir una sola verdad.
Conozco a alguien que trabajó conmigo
y nunca le he oído decir la verdad, ni siquiera cuando sería útil para él. Si
la mentira tuviera un solo rostro, nos sería fácil identificarla. Bastaría con
creer lo contrario de lo que dice el mentiroso. Pero el engaño tiene miles de
formas, y se aleja de la verdad en un campo infinito. Los pitagóricos decían
que el bien es limitado y el mal, infinito. La flecha tiene miles de maneras de
desviarse, pero solo una de llegar al blanco.
Dudo de que pudiera mentir
descaradamente, incluso en una situación extrema. Y, de hecho, el silencio es
mucho más digno que el lenguaje falso.
ENTRE EL INGENIO Y LA REFLEXIÓN
"Nunca se dieron a todos, todos
las gracias o dones."
En cuanto al don de la elocuencia,
vemos que algunas personas tienen una facilidad y rapidez para hablar, siempre
listas para expresarse en cualquier momento; mientras que otras son más
reflexivas y no dicen nada sin pensarlo detenidamente.
Si pudiera aconsejar sobre estas dos
cualidades de la elocuencia, diría que el elocuente más pausado sería mejor
político, y el rápido, mejor abogado. Esto se debe a que el primero cuenta con
el tiempo para prepararse y su trabajo puede ser más reflexivo y continuo. En
cambio, el abogado necesita estar listo para actuar en cualquier momento y
adaptarse de inmediato a las respuestas inesperadas de la otra parte, ajustando
su enfoque al instante.
Ser abogado parece más complejo que
ser predicador, aunque, en mi opinión, encontramos más abogados hábiles que
predicadores, al menos en nuestro tiempo. Cuando yo era niño venían en tiempo
de misión unos predicadores, jesuitas, tan magníficos oradores como vacuos. La
rapidez de acción es un talento propio del ingenio, mientras que la reflexión y
lentitud suelen ser rasgos de un juicio sólido. Sin embargo, es curioso ver a
quienes se quedan en silencio por falta de tiempo para prepararse, o a otros a
quienes el tiempo no ayuda a mejorar lo que dicen.
Conozco bien esa naturaleza que no
soporta una preparación excesiva ni minuciosa. Si no actúa con frescura y
espontaneidad, se vuelve rígida y pierde valor. Decimos de algunas obras que
"huelen a esfuerzo" cuando el trabajo exhaustivo les da una sensación
de pesadez. Además, la obsesión por hacerlo perfecto y una mente demasiado
concentrada en el objetivo pueden bloquear la creatividad, como el agua que, de
tan abundante, no puede pasar por un conducto estrecho.
Esta naturaleza necesita ser animada,
no empujada; requiere estímulos externos, la sorpresa del momento. Si se le
deja sola, tiende a apagarse y a ser menos efectiva. La espontaneidad es su
esencia.
Cuando estoy bajo un control completo
sobre mí mismo, suelo rendir menos. La casualidad influye más en mí que mis
propios intentos. La situación, la compañía o incluso el ritmo de mi voz sacan
de mí mucho más de lo que encuentro al buscarme a solas. Por eso, mis palabras
habladas suelen ser más efectivas que mis escritos, aunque se trate de una
distinción en algo sin gran importancia.
A menudo, no me encuentro en el lugar
en el que me busco; me encuentro más bien por sorpresa que por un acto deliberado.
Puede que al escribir surja alguna idea interesante —una que, para otros,
parezca insignificante; pero en mi caso, intrigante; aunque cada uno valora a
su manera—. He llegado a perder el sentido de alguna idea a tal punto que ni
siquiera sé qué quería decir, y a veces otra persona lo descubre antes que yo.
Si revisara y eliminara todas esas ideas vagas, me quedaría sin nada que
mostrar. Pero en otras ocasiones, la casualidad me da una claridad inesperada,
dejándome sorprendido por mis propias dudas. Cuando era más joven, un buen
whisky de malta antes de comer convertía mi mente en algo dúctil y brillante.
Lagavulin de 16 años era mi preferido. Ahora me embota y me atonta.
EL MIEDO
"Me quedé paralizado, los
cabellos se me erizaron y la voz se me cortó en la garganta."
No soy precisamente un experto en la
naturaleza humana, pero me fascina observar el modo en que el miedo actúa sobre
nosotros. Es una emoción extraña y compleja; los médicos y psicólogos coinciden
en que ninguna otra pasión tiene tanto poder para apartar al juicio de su
camino habitual y hacer que la razón se tambalee. He sido testigo de cómo el
miedo hace que personas lógicas y equilibradas pierdan su control, cayendo en
una confusión momentánea en la que no parecen ser ellas mismas. Y hasta en los
más serenos, el miedo actúa como un intruso inesperado, capaz de transformar su
compostura en puro desorden, por mucho que intenten resistir.
El miedo no se limita a las
situaciones obvias de peligro. De hecho, este estado mental suele tener su
terreno más fértil en lo desconocido, en lo que no podemos ver con claridad.
Quizá por eso, las imágenes de fantasmas, espíritus y criaturas sobrenaturales
han fascinado tanto a las personas de todas las épocas. Dejemos de lado las
fantasías populares, esos cuentos sobre figuras ancestrales que regresan de sus
tumbas o la aparición de seres extraños en la noche. Aun sin llegar a esos
extremos, basta con una sombra inesperada o un ruido en un espacio vacío para
que el corazón dé un vuelco, y el miedo nos asalte antes de que la razón pueda
intervenir.
Curiosamente, el miedo también se
manifiesta en ámbitos donde debería tener menos lugar, como entre los soldados,
personas acostumbradas a la dureza y la disciplina. Sin embargo, incluso ellos,
en momentos de tensión, han caído presa de esta ilusión: han confundido un
grupo de ovejas con un ejército enemigo que se aproxima, o interpretado juncos
moviéndose en el viento como lanzas preparadas para atacar. En esos instantes
de confusión, amigos pueden parecer enemigos, y hasta los símbolos de paz
pueden volverse, en la mente alterada, señales de amenaza. El miedo distorsiona
la realidad, tomando cualquier estímulo que recibe y amplificándolo, hasta
volverlo irreconocible y aterrador.
El miedo es un reflejo instintivo,
una respuesta de supervivencia que nos alerta de posibles amenazas. Sin
embargo, su poder no reside solo en protegernos, sino también en su capacidad
de proyectar lo desconocido y lo irracional sobre la realidad, y así alimentar
nuestros peores pensamientos y hacernos ver lo que no está allí. Es una emoción
que toma el control sin pedir permiso, alterando nuestra percepción y
llevándonos a confundir la seguridad con el peligro.
Así, el miedo tiene el poder de
hacernos perder la noción de lo que es real. En momentos de vulnerabilidad,
hasta los objetos más inocentes pueden convertirse en amenazas, y las mentes
más sensatas pueden ver lo que no existe. Cuando salí de la UCI no podía ver
las imágenes de la invasión rusa de Ucrania. Se me encogía el corazón de miedo.
Es una fuerza que nos recuerda cuán frágil puede ser el equilibrio entre
nuestra mente y nuestras emociones.
LA FILOSOFÍA ES UN APRENDIZAJE PARA
LA MUERTE
Cicerón afirmaba que filosofar no es
más que prepararse para la muerte. Según él, el estudio y la contemplación
alejan el alma de los asuntos mundanos, la desligan de nuestra parte corporal y
la sitúan en un estado de abstracción que recuerda, en cierto sentido, a la
muerte misma. Al meditar sobre la naturaleza, la ética y el destino humano, la
filosofía nos lleva a un aprendizaje que, en su esencia, nos familiariza con la
idea de morir; es un ejercicio de desprendimiento, una especie de ensayo para
la gran separación que todos enfrentaremos al final. Creo que toda auténtica búsqueda filosófica y religiosa, no es más que nostalgia del hogar.
Otra interpretación de esta frase es
que la filosofía, y toda búsqueda de sabiduría, tiene el propósito último de
liberarnos del miedo a la muerte. Desde este punto de vista, la razón no puede
sino ayudarnos a reconciliarnos con nuestra mortalidad. Si la muerte es un
hecho inevitable, entonces, ¿qué sentido tendría una vida guiada por la
sabiduría si esta no nos enseñara a verla sin temor? Toda la lógica y el
conocimiento que cultivamos deberían, en última instancia, guiarnos hacia una
vida plena, donde la muerte no sea una amenaza sino una transición.
Si la razón tiene algún propósito,
parece lógico pensar que es nuestra paz y satisfacción. Como se dice en las
Sagradas Escrituras, la sabiduría debería hacernos vivir bien y felizmente. Si
nuestros pensamientos más profundos no sirvieran para aliviarnos y
reconfortarnos, si no estuvieran dirigidos a nuestra felicidad, entonces
parecerían contradecir la misma naturaleza humana. De hecho, toda filosofía,
por muy compleja que sea, se basa en esta aspiración fundamental hacia la
plenitud y la tranquilidad.
En el fondo, todas las corrientes de
pensamiento en el mundo coinciden en que el objetivo último del ser humano es
la felicidad, aunque difieran en los caminos que proponen para alcanzarla. Esta
aspiración universal a una vida satisfactoria es una prueba de nuestra
necesidad de significado y propósito. Si un pensador viniera a nosotros con
ideas que solo propusieran el sufrimiento y la insatisfacción como fines, ¿quién podría escucharlo? Rechazaríamos inmediatamente cualquier enseñanza que
nos llevara hacia la infelicidad o que ensalzara el sufrimiento como un ideal
en sí mismo.
Por eso, en lugar de un pesimismo
extremo, la filosofía nos ofrece, aunque a veces de manera indirecta, un medio
para hacer las paces con nuestras limitaciones, con la incertidumbre de la vida
y, finalmente, con la idea de la muerte. Aprender a vivir bien y aprender a
morir son, en última instancia, dos caras de la misma moneda, pues quien sabe
enfrentar la idea de su propia mortalidad sabe también cómo aprovechar y
valorar los momentos de su existencia. La filosofía nos invita a ver la muerte
no como un fin espantoso, sino como un recordatorio de que cada instante vivido
puede, y debe, tener un valor profundo y auténtico.
Este enfoque no trata de obsesionarse
con la muerte, sino de vivir de una forma que, cuando llegue el momento de
enfrentarse a ella, podamos hacerlo sin remordimientos, sintiendo que hemos
encontrado un propósito genuino. La filosofía, entonces, es ese camino que nos
prepara para la muerte, no al hacernos vivir en su sombra, sino al enseñarnos a
aprovechar la luz que la precede.
Las discusiones entre las escuelas
filosóficas sobre este tema suelen ser meramente verbales. Dejemos de lado esas
minucias tan ingeniosas. En ellas hay más obstinación y charlatanería de lo que
corresponde a una profesión tan sagrada. Sin importar el papel que el hombre
juegue en la vida, nunca deja de actuar según su naturaleza. Digamos lo que
digamos, incluso en la virtud, el objetivo final al que aspiramos es el placer.
Y, si este placer representa una satisfacción suprema, es apropiado que esté
más vinculado a la virtud que a cualquier otra cosa. Ese otro placer, inferior,
si es digno de tan bello nombre, debería compartirlo con la virtud, pero no
poseerlo en exclusiva.
Me parece menos libre de
inconvenientes y obstáculos que la virtud misma. Además de que su disfrute es
más efímero, tiene sus desvelos, sus sacrificios y sus tormentos, junto con
sudor y sangre. Y, por si fuera poco, suele conllevar sufrimientos intensos y
una saciedad tan pesada que parece una penitencia. Cometemos un gran error al
pensar que estos inconvenientes realzan su dulzura, como si en la naturaleza
los opuestos se reforzaran mutuamente, y al decir que dificultades similares
vuelven a la virtud menos accesible. Al contrario, ennoblecen y exaltan el
placer perfecto y divino que nos brinda. Si alguien compara el costo de la
virtud con su recompensa, demuestra que no comprende su valor ni su propósito.
Aquellos que nos enseñan que buscarla es arduo y poseerla es agradable, nos
sugieren implícitamente que es siempre ingrata. Pues, ¿qué ser humano llega a
alcanzarla por completo? Incluso los más virtuosos se contentan con aspirar a
ella sin llegar a poseerla. Pero están equivocados, ya que en todos los placeres
que conocemos, la misma búsqueda resulta placentera. La acción comparte la
cualidad de aquello que se persigue. Es, de hecho, una parte esencial de la
satisfacción final. La felicidad y la plenitud que emanan de la virtud
enriquecen todos sus caminos, desde el primer paso hasta el último.
Entre los principales beneficios de
la virtud se encuentra el desprecio de la muerte, un medio que otorga a nuestra
vida tranquilidad y hace que todo en ella sea puro y amable, sin lo cual
cualquier otro placer carece de sentido.
Por eso, todas las doctrinas
coinciden en este punto. Y aunque todas nos conducen a despreciar el dolor, la
pobreza y otros infortunios que afectan la vida humana, no lo hacen con la
misma dedicación. Esto se debe a que tales desgracias no son igual de ineludibles:
la mayoría de las personas pasa su vida sin experimentar la pobreza, y algunas,
incluso, sin conocer el dolor o la enfermedad, como Jenófilo el músico, quien
vivió ciento seis años con perfecta salud. Además, en el peor de los casos, la
muerte puede poner fin, si así lo deseamos, a todos los demás males. Pero, en
cuanto a la muerte, es inevitable: todos debemos enfrentarla, y el azar que nos
llevará a la muerte está siempre en juego.
Si tememos a la muerte, esta se
convierte en una fuente constante de tormento sin remedio. No hay ningún lugar
desde el cual no pueda acecharnos; miremos hacia donde miremos, su sombra está
siempre presente, como si estuviéramos en territorio enemigo.
Antiguamente, los tribunales llevaban
a los condenados a cumplir su sentencia en el lugar donde cometieron su crimen.
Durante el trayecto, podían mostrarles paisajes hermosos u ofrecerles
banquetes, pero, ¿crees que podrían disfrutarlos sabiendo cuál es el destino
final de su viaje? Nuestra meta en la vida es, inevitablemente, la muerte, el
final necesario hacia el que avanzamos. Si esto nos aterra, ¿cómo podríamos dar
un paso más sin ansiedad?
La solución común es evitar pensar en
ella. Pero, ¿qué absurdo tan evidente nos lleva a tal ceguera? Es como intentar
avanzar caminando hacia atrás.
Es normal que las personas se asusten
al mencionar la muerte, y que la mayoría se persigne, como si se tratara de un
mal augurio. Incluso, los romanos suavizaban el término al decir “ha vivido” en
lugar de “ha muerto”. Nos parece consuelo que la vida haya existido, aunque sea
en el pasado. Además, en occidente, no nos educan en ella desde la niñez. Solo
a temerla.
A menudo se dice que "la
tardanza merece la pena". Sin embargo, jóvenes y ancianos dejan esta vida
en las mismas condiciones. Nadie la abandona de otra forma que como si acabara
de entrar en ella. No hay hombre tan anciano que, viendo a Matusalén, no piense
que aún le quedan veinte años de vida. ¿Y quién te ha asegurado el tiempo de tu
vida? Mira más bien los hechos y la experiencia. Según el curso de las cosas,
hace tiempo que vives por favor extraordinario. Si cuentas entre tus conocidos
cuántos murieron antes de alcanzar tu edad, verás que son más que aquellos que
la han sobrepasado. Incluso entre los que han dejado un legado, la mayoría no
llegó a los setenta años. Jesús, quien fue ejemplo de humanidad, terminó su
vida a los treinta y tres años, y Alejandro Magno, el hombre más grande entre
los hombres comunes, murió en ese mismo período.
¿Cuántas maneras inesperadas puede
tomar la muerte? ¿Y qué importa, dirás, mientras no cause sufrimiento? Esa es
también mi opinión: sin importar los medios que uno emplee para protegerse de
las adversidades —aunque fuera esconderse bajo la piel de un animal— no me
detendría. Para mí, basta con estar en paz; y aceptaré cualquier comodidad que
me facilite la vida, aunque no sea ni heroica ni digna de admiración.
Preferiría parecer insensato o incompetente, si mis fallos me resultan
inofensivos o ni siquiera los noto, antes que ser plenamente consciente de
ellos y atormentarme sin remedio.
Enfrentar la muerte sin preparación
es una locura. Las personas van y vienen, trotan y se divierten sin pensar en
ella. Todo eso está bien, pero cuando la muerte finalmente llega, ya sea para
ellos o para sus seres queridos, ¿qué sucede? Les invade el pánico, el dolor,
la rabia, la desesperación. ¿Has visto algo más deshecho, más perdido y
confundido?
Es necesario prepararse de antemano;
esa despreocupación, aunque pudiera parecer razonable —cosa que dudo—, tiene un
precio demasiado alto. Si la muerte fuera un enemigo al que pudiéramos
esquivar, recomendaría tomar cualquier precaución, incluso la cobardía, como
estrategia. Pero, como no podemos evitarla, aprendamos a encararla de frente,
con firmeza.
Para reducir el poder que tiene sobre
nosotros, debemos hacer lo opuesto a lo común: quitémosle el factor sorpresa,
pensemos en ella con frecuencia, familiaricémonos. Tengamos siempre presente
que la muerte es parte de la vida. Cada vez que tropecemos, si una teja cae
cerca o sentimos un dolor inesperado, pensemos: "¿Será esta la
muerte?" Y, entonces, fortalécete, prepárate.
Incluso en momentos de celebración y
alegría, debemos recordar nuestra condición y no dejarnos llevar sin pensar
que, en cualquier momento, nuestra alegría está expuesta a la muerte y que hay
muchos caminos para que llegue. Así lo hacían los egipcios, que en sus
banquetes colocaban un esqueleto en la mesa para advertir a todos los
presentes: «Recuerda que cada día puede ser el último. La hora que no esperas
será la mejor recibida».
No sabemos dónde nos espera la
muerte; por eso, esperémosla en todas partes. Reflexionar sobre la muerte es
reflexionar sobre la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha olvidado ser
esclavo de los miedos. La vida no tiene nada de malo para quien ha entendido
que dejarla no es algo malo. Saber morir nos libera de cualquier dependencia.
En mi juventud, cuando disfrutaba de
los días de primavera, rodeado de amistades, mujeres y juegos, algunos pensaban
que mis pensamientos estaban ocupados en celos o deseos; pero yo, en realidad,
pensaba en alguien que, hacía pocos días, había sido sorprendido por un
accidente repentino y en cómo había terminado su vida, al salir de una fiesta
como esta, lleno de ilusiones, de amor y de alegría, como yo lo estaba en ese
momento, sabiendo que lo mismo podía ocurrirme. ¡Cuántos me vienen a la mente!
Ese pensamiento no me hacía fruncir
el ceño más que cualquier otro. Es normal que al principio esas ideas nos
causen inquietud, pero con el tiempo, al manejarlas y reflexionarlas, uno se
acostumbra. Si no fuera así, viviría constantemente asustado y ansioso. De
hecho, nadie ha confiado menos en la duración de su vida que yo, y nadie la ha
dado menos por asegurada. Según confesión de mi madre, durante mi más tierna
infancia nadie daba un duro por mi vida, debido a lo delicado de mi salud. Lo
mismo me ocurrió durante mi episodio de la COVID-19. Ni la salud que había
disfrutado, y vuelvo a disfrutar, con vigor y pocas interrupciones, me hace
tener más esperanza, ni las enfermedades que padecí me la quitan. A cada
momento siento que me escapo por poco y me repito constantemente: «Todo lo que
pueda hacerse mañana, puede hacerse hoy». La verdad es que los riesgos y
peligros apenas nos acercan más al final; si pensamos en los millones de
posibles accidentes que cuelgan sobre nosotros, nos damos cuenta de que, ya sea
sanos o enfermos, en el mar o en casa, en el trabajo o descansando, la muerte
siempre está igual de cerca. ¿Por qué hacer grandes planes si la vida es tan
breve?
Es suficiente con las cosas que
tenemos entre manos, sin añadir más. Algunos se quejan de la muerte porque
interrumpe una gran victoria, política, económica o social, otros porque deben
partir antes de casar a su hija o de guiar la educación de sus hijos. Unos la
lamentan por tener que dejar la compañía de su esposa, otros la de sus hijos,
como si esos fueran sus mayores placeres en la vida.
Ahora mismo me encuentro en una
situación, gracias a Dios, en la que puedo partir cuando Él quiera sin lamentar
nada. He soltado casi todos los vínculos y me he despedido de todo, menos de mí
mismo. Nadie se ha preparado más completamente para dejar este mundo ni se ha
desprendido más a fondo de él que yo en mi esfuerzo por hacerlo. Las muertes
más plenas son las más pacíficas. Solo le pido a Dios ser plenamente consciente
de ella y que me evite el sufrimiento.
No deberíamos proponernos objetivos
de tan largo plazo, o al menos, no con un deseo tan intenso que nos obsesione
con ver su desenlace. Hemos nacido para actuar: Cuando llegue mi muerte, que me
encuentre en plena labor. Quiero seguir en acción, extender los deberes de la
vida tanto como sea posible, y que la muerte me sorprenda plantando mis coles,
sin preocuparme por ella ni por dejar mi huerto sin terminar.
Por eso hemos colocado los
cementerios junto a las iglesias y en las zonas más concurridas de las ciudades
y pueblos; como decía Licurgo, para acostumbrar al pueblo llano, a las mujeres
y a los niños a no temer la visión de una persona muerta. La presencia
constante de huesos, tumbas y entierros nos recuerda nuestra propia condición.
Ahora la tendencia es a poner los cementerios lejos de las poblaciones, como si
el hecho de no ver la muerte de cerca nos volviese inmortales.
Además, la propia naturaleza nos
ayuda y nos da valor. Si se trata de una muerte rápida, ni siquiera nos da
tiempo de temerla; si es de otro tipo, noto que, a medida que avanzo en la
enfermedad, empiezo a sentir un cierto desapego natural por la vida. Me resulta
mucho más difícil aceptar la idea de morir cuando estoy sano que cuando tengo
fiebre. De hecho, los placeres de la vida ya no me parecen tan valiosos, porque
empiezo a perder la capacidad de disfrutarlos, y, por eso, veo la muerte con
mucha menos angustia.
Por eso confío en que, cuanto más me
aleje de la vida y me acerque a la muerte, más fácil me será aceptar el cambio
de una a la otra. También he notado que la enfermedad me asustaba mucho más
cuando estaba sano que cuando realmente la sufrí. La vitalidad, el placer y la
energía que experimento hacen que el otro estado parezca tan desproporcionado
que imagino los problemas de la enfermedad como si fueran el doble de graves y
más dolorosos de lo que en realidad son cuando los enfrento. Espero que me
ocurra lo mismo con la muerte.
En los altibajos y decaimientos
comunes que sufrimos, vemos que la naturaleza nos va quitando la percepción de
lo que perdemos y de cuánto empeoramos. ¿Qué queda en un anciano de la fuerza
de su juventud y de su vida pasada?
Así, no sentimos ninguna sacudida
cuando la juventud muere en nosotros, y esta pérdida es, de hecho, una muerte
más dolorosa que la muerte completa de una vida que ya languidece, como ocurre
en la vejez. El paso de un estado placentero y floreciente a uno duro y penoso
es mucho más impactante que el paso del malestar al no ser.
Cuando el cuerpo se encoge y se
debilita, tiene menos fuerza para soportar una carga; eso no le sucede al alma,
porque el alma es inmortal. Al estar siempre segura ante ella, puede incluso
alcanzar, para nosotros, un estado casi sobrehumano en el que ni la inquietud,
ni el tormento, ni el miedo, ni siquiera la más mínima molestia, tengan lugar
en ella. He hablado extensamente de esto en otros escritos.
¿Qué sentido tiene preocuparnos por
algo que nos liberará de toda preocupación? Así como el nacimiento significó el
comienzo de todas las experiencias en esta vida, la muerte traerá el fin de
todas ellas. Y el comienzo de unas nuevas. No tiene más lógica lamentarnos
porque en cien años no estaremos aquí, que hacerlo porque hace cien años no
existíamos. La muerte, entonces, no es más que el inicio de otra existencia. Al
llegar a esta vida también lloramos, también fue difícil adaptarnos y, para
entrar, también dejamos atrás un antiguo estado que nos era muy querido.
Nada puede ser realmente doloroso si
sólo ocurre una vez en cada vida. ¿Tiene sentido temer durante tanto tiempo
algo tan breve? La muerte, al fin y al cabo, hace insignificante la cantidad de
tiempo vivido, largo o corto. Porque, ¿qué importa el tiempo en aquello que ya
ha dejado de existir? Aristóteles menciona que en el río Hipanis hay criaturas
que sólo viven un día; si mueren a las ocho de la mañana, se dice que han
muerto jóvenes, y si mueren a las cinco de la tarde, se considera que mueren en
su vejez.
¿Quién de nosotros no sonreiría ante
la idea de juzgar la felicidad o la desdicha de una vida tan efímera? Lo
extenso o lo breve de nuestra vida, si la comparamos con la totalidad de
nuestra experiencia como seres, con la eternidad o incluso con la longevidad de
las montañas, los ríos, las estrellas, los árboles o algunas criaturas, no
resulta menos absurdo.
Nadie muere antes de su tiempo. El
tiempo que dejas atrás no te pertenece más que el que transcurrió antes de que
nacieras; y no te afecta de otro modo: "Observa cómo la eternidad del
tiempo que ya pasó nada significa para nosotros."
Tu vida está completa en cualquier
punto donde finalice. El valor de la vida no se encuentra en su duración, sino
en cómo la aprovechas. Hay quienes han vivido muchos años y, sin embargo, han
vivido poco. Presta atención mientras estás aquí. Es tu voluntad, no la
cantidad de años, lo que determina si has vivido lo suficiente.
Has visto a muchos para quienes la
muerte fue, en realidad, un alivio: de ese modo evitaron grandes sufrimientos.
Pero, ¿has visto acaso a alguien a quien la muerte le haya sentado mal? Además,
es una gran insensatez juzgar algo que no has experimentado ni tú mismo ni a
través de la experiencia de otros.
¿Por qué temes tu último día? No
contribuye más a tu muerte que cualquiera de los otros. El último paso no causa
el desgaste; solo lo revela. Cada día es un avance hacia la muerte; solo el
último la concreta.
LA FUERZA DE LA IMAGINACIÓN
Dicen los sabios que "una fuerte
imaginación genera el acontecimiento". Soy de los que sienten intensamente
el impacto de la imaginación. A todos afecta, pero a algunos los arrolla. En mi
caso, la impresión me atraviesa por completo, y mi única habilidad radica en
huir de ella, ya que carezco de la fuerza para resistirle. Yo recomiendo a todo
el mundo lo mismo: Usa la imaginación, pero cuida bien lo que imaginas, porque
se cumple siempre.
Había una persona que anhelaba con
todas sus fuerzas un automóvil de lujo, y para avivar aún más ese deseo, solía
imaginarlo estacionado en su propio garaje, reluciente y majestuoso. Sin
embargo, el destino, en su irónica danza, le jugó una mala pasada: la vida dio
un giro inesperado, y esa persona perdió su hogar. El nuevo dueño de la casa tenía
el coche con el que ella había soñado tanto.
Preferiría vivir rodeado únicamente
de personas sanas y optimistas. Ver el sufrimiento ajeno me afecta físicamente,
al punto de sentir como propios los padecimientos de otros. La tos continua de
alguien, por ejemplo, me irrita los pulmones y la garganta. Me resulta menos
agradable visitar a los enfermos cuando siento que es un deber, comparado con
aquellos que no despiertan en mí el mismo grado de empatía o preocupación.
Tiendo a absorber el malestar que observo, inscribiéndolo en mí mismo. Si
camino al lado de un cojo, cojeo. Si hablo con un tartamudo, acabo
tartamudeando. No me sorprende que la imaginación pueda llegar a causar fiebres
o incluso la muerte en aquellos que le ceden terreno y la celebran.
La nuera de Pitágoras decía que una
mujer, al acostarse con un hombre, debe despojarse de la vergüenza junto con su
falda y recuperarla al vestirse nuevamente. El espíritu del amante, a menudo
inquieto y lleno de dudas, puede extraviarse fácilmente. Para quien ya ha
tenido algún desliz en este contexto —algo frecuente en los primeros
encuentros, donde las emociones suelen ser más intensas y desbordantes, y donde
el miedo al fracaso está muy presente—, comenzar con dificultades crea una
ansiedad que, en muchos casos, puede repetirse en futuras ocasiones. ¡Ay, la
mente!
Para quienes viven en pareja y tienen
el tiempo a su favor, no hay necesidad de precipitarse ni de lanzarse a la
experiencia sin la preparación adecuada. Es mejor un pequeño tropiezo en la
primera noche, llena de nervios y expectativas, sabiendo que habrá otros
momentos más tranquilos y menos exigentes, que caer en la frustración continua
por un primer traspié. Antes de buscar una seguridad definitiva, el amante
debería acercarse de manera gradual y en distintos momentos, sin forzarse ni
obsesionarse con comprobar sus propias dudas o supuestas carencias. Aquellos
que confían en sus capacidades naturales solo necesitan mantener a raya los
juegos de su propia imaginación.
No es de extrañar que este miembro en
particular parezca tener su propia voluntad, mostrándose activo cuando menos lo
necesitamos y fallando justo en los momentos en que más dependemos de él.
Parece desafiar la autoridad de nuestra voluntad, resistiéndose tanto a
nuestras órdenes mentales como físicas. Si pudiera defenderse, tal vez
argumentaría que esta acusación surge de la envidia de otros órganos,
resentidos por la importancia y el placer asociados a su función, dando lugar a
una injusta acusación de rebeldía.
Pero, ¿existe realmente alguna parte
del cuerpo que actúe siempre en armonía con nuestra voluntad y que no siga a
veces su propio camino? Cada órgano tiene impulsos y reacciones que se activan
y apagan sin nuestra aprobación. ¿Cuántas veces los gestos involuntarios de
nuestra cara revelan pensamientos que queríamos ocultar, traicionándonos ante
quienes nos rodean? La misma causa que afecta a este miembro actúa también en
el corazón, los pulmones y el pulso; sin darnos cuenta, una visión atractiva
puede despertar una chispa de emoción en nosotros. ¿Son sólo estos músculos y
venas los que se elevan o caen sin nuestro permiso o incluso sin nuestra
intención?
No controlamos que los cabellos se
ericen o que la piel se estremezca ante el deseo o el miedo. La mano, en
ocasiones, se mueve sin que lo hayamos decidido, la lengua queda en silencio y,
a veces, la voz se apaga sin razón aparente. Incluso si no tenemos hambre o
sed, a menudo no podemos evitar el impulso de comer o beber, igual que este
otro impulso puede abandonarnos cuando le place, sin más.
Los órganos encargados de liberar el
intestino funcionan con sus propias contracciones y relajaciones,
independientemente de nuestra voluntad, al igual que los que descargan los
testículos. San Agustín usó un ejemplo para ilustrar la fuerza de la voluntad,
contando que conoció a alguien que podía controlar sus gases, y Vives menciona
incluso a otro que lograba “orquestarlos” según el tono de las palabras que
pronunciaba. Pero, a pesar de estos casos, ¿acaso existe otro órgano más
impertinente y tumultuoso? De hecho, conozco a alguien que, durante cuarenta
años, ha sido obligado por este órgano a expulsar gases de manera constante y
le ha llevado a la enfermedad. Y cuántas veces, por contener un simple gas, el
ser humano ha rozado la muerte.
Pero, ¿quién no podría acusar a la
propia voluntad de desorden y rebeldía? ¿No es ella quien a menudo desea
aquello que intentamos prohibirle, incluso con perjuicio para nosotros mismos?
¿Es, acaso, más dócil a las conclusiones de nuestra razón que cualquiera de
estos órganos?
Finalmente, en defensa de este
“acusado”, recordemos que, aunque en este asunto actúe, casi siempre, en
conjunto con otro cómplice inseparable, es únicamente a él a quien se dirige la
crítica y el reproche. Resulta curioso que, a pesar de que este órgano no actúa
casi nunca en solitario, sea siempre el primero en ser juzgado. Aunque puede
causar ciertas molestias o incomodidades, jamás rehúsa cumplir su función; su
propósito es despertar el deseo, no negarse a su llamada. Si bien no responde
siempre de la forma esperada, no se le puede culpar de actuar con independencia
o sensibilidad propia.
Esta acusación, entonces, parece
revelar una parcialidad evidente. Se pasa por alto que cada órgano tiene su
propio “carácter” y sus propias limitaciones, y que todos, en algún momento,
responden más a sus propios impulsos que a nuestra voluntad. Quizá, en lugar de
juzgarlo, podríamos aceptar su naturaleza y la del cuerpo en general,
reconociendo que no todo en nosotros puede, o debería, estar bajo un control
total.
Aun así, aunque la ley pueda juzgar y
dictar sentencias, la naturaleza seguirá su curso. Y, si la naturaleza hubiera
concedido a este miembro algún privilegio particular, sería por ser el creador
de la única obra inmortal de los mortales, una obra divina, según Sócrates; y
el amor, que es anhelo de inmortalidad y, a su vez, un demonio inmortal.
EL BENEFICIO DE UNO ES PERJUICIO PARA
OTRO
Demades, un ateniense, condenó a un
hombre de su ciudad que se dedicaba a vender artículos funerarios, argumentando
que obtenía un beneficio desproporcionado y que sólo podía ganarlo si mucha
gente moría. Sin embargo, este juicio parece poco adecuado, pues no hay
ganancia que no implique alguna pérdida para alguien más; bajo esta lógica,
tendríamos que cuestionar cualquier tipo de beneficio.
Las buenas ganancias de un
comerciante, por ejemplo, dependen del descontrol en el gasto de los jóvenes;
las del agricultor, de la escasez de grano; las del arquitecto, de la necesidad
de reparar o reconstruir viviendas; las de los magistrados, de los conflictos y
pleitos entre las personas. Incluso los méritos y funciones de los ministros
religiosos se alimentan de nuestras muertes y de nuestros defectos. Como decía
un antiguo cómico griego, ningún médico se alegra completamente de la buena
salud, ni siquiera de la de sus amigos.
Lo más inquietante es que, si
examinamos nuestros deseos más profundos, descubrimos que gran parte de ellos
se sostienen, directa o indirectamente, en el perjuicio de otros. Al
reflexionar sobre esto, se me ocurre que quizás la naturaleza no contradice con
ello su propio orden, pues los científicos naturales sostienen que el origen,
el sustento y el crecimiento de cualquier ser implican la alteración y
destrucción de otro: “Pues todo aquello que, al cambiar, supera sus propios
límites, supone la muerte inmediata de lo que fue antes”.
Este ciclo de nacimiento y muerte
parece ser la ley natural que rige el equilibrio de todas las cosas.
LA COSTUMBRE Y LA RESISTENCIA AL
CAMBIO DE UNA LEY ACEPTADA
Veamos ahora otro tema. Es muy
cuestionable que el beneficio de cambiar una ley aceptada, insisto en lo de
aceptada —sea cual sea— supere al daño de modificarla. Un Estado es como un
edificio compuesto de diversas piezas, ensambladas de tal manera que es
imposible mover una sola sin afectar al conjunto entero. En la antigua ciudad
de Turios, el legislador estableció que quien deseara abolir una ley antigua o
implantar una nueva debía presentarse ante el pueblo con una soga al cuello,
una medida para disuadir los cambios impulsivos. Alguien debería recordarles
este hecho a los legisladores actuales.
Nos enfrentamos a lo que Tucídides
observó durante las guerras civiles de su tiempo: para justificar ciertos
vicios colectivos, se les asignaban nombres nuevos y más amables, suavizando y
distorsionando sus verdaderos significados. Esto disfrazaba el carácter
original de esas prácticas, degradando su esencia mientras se intentaba
presentarlas de forma más aceptable. ¿Os suena a algo? Hoy no interesa la
verdad, sino su relato. Denuncian el fango quienes lo promueven, las mentiras
aquellos que aprendieron a mentir una hora después de aprender a hablar.
Por ejemplo: algunos se empeñan en
decir que en nuestro país, y en otros, vivimos en democracia, cuando vivimos
con gobiernos representativos que no nos representan; que las elecciones son
una conquista del pueblo, cuando en realidad las mantiene una élite; que los
políticos son gente preparada, cuando en realidad son todos mediocres, como
acabamos de comprobar durante la tragedia de la DANA; que el poder político
reside en los ciudadanos, cuando en realidad lo ostentan los partidos políticos
y sus secuaces los medios de comunicación; que los programas políticos son muy
importantes, pero en realidad es pura propaganda que nadie lee; que debemos
confiar en nuestros políticos, cuando en realidad eso supone un suicidio
colectivo; y así podríamos seguir indefinidamente.
Y, mientras los ciudadanos lo
arreglamos (¿?), más le valdría a nuestros legisladores hacer que las leyes
quieran lo que pueden, en vista de que no pueden lo que quieren.
EL ENGAÑO DE LA ERUDICCIÓN
De niño, me desconcertaba ver cómo,
en todas las películas de comedia, el pedante era presentado como un personaje
ridículo, y el título de maestro parecía tener poco respeto en nuestra
sociedad. (Pasa más hambre que un maestro de escuela). Si me habían confiado a
su guía, lo mínimo que podía hacer era preocuparme por la imagen que tenían. Al
principio, trataba de defenderlos, pensando que tal vez el desprecio provenía
de la distancia entre la gente común y aquellos que destacaban en juicio y
conocimiento, como si caminaran por sendas opuestas.
Sin embargo, me resultaba difícil
aceptar que incluso las personas más refinadas, aquellas con criterio y cierto
entendimiento, también se mostraran despectivas hacia los pedantes. Con el
tiempo, fui comprendiendo que quizás tenían razón: los mayores eruditos no
siempre son los más grandes sabios, y el saber, a veces, se convierte en un
adorno más que en una cualidad esencial.
Aun así, sigue siendo un enigma para
mí cómo una mente alimentada por tanto conocimiento puede no volverse más sensible
o cómo una persona de espíritu rudo y simple puede albergar, sin enriquecerse,
los pensamientos y las ideas de las mentes más brillantes de la historia. Es
como si el conocimiento, en lugar de iluminar a algunos, simplemente resbalara
sobre ellos, dejando sin tocar la esencia de su comprensión. Así decimos:
“algunos entraron en la universidad, pero la universidad nunca entró en ellos”.
Podría pensar que, de la misma manera
que el exceso de agua ahoga a las plantas o el exceso de aceite apaga las
lámparas, el espíritu puede asfixiarse bajo el peso de un exceso de estudio y
conocimiento, perdiendo su capacidad de acción y quedando sobrecargado. Sin
embargo, en realidad, no es así. Al contrario, el alma tiende a expandirse y
enriquecerse a medida que se llena de saber, fortaleciendo su capacidad de
respuesta y comprensión.
Si miramos los ejemplos de la
Antigüedad, podemos ver que muchos de los más hábiles en el manejo de asuntos
públicos y grandes estrategas, así como los mejores consejeros de Estado, eran
a menudo personas profundamente instruidas. Lejos de limitarse, usaban su
conocimiento como una fuente de claridad y perspectiva, demostrando que el
saber bien asimilado, en lugar de ser un peso, puede ser una fuente de poder y
acción.
Cuando alguien preguntó a Crates
hasta cuándo era necesario filosofar, él respondió: “Hasta que los arrieros
dejen de comandar nuestros ejércitos”. Hoy podríamos decir: “Hasta que los
políticos dejen de gobernarnos”.
Nos esforzamos sólo en llenar la
memoria, dejando vacíos el entendimiento y la conciencia. Para tocar la gaita
no basta con soplar mucho, sino que también hay que mover los dedos.
No basta con adquirir sabiduría; es
necesario también saber aprovecharla. Dionisio se burlaba de los gramáticos que
se preocupan por los infortunios de Ulises mientras ignoran los propios, de los
músicos que afinan sus instrumentos, pero no su comportamiento, y de los
oradores que se esfuerzan por hablar de justicia sin practicarla. Y yo añado: y
de nuestros orates, que solo saben levantar muros.
Si el alma no progresa en una mejor
dirección, si el juicio no se vuelve más sólido, para mí sería igual que
nuestros estudiantes hubieran pasado todos sus años de estudio jugando al
fútbol; al menos habrían ganado agilidad y fuerza. Obsérvalos, tras dedicar
quince o dieciséis años al estudio. Casi todos son incapaces de asumir una
tarea práctica. Sus almas deberían haber regresado enriquecidas; en cambio,
sólo han vuelto al hogar hinchadas, no fortalecidas, sino infladas.
Estos nuevos maestros, como Platón
decía de los sofistas, son aquellos que prometen ser de mayor utilidad para los
hombres, pero, entre todos, son los únicos que, lejos de mejorar lo que se les
confía, lo empeoran, y cobran por haberlo empeorado. Saben la teoría de todas
las cosas; busca, y encuentra, a alguno que la ponga en práctica.
El principio fundamental de Platón en
su República es asignar a cada ciudadano los cargos según su naturaleza.
La naturaleza, al final, tiene el poder de configurar y determinar nuestras
aptitudes y límites. Así como quienes tienen dificultades físicas no son
adecuados para tareas que exigen mucho esfuerzo corporal, tampoco son las almas
frágiles aptas para los ejercicios del espíritu y las mentes comunes no están
hechas para la filosofía.
Cuando vemos a alguien con zapatos
mal hechos, no nos sorprendería descubrir que es zapatero. Del mismo modo, la
experiencia nos muestra con frecuencia al médico con peor salud, al teólogo
menos virtuoso y, en general, al sabio menos competente que aquellos a quienes
orienta. La naturaleza parece, a veces, jugar con las aparentes contradicciones
entre lo que somos y lo que hacemos.
No es tan sorprendente como suele
decirse que nuestros antepasados no dieran gran importancia a las letras, y que
incluso hoy en día apenas se mencionen en los principales consejos de nuestros
líderes, y solo de manera ocasional. La mayoría de sus asesores son amigos,
familiares o correligionarios de partido; no sabios en su campo. Si no fuera
por el afán de enriquecimiento, que se ha convertido en el objetivo principal
de la jurisprudencia, la medicina, la educación, e incluso la teología, su
relevancia sería mucho menor, y probablemente veríamos estas disciplinas tan
desprovistas de prestigio como en tiempos pasados. ¿Qué perjuicio habría si las
letras no nos enseñan ni a pensar bien ni a actuar correctamente? "Desde
que aparecieron los doctos, faltan los buenos". Cualquier conocimiento es
perjudicial para quien carece del conocimiento de la bondad. Pero eso
seguramente irá más adelante.
LA FORMACIÓN DE LOS HIJOS Y EL ARTE
DE ENSEÑAR
Mi único propósito aquí es mostrarme
tal como soy, aun sabiendo que tal vez mañana sea distinto si un nuevo
aprendizaje me transforma. No tengo la autoridad para que se me crea, ni la
deseo, pues siento que estoy poco instruido para enseñar a otros. En la
agricultura, las labores previas a la siembra son seguras y sencillas, al igual
que el acto de sembrar, pero una vez que la planta empieza a crecer, el cuidado
se vuelve complejo y variado. Así ocurre también con los seres humanos: se
requiere poco esfuerzo para traerlos al mundo, pero una vez nacidos, asumimos
la responsabilidad de una tarea compleja, cargada de preocupaciones y temores,
para educarlos y formarlos.
Sócrates, y más tarde Arcesilao, escuchaban
a sus discípulos antes de responderles. A menudo, la autoridad de quien enseña
puede ser un obstáculo para quienes desean aprender. Personalmente, me siento
más seguro y confiado en el proceso de aprender que en el de impartir
conocimientos a otros. Aquellos que, como se hace hoy en día, intentan enseñar
a estudiantes de distintas naturalezas y habilidades con una misma lección y
bajo un método uniforme, no deberían sorprenderse si, entre muchos alumnos,
solo dos o tres llegan a beneficiarse realmente de su enseñanza.
La verdad y la razón son un
patrimonio común; no pertenecen más a quien las expresó primero que a quien las
expresa después. Este no es solo el juicio de Platón, sino también el mío, ya
que ambos comprendemos y vemos las cosas casi de la misma manera. Como las
abejas que recolectan néctar de diferentes flores y lo convierten en miel —algo
enteramente suyo, que ya no es ni tomillo ni mejorana—, cada uno hace propios
los conocimientos y los transforma, en su crisol, en algo personal.
Siguiendo la visión de Platón, para
quien la firmeza, la lealtad y la sinceridad son la verdadera esencia de la
filosofía, mientras que las otras ciencias, que persiguen otros fines, son solo
artificios, encontramos una guía auténtica. El esfuerzo por adquirir
conocimiento fortalece nuestra capacidad para resistir el sufrimiento. Doy fe
de ello, pues mis conocimientos me sirvieron de gran ayuda cuando la enfermedad
vino a visitarme.
En la dinámica de las relaciones
humanas, he notado a menudo el defecto de que, en lugar de tomarnos el tiempo
para conocer realmente a los demás, nos centramos en proyectar nuestra propia
imagen, más interesados en “vendernos” que en enriquecernos con nuevas
perspectivas. Este afán de ser reconocidos puede volverse un obstáculo para una
conexión auténtica, pues nos impide ver y escuchar de verdad a la otra persona.
En contraste, la modestia y el
silencio son cualidades de gran valor en nuestras interacciones. Al mostrarnos
con humildad y dispuestos a escuchar, creamos un espacio donde tanto nosotros
como los demás podemos expresarnos libremente, y la relación se vuelve más
sincera y significativa.
Siguiendo el precepto de Platón de
que los hijos deben situarse según las capacidades de su propia alma, y no
según las de su padre, cabe preguntarse: si la filosofía es la que nos enseña a
vivir y cada etapa de la vida tiene su propia lección, ¿por qué no transmitimos
esa enseñanza desde la infancia? Nos enseñan a vivir cuando ya hemos dejado la
vida atrás. Muchos jóvenes ya han cometido errores graves antes siquiera de
llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza.
El mundo no es más que cháchara, y
nunca he visto a nadie que hable menos de lo que debe; sin embargo, dedicamos
buena parte de nuestra vida a ello. Escucho a algunos disculparse por no poder
expresarse bien, alegando que su mente está llena de ideas maravillosas que no
logran exteriorizar por falta de elocuencia. A mi juicio, esto es una tontería.
¿De qué se trata realmente? De sombras y conceptos vagos que no han logrado
organizar ni comprender completamente, y por eso tampoco pueden expresar. Ni
siquiera se entienden a sí mismos. Si observas cómo tartamudean al intentar
expresar sus ideas, comprenderás que el problema no está en la expresión, sino
en la falta de claridad en sus propias ideas; no hacen más que darle vueltas a
esa materia incompleta y confusa.
Por mi parte, sostengo —y Sócrates lo
prescribe— que, si alguien tiene en su mente una imagen viva y clara, será
capaz de manifestarla, ya sea en un dialecto simple o incluso con gestos, si es
mudo. Las palabras seguirán sin dificultad a lo que se ha visto y entendido de
antemano.
LA AMISTAD
"Ámalo", decía Quilón,
"como si algún día fueras a odiarlo; ódialo como si algún día fueras a
amarlo". Este consejo, abominable en una amistad suprema y verdadera, es
prudente cuando se trata de amistades comunes y corrientes. Para estas últimas,
cabe aplicar una frase familiar de Aristóteles: "Oh amigos míos, no existe
amigo alguno". No me propongo decir a la gente lo que debe hacer —ya hay
suficientes que se dedican a eso—, sino compartir lo que hago yo: Esta es mi
costumbre; tú haz lo que te convenga.
En la familiaridad de una comida
compartida, prefiero lo agradable a lo prudente. En la intimidad de la alcoba,
valoro la belleza más que la virtud. Y en una conversación, aprecio la
capacidad, aunque falte honradez. Lo mismo en otros aspectos.
Aquel a quien encontraron montado en
un bastón, jugando con sus hijos, le pidió al observador que no opinara hasta
que él mismo fuera padre, pues solo entonces comprendería cómo esa experiencia
cambia el juicio. De manera similar, desearía hablar solo con quienes hayan
vivido lo que intento expresar. Sin embargo, sé cuán rara es esta clase de
amistad en la vida cotidiana y lo poco común que es, así que no espero
encontrar a un juez que realmente pueda entenderlo.
Aquellas amistades que se forjan y
alimentan por placer, interés, o por necesidades públicas o privadas, resultan
menos bellas y nobles. Son menos auténticas en la medida en que introducen otro
motivo, propósito o beneficio en la relación, más allá de la amistad misma.
Tampoco se alinean plenamente con ella, ni de manera conjunta ni separada, las
cuatro formas tradicionales: natural, social, hospitalaria y erótica.
En cuanto a la relación de los hijos
con los padres, se trata más bien de respeto. La amistad se basa en la
comunicación, y esta no puede darse completamente entre ellos debido a la gran
disparidad que existe, la cual podría incluso comprometer los deberes
naturales. Los padres no pueden compartir todos sus pensamientos más íntimos
con sus hijos, para evitar una familiaridad inapropiada. Asimismo, las
advertencias y correcciones, que son una de las principales obligaciones en la
amistad, no pueden ser ejercidas de los hijos hacia los padres.
El amor, cuando se transforma en
amistad, es decir, en un acuerdo de voluntades, pierde fuerza y decae. El
placer físico lo destruye, ya que su finalidad es corporal y puede llegar a
agotarse. La amistad, en cambio, se disfruta a medida que se desea; crece, se
fortalece y se alimenta con el disfrute, ya que es de naturaleza espiritual y
purifica el alma a través de su práctica.
En cuanto al matrimonio, es un
contrato en el que solo la entrada es libre; su duración, en cambio, es
obligatoria y forzosa, dependiendo de factores ajenos a nuestra voluntad; un
amigo mío, un poco cínico, dice que el matrimonio es el único club en el cual
los que están fuera quieren entrar y los que están dentro quieren salir.
Además, este contrato suele establecerse con miras a otros fines. En el
matrimonio surgen innumerables complicaciones externas que deben resolverse,
las cuales pueden romper el vínculo y perturbar el curso de un afecto sincero.
Por el contrario, en la amistad no hay otro propósito ni asunto que el de la
propia amistad.
Por lo demás, lo que habitualmente
llamamos amigos y amistades no son más que relaciones y familiaridades surgidas
por alguna circunstancia o conveniencia, en las cuales nuestras almas se
vinculan temporalmente por un propósito específico.
SOBRE EL EXCESO EN LA VIRTUD Y LA
MODERACIÓN
Como si nuestro contacto estuviera
contaminado, corrompemos las cosas bellas y buenas por naturaleza al tocarlas.
Incluso la virtud puede convertirse en vicio si la abrazamos con un deseo
demasiado intenso y violento. Esto es una reflexión filosófica sutil: es
posible amar en exceso la virtud o entregarse desmesuradamente a una acción
justa. A esto se refiere la palabra divina: "No seáis más sabios de lo
necesario; sed sabiamente moderados."
Las ciencias que gobiernan el
comportamiento humano, como la teología y la filosofía, se inmiscuyen en todos
los aspectos de nuestra vida. No hay acción, por privada y secreta que sea, que
escape a su observación y juicio. Aquellos que limitan su libertad en este
sentido son aún principiantes, como esas personas que se muestran sin reservas
frente a sus amantes, pero se vuelven reservadas y tímidas en presencia de un
médico.
Y, ¿qué decir del hecho de que
nuestros médicos —tanto espirituales como físicos— parecen haber acordado que
no existe otra vía de cura para las enfermedades del cuerpo y del alma que a
través del sufrimiento, el dolor y el sacrificio? Vigilias, ayunos, cilicios en
el pasado, exilios solitarios, confinamientos prolongados, flagelaciones y
otras formas de aflicción han sido establecidas con este fin, siempre que
representen una auténtica carga y estén llenas de rigor y aspereza.
Los embajadores del rey de México, al
expresar a Hernán Cortés la grandeza de su señor, le informaron que tenía
treinta vasallos, cada uno capaz de reunir cien mil combatientes, y que
habitaba en la ciudad más bella y fuerte bajo el cielo. Además, le dijeron que
podía sacrificar a los dioses cincuenta mil hombres al año. Se afirma que
fomentaba la guerra con grandes pueblos vecinos no solo como entrenamiento para
la juventud del país, sino principalmente para proveer prisioneros de guerra
para sus sacrificios. En un lugar, en una villa específica, para dar la
bienvenida a Cortés, sacrificaron a cincuenta hombres a la vez.
Un relato adicional: algunos de estos
pueblos, tras ser derrotados por Cortés, enviaron mensajeros para conocerlo y
buscar su amistad. Los emisarios le ofrecieron tres tipos de regalos de la
siguiente manera: "Señor, aquí tienes cinco esclavos: si eres un dios
feroz que se alimenta de carne y sangre, cómetelos y te traeremos más; si eres
un dios bondadoso, aquí tienes incienso y plumas; si eres un hombre, acepta las
aves y los frutos que te ofrecemos."
LA SOLEDAD
Le comentaron a Sócrates que alguien
no había mejorado en absoluto tras un viaje: «Lo creo», respondió, «viajó
consigo mismo». Es necesario tener marido o mujer, o maridos o mujeres, hijos,
bienes y, sobre todo, salud si es posible, pero sin atarnos a ellos de tal
manera que nuestra felicidad dependa exclusivamente de su presencia.
Debemos reservarnos un espacio
interior completamente nuestro, absolutamente libre, donde podamos fijar
nuestra verdadera libertad y encontrar nuestro principal refugio y soledad. Lo prescribe Paracelso. En
ese lugar debemos mantener una conversación habitual con nosotros mismos, tan
privada que no permita ninguna relación o influencia externa. Debemos pensar y
reír como si no tuviéramos ni marido o esposa, ni hijos, ni bienes, de modo
que, cuando llegue el momento de perderlos, no nos sea extraño sobrevivir sin
ellos. Poseemos un alma capaz de replegarse en sí misma, de hacerse compañía, y
de tener con qué atacar y defenderse, recibir y dar.
No temamos que, en esta soledad, nos
pudramos en el aburrimiento del ocio. La virtud se basta a sí misma: sin
necesidad de enseñanza, palabras o acciones. En nuestras actividades
cotidianas, pocas de ellas, quizá una entre mil, nos atañen realmente. El que
ves en las noticias de la guerra subido en las ruinas de un edificio,
enfurecido, bajo el riesgo de ser abatido a tiros, y aquel otro, cubierto de
cicatrices, demacrado por el hambre, decidido a morir antes que rendirse,
¿crees que están ahí por su propia voluntad? Lo más probable es que estén ahí
por alguien a quien nunca han conocido, mientras esa persona, cómodamente,
disfruta de su vida sin preocuparse lo más mínimo por ellos.
El que ves saliendo de su estudio, a
altas horas de la noche, con legañas y aspecto desaliñado, ¿piensas que busca
en los libros hacerse más sabio, feliz y virtuoso? Nada de eso. Morirá en el
intento o dedicará su vida a cuestiones triviales como la métrica de Plauto o
la ortografía de una palabra latina o, en otro caso, a encontrar la mejor
defensa para un famoso político o narco, que casi es lo mismo. ¿Quién no cambia gustosamente salud, reposo y vida
por reputación y gloria, esa moneda tan inútil y vana?
No nos bastaba con preocuparnos por
nuestra muerte; también nos afligimos por la de nuestras esposas, maridos,
hijos y familiares. No teníamos suficientes preocupaciones con nuestros
asuntos; sumamos también las de nuestros vecinos y amigos, torturándonos y
desgastándonos.
La soledad me parece más razonable
para aquellos que han entregado al mundo sus años más activos, como es mi caso
y el de muchos. Ya hemos vivido bastante para los demás; vivamos para nosotros
mismos lo que resta de vida. Dirijamos hacia nosotros mismos nuestros
pensamientos y deseos, asegurando nuestra retirada del mundo. No es poco
trabajo preparar este desalojo. Aprovechemos el tiempo que Dios nos concede
para prepararnos, despedirnos a tiempo y liberarnos de esas ataduras que nos
alejan de nosotros mismos.
Debemos amar lo que nos rodea, pero
no al punto de estar tan ligados a ello que nos desgarremos al separarnos. La
cosa más importante es saber ser suficiente para uno mismo. Estoy seguro de que
así obran quienes tienen una vida larga.
Es hora de alejarnos de la sociedad
si ya no podemos aportar nada. Quien no pueda prestar, que tampoco tome
prestado. Al perder fuerzas, debemos retirarlas y concentrarlas en nosotros
mismos. Si podemos asumir en nosotros las responsabilidades de tantas amistades
y compañías, hagámoslo. En esta etapa de la vida, cuando nos volvemos inútiles
y molestos para los demás, evitemos serlo para nosotros mismos. Amémonos y
cuidémonos, gobernándonos con respeto y temor hacia nuestra propia razón y
conciencia.
No todos los temperamentos se ajustan
a esta idea de retiro. Aquellos con una disposición más apacible y una voluntad
menos enérgica, se adaptarán mejor a este consejo que las almas activas y
ocupadas, que se involucran en todo y se apasionan por todo.
Aprovechemos las ventajas externas
solo mientras nos sean agradables, pero sin convertirlas en la base de nuestra
felicidad. No lo son; ni la razón ni la naturaleza lo permiten. ¿Por qué
someter nuestra satisfacción a un poder ajeno?
No obstante, anticipar los cambios de
la fortuna y privarse de las ventajas presentes, como algunos lo han hecho por
devoción o por filosofía, es un acto de virtud excesiva. Algunos han renunciado
a todo, incluso al confort, para protegerse de futuras caídas. Sin embargo,
para mí, ya es suficiente prepararme mentalmente para la adversidad, imaginando
el mal que podría venir, como un ejercicio de preparación.
Veo a muchos pobres del mundo, a
menudo más alegres y saludables que yo. Lo he comprobado en África. Al imaginarme en su lugar, intento
ajustar mi alma a su vida. Al considerar estos ejemplos, me decido a no temer
lo que otros enfrentan con tanta paciencia. No creo que la debilidad del
entendimiento sea superior a su fortaleza, ni que la razón no pueda lograr lo
que la costumbre permite.
Sabiendo que nuestras ventajas son
frágiles, pido a Dios que me haga feliz con lo que soy y lo que tengo en mí
mismo. Veo a jóvenes vigorosos que llevan consigo remedios para el menor
malestar, sintiéndose seguros por tener una solución a mano. De igual manera,
si me aqueja una enfermedad más grave, debo tener a mi disposición medios que
alivien y adormezcan el dolor.
La imaginación de quienes buscan la
soledad por devoción, llenando su alma con la certeza de las promesas divinas
en la otra vida, está mucho mejor orientada. Su meta es Dios, un ser infinito
en bondad y poder. En Él, el alma puede saciar plenamente sus deseos con total
libertad. Las aflicciones y los dolores se convierten en beneficiosos, ya que
los consideran medios para alcanzar una salud y felicidad eternas. La muerte,
para ellos, es un tránsito deseado hacia un estado de perfección suprema.
También he tratado sobre esto de manera extensa en otras comunicaciones.
Los sabios nos enseñan a protegernos
de la traición de nuestros deseos y a distinguir entre los placeres verdaderos
e íntegros y aquellos mezclados con más dolor. La mayoría de los placeres,
dicen, nos seducen solo para estrangularnos. Si el dolor de cabeza llegara
antes que la borrachera, evitaríamos beber en exceso. Pero el placer, para
engañarnos, llega primero y oculta su séquito de consecuencias. Los libros son
agradables; sin embargo, si al frecuentarlos perdemos la alegría y la salud,
nuestros mayores bienes, debemos dejarlos. Soy de los que piensan que su
beneficio no puede compensar tal pérdida.
Debemos reservar solo las actividades
que nos mantengan en alerta y nos protejan de la languidez y la pereza
excesiva. Las personas más sabias pueden encontrar un reposo completamente
espiritual, porque su alma es fuerte y vigorosa. Yo, con un alma más común,
necesito el apoyo de placeres corporales para sostenerme. Y ahora que la edad
me ha privado de los placeres que más disfrutaba, busco satisfacción en los que
aún son apropiados para esta etapa de mi vida. Debemos aferrarnos con todas
nuestras fuerzas a los placeres que la vida nos ofrece, pues los años nos los
arrebatan uno a uno.
La inclinación más contraria al
retiro es la ambición. La gloria y el reposo no pueden habitar juntos. Veo que
muchos solo tienen su cuerpo fuera de la multitud, pero su alma y su intención
permanecen profundamente atadas a ella. Recuerdo a aquel que, cuando le
preguntaron por qué se esforzaba tanto en un arte que pocos conocerían,
respondió: "Me basta con pocos, me basta con uno, me basta con
ninguno." Tenía razón. Tú y un compañero o compañera sois suficiente
espectáculo el uno para el otro, o tú para ti mismo. Que el mundo sea para ti
una sola persona, y que una sola persona sea para ti todo el mundo.
No busques que el mundo hable de ti;
busca cómo hablar contigo mismo. Retírate en tu interior, pero prepárate
primero para recibirte. Sería una locura confiar en ti mismo si no sabes cómo
gobernarte. Se puede errar tanto en la soledad como en la compañía. La clave
está en contentarte contigo mismo, en no tomar nada prestado sino de tu propia
fuente, en fijar el alma en pensamientos claros y definidos donde pueda
encontrar satisfacción. Una vez comprendidos los verdaderos bienes, que se
disfrutan en la medida en que se entienden, es suficiente gozarlos sin ansias
de prolongar ni la vida ni el nombre.
Este es el consejo de la verdadera y
genuina filosofía, no de una filosofía ostentosa y superficial.
LA VANIDAD DE LAS PALABRAS: EL ARTE
DEL ENGAÑO
Un retórico de tiempos pasados decía
que su oficio consistía en hacer que las cosas pequeñas parecieran y se
percibieran como grandes. Es como un zapatero que fabrica zapatos enormes para
pies pequeños. En Esparta, probablemente lo habrían azotado por dedicarse a un
arte tan engañoso y falaz. Arquidamo, uno de los reyes de Esparta, no pudo
evitar el asombro cuando Tucídides le respondió quién era más fuerte en la
lucha, si Pericles o él. Tucídides dijo: «Eso sería difícil de comprobar porque,
aunque yo lo derribe en la lucha, él persuade a quienes lo han visto de que no
ha caído, y así gana».
Aristón definió sabiamente la
retórica como la ciencia de persuadir al pueblo. Sócrates y Platón, por su
parte, la consideraron el arte de engañar y halagar. Aunque algunos niegan esta
definición general, sus preceptos la confirman por todas partes. La retórica es
un instrumento inventado para manejar y agitar a la multitud desordenada, y
solo se utiliza en Estados enfermos, como si fuese una medicina. Donde el
vulgo, los ignorantes o las mayorías antinaturales (también llamadas
Frankenstein), han ostentado todo el poder y las cosas han estado en constante
agitación, allí han prosperado los oradores. ¿Os suena de algo?
La elocuencia alcanzó su auge en Roma
en los momentos de mayor crisis pública, durante las tormentas de las guerras
civiles, del mismo modo que los campos más abandonados y salvajes producen las
hierbas más vigorosas. Parecería, por tanto, que los Estados con un monarca
necesitasen menos de la retórica que aquellos que ostentan una república. Craso
error, como podemos comprobar todos los días en nuestro país, que padece una
monarquía florero. La estupidez y la facilidad con que el pueblo puede ser
manipulado por el atractivo de la oratoria no suelen encontrarse en una sola
persona. Aquí son legión. Es más sencillo proteger a un individuo, con buena
educación y consejo, de los efectos de esta ponzoña, pero llevamos siete
décadas destruyendo la Educación, para mayor gloria de estos vividores.
Cuando los arquitectos se hinchan de
orgullo con palabras grandilocuentes como "pilastras",
"arquitrabes", "cornisas", o "de estilo corintio y
dórico", mi imaginación, sin quererlo, se llena con la imagen del majestuoso
palacio de Apolidón. Pero al final, descubro que no son más que las modestas
piezas de la puerta de mi cocina. Si escuchas términos como
"metonimia", "metáfora", "alegoría" y otros
similares del lenguaje gramatical, ¿no te parece que están hablando de algún
lenguaje exótico y extraño? ¿Y qué decir de la jerigonza médica o de la
judicial?
LA MODERACIÓN DE LOS ANTIGUOS
En plena gloria de sus victorias
contra los cartagineses, Atilio Régulo, general romano en África, escribió al
Senado informando que el mozo de labranza que había dejado a cargo de su
modesto patrimonio de siete yugadas (unas tres hectáreas) de tierra había
huido, llevándose los instrumentos de labranza. Régulo solicitaba permiso para
regresar y hacerse cargo de su propiedad, temiendo por el bienestar de su
esposa e hijos. El Senado, en respuesta, asignó a otra persona para administrar
sus bienes y restituyó lo robado. Además, ordenó que su familia fuera mantenida
con fondos del erario público.
Catón el Viejo, tras su servicio en
España como cónsul, vendió su caballo para evitar el costo de transportarlo de
regreso a Italia por mar. Durante su tiempo como gobernador de Cerdeña,
realizaba sus visitas a pie, acompañado únicamente por un funcionario que le
llevaba un vestido y un vaso para los sacrificios; en la mayoría de las
ocasiones, él mismo cargaba su baúl. Se enorgullecía de no haber tenido nunca
una prenda que costara más de diez escudos, de no gastar más de diez sueldos
diarios en el mercado, y de no tener ninguna casa de campo.
Escipión Emiliano, a pesar de haber
obtenido dos triunfos y ocupado dos consulados, viajó como embajador con solo
siete servidores. Se dice que Homero nunca tuvo más de un sirviente; Platón,
tres; y Zenón, fundador de la escuela estoica, ninguno.
A Tiberio Graco, considerado el más
prominente entre los romanos de su tiempo, se le asignaron únicamente cinco
sueldos y medio al día cuando partió en misión para la República.
Casi lo mismo que las prebendas de nuestros
diputados, senadores, consejeros y presidentes autonómicos, ministros, jefe del
Gobierno y sus más de 900 asesores. En julio de 2024, 14 comunidades autónomas
y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla contaban con un total de 804
asesores. Es importante destacar que no todas las comunidades autónomas
publican esta información de manera transparente. Por ejemplo, Galicia, País
Vasco y Asturias no disponen de datos accesibles sobre el número de asesores en
sus respectivos gobiernos. Qué decir de su transporte público gratuito por
tierra, mar y aire. Falcon, helicópteros, escoltas, etc. Sin olvidarnos de sus
onerosos salarios, su derecho a jubilaciones con ridículos períodos de trabajo,
etc. A la constatación pública de todo esto, ellos, y otros que les bailan el
agua, le llaman demagogia. Yo, en sentido figurado y moderno, le llamo
satrapía.
LA INSACIABLE BÚSQUEDA DE LA
SATISFACCIÓN
Si dedicáramos de vez en cuando un
momento a examinarnos, y el tiempo que gastamos en criticar a los demás y en
conocer cosas externas, lo empleáramos en explorar nuestro interior, nos
daríamos cuenta fácilmente de cuánto nuestra composición está hecha de piezas
frágiles y defectuosas. ¿No es una clara muestra de imperfección que no podamos
fijar nuestra satisfacción en nada, y que ni siquiera con el deseo y la
imaginación podamos elegir lo que realmente nos conviene?
Un buen ejemplo de esto es la
interminable discusión entre los filósofos sobre cuál es el bien supremo del
hombre, una cuestión que ha perdurado y probablemente seguirá sin resolución ni
consenso. Mientras nos falta aquello que deseamos, parece superar a todo lo
demás; pero una vez que lo conseguimos, de inmediato deseamos otra cosa, y la
misma insaciable sed nos domina nuevamente.
Sentimos que nada de lo que conocemos
y poseemos nos satisface, y nos dejamos deslumbrar por lo que está por venir y
lo desconocido. Las cosas presentes no nos sacian, no porque carezcan de valor
o capacidad para hacerlo, sino porque nuestra manera de apropiarnos de ellas es
desordenada y enfermiza.
“Cuando se observó que los mortales,
a pesar de tener casi todo lo necesario, con los poderosos colmados de
riquezas, honor y gloria, y gozando de la buena reputación de sus hijos,
seguían sintiendo angustia en su interior y tenían el alma llena de quejas, se
comprendió que el problema residía en el recipiente mismo, en el ser humano.
Este corrompe con sus propios defectos todo lo que recibe, incluso los bienes”.
Nuestro deseo es indeciso e
inconstante; no sabe poseer ni disfrutar correctamente de nada. El hombre,
creyendo que el problema está en lo que posee, se llena de expectativas y
esperanzas hacia cosas desconocidas, a las que otorga honor y reverencia. Como
bien señala César: «Es un defecto común de la naturaleza humana confiar más
en lo desconocido, lo oculto y lo inexplorado, y temerlo con mayor intensidad».
LOS OLORES
Se cuenta de algunos personajes, como
Alejandro Magno, que su sudor desprendía un aroma agradable debido a una
peculiar y rara constitución física; Plutarco y otros han indagado sobre la
causa de este fenómeno. Sin embargo, la condición habitual de los cuerpos
humanos es otra: la mejor situación a la que pueden aspirar es no tener olor
alguno. Incluso la frescura de los alientos más puros no tiene una cualidad más
perfecta que la de carecer de un olor que ofenda, como sucede con los niños
completamente sanos.
El más refinado perfume de una mujer,
para mí, es no oler a nada. Los perfumes artificiales son, con razón,
sospechosos en quienes los usan, ya que parecen estar destinados a enmascarar
algún defecto natural. A pesar de ello, disfruto enormemente de los buenos
olores y detesto profundamente los malos, que percibo a gran distancia, porque
tengo un olfato único, más agudo que el de un perro vivaz para detectar dónde
se esconde un jabalí, para discernir si una vegetación o un fétido macho cabrío
se oculta bajo unos sobacos peludos.
Prefiero los olores más simples y
naturales. Es una preocupación que atañe principalmente a las mujeres. Incluso
en plena barbarie, las mujeres escitas, tras lavarse, se cubrían el cuerpo y el
rostro con una sustancia aromática que crece en su región. Creían que, al
quitarse este maquillaje, quedaban limpias y perfumadas, listas para atraer a
los hombres.
Me sorprende cuánto se me adhieren
los olores y lo propensa que es mi piel a impregnarse de ellos. Cuando cocino,
el olor a ajo se queda conmigo una semana. He optado por usar guantes. Si alguien critica a la naturaleza
por no haber dado al hombre un instrumento para llevar los olores a la nariz,
se equivoca, pues los olores se conducen solos. Particularmente, mi bigote me
sirve para esto. Si le acerco un buen queso, el aroma queda en él todo un día.
Delata de dónde vengo. Los besos de la juventud, intensos y pegajosos, se
quedaban adheridos a él, permaneciendo allí muchas horas después.
Los médicos podrían, a mi parecer,
obtener más beneficios de los olores de lo que actualmente lo hacen. He notado
con frecuencia cómo ciertos aromas me afectan y alteran mi alma, dependiendo de
su naturaleza. Esto me lleva a respaldar la idea de que la invención de los
inciensos y perfumes en las iglesias, una práctica tan antigua y extendida por
todas las culturas y religiones, tiene como propósito recrear, despertar y
purificar nuestros sentidos, haciéndonos así más receptivos y propicios para la
contemplación espiritual, y no para matar los olores corporales.
LAS ORACIONES
Propongo fantasías vagas e
indefinidas, de manera similar a quienes plantean cuestiones inciertas para
debatirlas en diferentes foros y chats, no con el fin de establecer la verdad,
sino de buscarla. Someto estas reflexiones al juicio de quienes tienen autoridad
sobre mis acciones, escritos e incluso pensamientos. Para mí, la condena será
tan valiosa y útil como la aprobación y todo lo que no es una bendición, es una
oportunidad.
Considero absurda e irreverente por
mi parte cualquier idea que, de forma ignorante o inadvertida, pueda
encontrarse en esta recopilación y sea contraria a las sagradas resoluciones y
preceptos de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual nací y en la
cual moriré, o de cualquier otra religión.
No obstante, nunca sujeto a la
autoridad de su censura, que carece de plena potestad sobre mí, me permito
irrumpir ligeramente en toda clase de temas, como lo hago aquí.
No sé si me equivoco, pero, dado que
por un favor especial de la bondad divina se nos ha prescrito una forma de
oración específica, dictada palabra por palabra por Dios mismo, siempre he
pensado que deberíamos usarla con más frecuencia. Si me permitieran opinar,
sugeriría que al comienzo y al final de nuestras comidas, al levantarnos, al
acostarnos, y en todas las acciones donde se acostumbra incluir una plegaria,
los cristianos usaran el Padrenuestro, si no de manera exclusiva, al menos de
forma constante.
La Iglesia, por supuesto, puede
ampliar y variar las oraciones según las necesidades de nuestra instrucción; no
ignoro que todas ellas mantienen la misma esencia. Sin embargo, creo que esta
oración debería tener el privilegio de estar continuamente en nuestros labios,
pues sin duda expresa todo lo necesario y es adecuada para cualquier
circunstancia. Es la única oración que utilizo en todas partes, repitiéndola en
lugar de cambiarla. Por ello, tampoco tengo otra oración en la memoria más que
esta.
Estaba reflexionando de dónde surge
el error de recurrir a Dios en todos nuestros propósitos y empresas, y de
invocarlo en cualquier asunto, ya sea justo o injusto, y de proclamar su nombre
y poder en cualquier situación, incluso en actos indecorosos. He tenido
oportunidad de leer sobre las tres etapas de formación de los chelas en la
India. Me resultó asombroso todo el proceso y su duración, pero lo que más me
llamó la atención fue su cuidado escrupuloso al invocar a Dios. Dios es nuestro
único y verdadero protector, capaz de todo para ayudarnos. Pero, aunque se
digne honrarnos con esta dulce alianza paternal, es tan justo como bueno y
poderoso. Y es precisamente su justicia la que emplea con mayor frecuencia,
favoreciéndonos según ella y no conforme a nuestras peticiones. En algunas
religiones, las peticiones materiales se dirigen a dioses menores, devas y
santos.
Platón, en sus Leyes,
identifica tres creencias injuriosas acerca de los dioses: que no existen, que
no se ocupan de nuestros asuntos, y que conceden todo lo que pedimos a través
de votos, ofrendas y sacrificios. Según Platón, el primer error —negar la
existencia de los dioses— no persiste de manera constante en nadie desde la
infancia hasta la vejez. (En algunas personas Dios aparece, o reaparece, con el nacimiento de sus achaques). Sin embargo, los otros dos errores pueden
mantenerse con constancia.
La justicia y el poder de los dioses
son inseparables (Karma). Es inútil invocar su fuerza en una causa injusta.
Para acercarnos a ellos, es necesario tener el alma limpia, al menos en el
momento de la oración, y libre de pasiones amorales. De lo contrario, nos
convertimos en artífices de nuestro propio castigo, entregando nosotros mismos
las varas con las que seremos castigados. En lugar de enmendar nuestras faltas,
las agravamos al presentar ante Dios, a quien debemos pedir perdón, un corazón
lleno de irreverencia y odio.
La posición de la persona que mezcla
la devoción con una vida execrable parece, en cierto modo, más condenable que
la de aquella que vive abiertamente disoluta y en conformidad consigo misma.
Rezamos por hábito y costumbre o,
mejor dicho, recitamos nuestras oraciones. Al final, no es más que una
apariencia. Me desagrada ver cómo algunos se hacen tres señales de la cruz en
la consagración y otras tantas en la acción de gracias, pero luego, el resto
del día se dedican al odio, la avaricia y la injusticia. Una hora para los
vicios y otra para Dios, como si fuera una compensación o un compromiso. Es
asombroso cómo acciones tan distintas se suceden sin interrupción ni alteración
visible.
¿Qué clase de conciencia prodigiosa
puede encontrar paz al alojar, de forma tan armoniosa y apacible, al crimen y
al juez en el mismo albergue? Una persona cuyo pensamiento está constantemente
dominado por alguna inmoralidad, sabiendo que es aborrecible a los ojos
divinos, ¿qué le dice a Dios cuando le habla de ello? Se recupera
momentáneamente, pero pronto recae. Si el temor a la justicia divina realmente
lo golpeara y castigara su alma como afirma, el propio miedo le impediría tan a
menudo pensar en ello que acabaría por dominar sus faltas habituales.
¿Qué decir de aquellos que basan toda
su vida en los frutos de la inmoralidad? Hay muchas ocupaciones y profesiones
que aceptamos, cuya esencia es inmoral. ¿Cómo acomoda una persona tal
contradicción en su conciencia? ¿Con qué lenguaje presentan esto ante la
justicia divina? Es que no soy creyente, me responderán algunos. Seguramente
tampoco se acordarán nunca de la ley de la gravedad, o Ley de Newton, o ni tan
siquiera la conocen, pero caminan, como todos, pegados al suelo. Nuestras
creencias valen bien poco en comparación con las leyes a las que están
sometidas.
Qué fantasiosa me parece la creencia
de aquellos que, en estos tiempos, acusan a cualquier persona con cierta
claridad mental, que profese el cristianismo, o cualquier otra religión. Ellos,
que no creen en nada, pretenden que creamos en ellos.
¡Qué enfermedad tan molesta es esa
soberbia que lleva a creer que es imposible aceptar una opinión contraria! Más
aún, esa obstinación que prefiere alguna ventaja temporal a las esperanzas de
la vida eterna.
Propongo estas reflexiones humanas y
propias simplemente como lo que son: fantasías humanas, concebidas desde una
perspectiva personal, no como verdades decretadas por mandato divino, ni como
dogmas inmutables. Son materia de opinión, no de fe; lo que discurro por mí
mismo, no lo que creo según Dios. Lo hago de una manera laica, no clerical,
aunque siempre con un profundo sentido religioso, del mismo modo que los niños
presentan sus ensayos: para aprender, no para enseñar. A mí, en este pasaje de
mi vida, ya me cabe la gran satisfacción de haber traducido al castellano la
magna obra del Dr. Bhagavan Das: “La Unidad Esencial de Todas las
Religiones”, que tendréis ocasión de leer, si así lo deseáis, en este blog.
Cualquiera que sea la forma en que
invoquemos a Dios para nuestra relación y compañía, debemos hacerlo con
seriedad y devoción. En un discurso de Jenofonte, se argumenta que deberíamos
rezar menos frecuentemente, porque no es fácil restaurar nuestra alma a esa
disposición ordenada, reformada y devota que es necesaria para la oración. De
lo contrario, nuestras oraciones no solo son vanas e inútiles, sino también maliciosas.
Cuando decimos "Perdónanos como
nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido", ¿qué estamos diciendo,
sino que ofrecemos nuestra alma libre de venganza y rencor? ¿Cómo podría Él,
siendo Dios, pedirme que ame al prójimo como a mí mismo, si no fuésemos
realmente lo mismo? Y, aun así, invocamos a Dios y su ayuda para conspirar en
favor de nuestras faltas, incitándolo a la injusticia. El avaro reza por la
conservación superflua de sus tesoros; el ambicioso, por sus victorias y el
avance de su fortuna. El ladrón pide ayuda divina para sortear los peligros y
dificultades en la ejecución de sus actos malignos, o agradece la facilidad con
la que ha podido matar a un inocente.
Quizá olvidan que Dios no mide triunfos ni fracasos en un marcador, ni se deja llevar por colores o banderas. Su presencia habita en el esfuerzo sincero, en la entrega plena y en la nobleza del juego. Tal vez la verdadera bendición no está en la victoria, sino en la capacidad de competir con honor, de aprender en la derrota y de celebrar con humildad el éxito.
Si en lugar de pedir el triunfo sobre el otro, se pidiera fortaleza para dar lo mejor de uno mismo, tal vez el deporte se convertiría en un auténtico reflejo de grandeza espiritual. Porque al final, más que ganar o perder, se trata de crecer, de compartir y de honrar el talento que nos ha sido concedido. De agradecer al rival que te haya dado la oportunidad de ofrecer lo mejor de ti mismo.
¿Y no podría argumentarse, con cierta
razón, que el mandato de escribir sobre religión con gran cautela, salvo para
quienes se dedican expresamente a ello, tiene su utilidad y justicia? Tal vez,
por esa misma razón, será mejor que me calle.
LA EDAD
No puedo aprobar la manera en que
determinamos la duración de nuestra vida. Observo que los sabios la acortan
mucho más de lo que comúnmente se piensa. Cuando intentaban impedir que Catón
el Joven se quitara la vida, él respondió: «¿Cómo? ¿A la edad que tengo ahora,
se me puede reprochar que dejo la vida demasiado pronto?». Tenía apenas
cuarenta y ocho años, pero esa edad le parecía ya madura y avanzada,
considerando cuán pocos llegaban a ella.
Aquellos que se complacen en esperar
un curso de vida que llaman natural, con la promesa de algunos años más, lo
harían mejor si tuvieran un privilegio que los librara de los innumerables
accidentes a los que todos estamos expuestos. Es un desvarío esperar morir por
la declinación de fuerzas que trae la extrema vejez, como si esa fuera la única
muerte natural, siendo en realidad la más rara y menos común. Decimos que es la
única natural, como si fuera antinatural morir por una caída, un naufragio, una
peste o una pulmonía, como si nuestra condición no nos expusiera a estas
eventualidades.
No nos engañemos con esas palabras
halagadoras; tal vez deberíamos llamar natural a lo que es común y general.
Morir de vejez es una muerte rara y extraordinaria y, por tanto, menos natural
que otras. Es la última y más extrema manera de morir, y cuanto más alejada
está de nosotros, menos podemos esperarla. Es el límite que la ley de la
naturaleza ha prescrito, pero llegar hasta él es un privilegio rarísimo,
concedido a pocos en el transcurso de siglos.
Por tanto, mi opinión es que debemos
considerar la edad que hemos alcanzado como un logro al que pocos llegan. El
hecho de haber superado la media habitual de vida indica que estamos ya muy
avanzados. Si hemos evitado tantas oportunidades de muerte, como me ocurrió a
mí, que han acabado con otros, debemos aceptar que la fortuna extraordinaria
que nos ha preservado no durará mucho más.
Por mi parte, creo que las almas
muestran su pleno potencial alrededor de los veinte años. En mi caso a los
veintitrés. Si no han dado pruebas de su fuerza a esa edad, difícilmente lo
harán después. Las cualidades y virtudes naturales se manifiestan entonces, o
nunca:
Si la espina no pincha al nacer, difícilmente
pinchará nunca.
Si analizara todas las grandes
acciones humanas de las que he oído, de cualquier tipo, encontraría más
realizadas antes de los treinta años que después, tanto en tiempos antiguos
como en los nuestros.
A veces, el cuerpo sucumbe primero a
la vejez, mientras que otras veces también lo hace la mente; conozco a
bastantes cuyo intelecto se debilitó antes que su estómago o sus piernas. Este
es un mal mucho más peligroso porque quien lo padece rara vez lo percibe, y su
manifestación es sutil y confusa al principio y demoledora al final, sobre todo
para sus allegados.
No me parece razonable retirar a las
personas de sus funciones antes de los sesenta y cinco o setenta años. Por el
contrario, creo que, en beneficio del interés público, deberíamos prolongar su
actividad y ocupación todo lo posible. Sin embargo, veo un error opuesto: no se
las emplea lo suficientemente pronto. En esta ocasión, me quejo no de que las
leyes nos mantengan en la tarea demasiado tiempo, sino de que nos hagan empezar
demasiado tarde. Y eso lo digo porque empecé a trabajar con poco más de catorce años,
como tantos de mi generación, y tuve tiempo de sobra para formarme, por eso sé
de lo que hablo. En mis tiempos de estudiante, con estudiar dos o tres horas al día sacabas una carrera. Hoy en día, desde el Plan Bolonia, con esas horas de estudio, cualquier persona normal, sacaría tres. Considerando la fragilidad de nuestra vida y la multitud de
peligros comunes y naturales a los que estamos expuestos, no deberíamos dedicar
una parte tan grande de nuestra existencia al crecimiento, la ociosidad y el
aprendizaje.
SOBRE LA INCONSTANCIA DEL CARÁCTER
HUMANO
Es razonable, hasta cierto punto,
juzgar a una persona por los rasgos más habituales de su vida; sin embargo,
dada la natural inestabilidad de nuestro comportamiento y nuestras opiniones,
me ha parecido muchas veces que incluso los autores más respetados se equivocan
al intentar construir una imagen firme y coherente de nosotros. Eligen un
perfil general y, a partir de esa imagen, se dedican a interpretar y encajar
todas las acciones del personaje. Y si alguna acción no se ajusta a esa imagen,
la atribuyen al disimulo. Un ejemplo claro es Augusto. En él encontramos una
diversidad de acciones tan evidente, súbita y constante a lo largo de su vida,
que incluso los jueces más audaces no logran encasillarlo en una sola
categoría, dejándolo indefinido.
En realidad, no creo con tanta
facilidad en la constancia de los seres humanos, pero sí creo firmemente en su
inconstancia. Quien se tomara el tiempo para juzgar a las personas en detalle,
pieza por pieza, estaría más cerca de la verdad que aquellos que intentan
simplificar su carácter. A lo largo de la historia, apenas encontramos una
docena de personas que hayan guiado su vida por un camino estable y coherente,
que es, en esencia, el objetivo de la verdadera sabiduría. Como decía un
antiguo pensador, la clave de la vida consiste en desear y rechazar siempre las
mismas cosas. No hace falta añadir, según él, que esta voluntad debe ser justa,
porque si no lo es, es imposible mantenerla constante.
He aprendido hace tiempo que el vicio,
palabra que hoy ya no se usa, no es otra cosa que desorden y falta de
moderación, lo que hace imposible que esté acompañado de constancia. Según
Demóstenes, se dice que el inicio de toda virtud es la reflexión y la
deliberación, mientras que su perfección y culminación es la constancia.
Si eligiéramos un camino firme basado
en la razón, sin duda optaríamos por el más noble; pero, en realidad, nadie
parece haber pensado en ello. En cambio, nos movemos sin rumbo: buscamos lo que
acabamos de rechazar y, acto seguido, volvemos a desear lo que acabamos de
abandonar, contradiciendo así todo el orden de nuestra vida. Nuestra forma
habitual es seguir las inclinaciones del deseo, ya sea hacia la izquierda, la
derecha, hacia arriba o hacia abajo, según nos arrastre el viento de las
circunstancias.
Solo pensamos en lo que queremos en
el momento en que lo deseamos, y cambiamos de opinión tan fácilmente como ese
animal que adopta el color del entorno en el que se encuentra. Lo que hoy nos
proponemos, lo descartamos poco después, para más tarde volver sobre nuestros
pasos. No somos más que un vaivén constante, oscilando sin dirección. Nos
dejamos llevar por fuerzas externas como marionetas, movidas por hilos que no
controlamos.
Fluctuamos entre opiniones opuestas;
no deseamos nada con verdadera libertad, ni de forma absoluta, ni con
constancia. Si alguien se hubiera propuesto y establecido en su mente unas
leyes claras y un sistema de vida firme, veríamos en esa persona una conducta
coherente a lo largo de toda su existencia, con un orden y una armonía
infalibles en todas sus acciones.
Empédocles notaba esta contradicción
en los agrigentinos: vivían entregados a los placeres como si fueran a morir al
día siguiente, pero construían edificios como si fueran a vivir para siempre. Creo
que eso mismo se puede aplicar en todo tiempo. Sería fácil explicar una vida
tan coherente como la de Catón el Joven; en él, cada acción encajaba
perfectamente con las demás, como una melodía en perfecta sintonía, sin
contradicciones.
En cambio, en nosotros, cada acto
requiere un juicio independiente, evaluado en su propio contexto. Lo más
sensato, según creo, sería juzgar nuestras acciones en función de las
circunstancias inmediatas, sin complicarnos en deducciones más profundas ni en
buscar consecuencias futuras.
Aquel a quien ayer viste tan
valiente, no te sorprenda verlo mañana lleno de temor. Quizás fue la ira, la
necesidad, la compañía, el vino o el sonido de una trompeta lo que le dio ese
impulso de coraje; no fue un valor forjado a través de la razón. Fueron las
circunstancias las que lo fortalecieron, así que no es extraño verlo
transformarse en otra persona cuando se enfrenta a situaciones diferentes.
La variabilidad y contradicción que
observamos en nosotros mismos, tan voluble y cambiante, ha llevado a algunos a
pensar que tenemos dos almas, y a otros, que hay dos fuerzas opuestas dentro de
nosotros, cada una empujando en direcciones distintas: una hacia el bien y otra
hacia el mal. Les resulta difícil reconciliar una mutabilidad tan brusca con un
ser único y simple.
No solo el viento de los
acontecimientos externos me mueve en diferentes direcciones, sino que también
me altero por la inestabilidad de mi propia naturaleza. Aquellos que se
observan con atención se darán cuenta de que rara vez se encuentran en el mismo
estado dos veces. Mi alma adopta diferentes caras según hacia dónde la inclino.
Si hablo de mí de manera diversa, es porque me veo de manera distinta en cada
momento.
Dentro de mí, conviven todas las
oposiciones según la circunstancia: puedo ser tímido e insolente; casto y
lujurioso; hablador y silencioso; resistente y delicado; ingenioso y obtuso;
huraño y afable; mentiroso y veraz; erudito e ignorante; generoso, avaro y
derrochador, todo a la vez, dependiendo del ángulo desde el que me observe.
Cualquiera que se estudie a sí mismo
con suficiente profundidad encontrará en su propio juicio esa misma
inestabilidad y contradicción. No puedo describirme de manera completa, simple
y coherente, sin mezclar elementos opuestos; no hay una sola palabra que
capture mi ser en su totalidad.
Estamos hechos de fragmentos, y
nuestra composición es tan irregular y variada que cada pieza, cada momento,
tiene su propio papel. La diferencia que existe entre lo que somos en un
momento y lo que somos en otro puede ser tan grande como la que nos separa de
los demás.
Por eso, no es propio de una mente
tranquila juzgarnos simplemente por nuestras acciones externas; es necesario
mirar más allá y explorar lo que hay en nuestro interior, entendiendo las
razones que motivan cada uno de nuestros movimientos. Como ya he mencionado en
otra parte, si tuviésemos que juzgar a nuestros dirigentes por sus acciones, y
no por sus intenciones, deberíamos tratarlos como a criminales. Sin embargo,
dado que es una tarea compleja y arriesgada, desearía que fueran menos las
personas que se dedicaran a ella.
SOBRE LA EMBRIAGUEZ
El mundo está lleno de variedad y
contrastes. Todos los vicios tienen en común ser defectos, y tal vez así lo
entienden los estoicos. Sin embargo, aunque todos sean vicios, no son iguales
entre sí. No resulta creíble pensar que alguien que ha traspasado los límites
por cien pasos no sea peor que quien solo se ha desviado por diez, o que un
sacrilegio sea igual que robar una col del huerto. Hay tantas diferencias en
esto como en cualquier otra cosa.
Confundir el orden y la medida de los
pecados es peligroso. Los asesinos, traidores y tiranos se benefician demasiado
de esa confusión. No es razonable que alivien su conciencia comparándose con
quienes solo son ociosos, lujuriosos o menos devotos. Todos tendemos a exagerar
los errores ajenos y minimizar los propios. Incluso los maestros, a menudo,
clasifican mal estas faltas.
Así como Sócrates decía que la mayor
tarea de la sabiduría es distinguir entre lo bueno y lo malo, nosotros, los que
aún tenemos mucho de lo último, debemos centrarnos en la habilidad de
distinguir entre los distintos vicios. Sin una distinción precisa, la virtud y
el vicio se mezclan y se confunden.
Entre todos los vicios, la embriaguez
me parece especialmente tosca y degradante. El espíritu participa más en otros
vicios, algunos de los cuales, por decirlo de alguna forma, tienen un cierto
toque de nobleza. En ellos intervienen la astucia, la valentía, la prudencia y
la destreza. Pero la embriaguez es completamente corporal y terrenal. Además,
las naciones más rústicas son las que más lo celebran. Mientras otros vicios
perturban la mente, la embriaguez la aturde y, además, afecta al cuerpo: una
vez que el alcohol ha hecho su efecto, viene la pesadez, las piernas se vuelven
inestables, la lengua se traba, la mente se nubla y los ojos se llenan de
lágrimas. Luego llegan los gritos, los enconos y las peleas.
El peor estado para el ser humano es
cuando pierde el control y la conciencia de sí mismo. Se dice, además que, así
como el mosto en fermentación empuja a la superficie lo que estaba en el fondo,
el vino hace aflorar los secretos y defectos más profundos de quienes han
bebido en exceso.
Es cierto que la Antigüedad fue más
indulgente con este vicio. Incluso en los escritos de muchos filósofos
encontramos cierta tolerancia hacia él. Algunos estoicos, de hecho, aconsejaban
permitirse ocasionalmente el lujo de embriagarse para relajar el alma. Mi
propio temperamento rechaza este vicio más que mi razón. Porque, aunque suelo
seguir la autoridad de las opiniones antiguas, me parece un vicio cobarde y
estúpido, aunque menos malicioso y dañino que otros que afectan más
directamente a la sociedad.
Si no podemos obtener placer sin
algún precio, como suele decirse, creo que la embriaguez es un vicio que nos
sale relativamente barato en términos de conciencia. Además, sus preparativos
son sencillos y no es difícil de satisfacer, lo cual no es un detalle menor.
Recuerdo a un hombre de gran dignidad
y avanzada edad que me confesó que contaba la embriaguez entre los tres
principales placeres que le quedaban en la vida. Sin embargo, creo que lo
entendía mal. No hay que ser demasiado selectivo ni delicado con el vino. Si tu
placer depende de que sea un buen vino, te impones la decepción de beber uno
que no sea de tu agrado. Para disfrutarlo realmente, es mejor tener un gusto
más libre y flexible.
Los antiguos dedicaban noches enteras
a este placer, y no pocas veces le sumaban también los días. Sin duda, se
necesitaba una mayor capacidad y resistencia para ello. He conocido a un gran
señor de nuestros tiempos, una persona de grandes logros y reconocido éxito,
que, sin apenas esfuerzo, durante sus comidas cotidianas, bebía cerca de un litro de vino, y, aun así, no dejaba de mostrarse sumamente sabio y hábil
en la gestión de nuestros asuntos.
Para que un placer merezca un lugar
en el curso de nuestra vida, debe ocupar más espacio. No debería
desaprovecharse ninguna ocasión para beber, como hacen los artesanos y
trabajadores, que siempre encuentran un momento para ello, manteniendo ese
deseo siempre presente. Parece, sin embargo, que hoy en día vamos limitando
cada vez más su uso. Recuerdo que, en mi infancia, era mucho más común
disfrutar de almuerzos, meriendas y cenas acompañados de vino, una costumbre
que ha ido desapareciendo con el tiempo. ¿Es esto una señal de que hemos
mejorado en algo? Sinceramente, no lo creo.
De hecho, es posible que hoy estemos
más entregados a la lujuria que nuestros antepasados. Estos dos placeres,
cuando se intensifican, tienden a estorbarse mutuamente. Por un lado, la
lujuria ha debilitado nuestros estómagos; por otro, la sobriedad parece
habernos vuelto más atentos y refinados en los asuntos del amor, buscando el
cortejo con mayor elegancia.
Me asombran los relatos que escuché
de mi padre sobre la castidad en su época. Podía hablar con autoridad sobre el
tema, ya que, tanto por habilidad como por naturaleza, tenía un trato muy
afable con las mujeres. Su forma de hablar era sencilla pero precisa; y,
además, solía añadir a su lenguaje ciertos adornos, fruto de su frescura mental
y su sentido del humor. Su porte reflejaba una mezcla de seriedad y humildad,
con una modestia impecable. Prestaba un cuidado especial a la decencia y al
decoro tanto de su apariencia como de sus ropas, siempre buscando proyectar una
imagen de respeto y dignidad. Para ser hombre de pequeña talla, estaba lleno de
vigor y era de estatura recta y bien proporcionada. Hasta que la muerte lo
segó.
Volvamos a nuestras botellas. Los
inconvenientes de la vejez, que requieren cierto apoyo y estímulo, podrían, con
razón, hacerme desear este placer, ya que es prácticamente el último que el
paso del tiempo nos arrebata. Como dicen mis camaradas en tono festivo, el
calor natural del cuerpo empieza primero en los pies —eso corresponde a la
infancia—. Luego asciende a la región media, donde se asienta durante mucho
tiempo, aunque nunca suficiente, y genera lo que, en mi opinión, son los únicos
placeres verdaderos del cuerpo; los demás placeres, en comparación, parecen
adormecidos. Finalmente, como un vapor que sube y se disipa, llega a la
garganta, donde hace su última parada.
Sin embargo, no alcanzo a entender
cómo se puede prolongar el placer de beber más allá de la sed, creando un deseo
artificial y opuesto a la naturaleza. Mi estómago nunca llegaría a soportar
eso; ya tiene suficiente trabajo con procesar lo que toma por necesidad. Mi
constitución me lleva a ignorar la bebida hasta después de haber comido, por lo
que el último trago que tomo es casi siempre el más abundante.
A medida que envejecemos, y con el
paladar embotado por diversos achaques, el vino parece saber mejor a medida que
nuestros poros se abren y se limpian. En mi caso, rara vez aprecio realmente el
sabor del primer sorbo; es solo con el tiempo que el gusto se revela
plenamente.
Platón prohibía que los niños
bebieran vino antes de los dieciocho años y que se embriagaran antes de los
cuarenta. Sin embargo, a quienes ya han pasado de los cuarenta, les permite
disfrutar del placer del vino y mezclar generosamente en sus banquetes la
influencia de Dionisio, el dios que devuelve la alegría a los hombres y
rejuvenece a los ancianos, ablandando las pasiones del alma de la misma forma
en que el fuego ablanda el hierro.
En sus Leyes, Platón considera
que estas reuniones para beber son beneficiosas, siempre y cuando haya un líder
que las modere y regule. La embriaguez, según él, es una prueba efectiva y
segura de la verdadera naturaleza de cada persona. Además, ofrece a los mayores
la confianza para divertirse con la danza y la música, actividades que suelen
evitar cuando están sobrios. El vino, en su opinión, puede proporcionar
templanza al alma y salud al cuerpo. A pesar de todo, Platón establece ciertas
restricciones, algunas inspiradas en los cartagineses: que se evite el consumo
de vino durante las campañas militares, y que magistrados y jueces se abstengan
mientras desempeñan sus funciones y deliberan sobre asuntos públicos. Además,
recomienda que no se consuma durante el día, que está destinado a otras
ocupaciones (parece una obviedad en nuestros días, pero se consumen alcohol y
otras drogas), ni durante la noche, especialmente cuando se busca concebir
hijos. Esto último tiene una razón profunda ya explicada en otras comunicaciones.
Es una cuestión antigua y fascinante
preguntarse si el alma del sabio puede sucumbir a la fuerza del vino:
"¿Puede éste vencer una sabiduría bien armada?" Yo digo que el alma
no, pero la mente sí. Ya lo he explicado en otra comunicación. Nos dejamos
llevar por la vanidad que surge de nuestra buena opinión sobre nosotros mismos.
Incluso al alma más ordenada y perfecta del mundo le cuesta mantenerse en pie y
evitar caer por su propia fragilidad. Entre mil personas, apenas hay una que
sea recta y sensata durante un solo momento de su vida; y cabe preguntarse si,
de acuerdo con su naturaleza, es siquiera posible que lo sea. La constancia, si
alguna vez la alcanza, es su máxima perfección, siempre y cuando nada la
perturbe, cosa que mil circunstancias pueden hacer.
Por mucho que Lucrecio, el gran
poeta, filosofara y se esforzara, no pudo evitar que un brebaje amoroso lo
llevara a la locura. ¿Acaso cree alguien que una apoplejía no afectaría a
Sócrates del mismo modo que a un simple trabajador? Algunos llegan a olvidar quienes
son, a pesar de lo importantes que fueron en su tiempo, por la fuerza de la enfermedad
de Alzheimer, y una leve herida ha llevado a otros a perder la razón. No
importa cuán sabio se sea, al fin y al cabo, sigue siendo humano: ¿y qué hay más
frágil y limitado que un ser humano?
La sabiduría no puede alterar nuestra condición natural. A veces, el alma parece elevarse más allá de su propio ser, pero, en realidad, lo que hace es abandonar su estado habitual de contemplación y trascenderse. En esos momentos, toma las riendas con fuerza, llevándonos tan lejos que, al volver en nosotros, nos sorprendemos de lo que hemos logrado. En la guerra, por ejemplo, el ardor del combate lleva a los soldados valientes a superar obstáculos tan peligrosos que, al recobrar la calma, ellos mismos se asombran de su propio coraje. Del mismo modo, los poetas a menudo se maravillan de sus propias creaciones, incapaces de comprender cómo lograron tales hazañas.
Platón decía que un hombre sereno
llama en vano a la puerta de la poesía, mientras que Aristóteles afirmaba que
no hay alma excelente que no tenga alguna pizca de locura. Y tiene razón al
considerar locura cualquier exaltación, por muy noble que sea, que supere
nuestro propio juicio y raciocinio. La sabiduría, al fin y al cabo, es la
conducción ordenada del alma, que actúa con mesura y proporción, y que debe
rendir cuentas de sí misma.
En este sentido, Platón argumenta que
la facultad de la profecía está más allá de nuestro control; para usarla,
debemos salir de nosotros mismos. Nuestra prudencia, para alcanzar ese estado,
debe verse alterada por el sueño, una enfermedad o un rapto divino que nos
arrebate de nuestra propia naturaleza, como pongo de manifiesto en el capítulo
VII de mi libro “Peregrinos de la Eternidad”.
DE LA VIRTUD Y LA CRUELDAD
Para mí, la virtud es algo más
elevado y noble que las inclinaciones naturales hacia la bondad. Hay almas que,
por naturaleza, siguen un camino recto y bondadoso, actuando de manera
semejante a las personas virtuosas, pero la virtud parece implicar un esfuerzo
activo y una resistencia que trasciende simplemente dejarse llevar por un buen
temperamento. Si alguien, por dulzura natural, puede ignorar las ofensas, su
actitud será digna y admirable. Sin embargo, quien siente una profunda ira por
una ofensa, pero logra dominarse con el uso de la razón, venciendo un deseo de
venganza, actuará con verdadera virtud. El primero actúa bien, pero el segundo
actúa virtuosamente. Esta diferencia radica en que la virtud, en su esencia,
requiere superar desafíos y oposición.
Quizá por esto nunca atribuimos la
virtud a Dios, a quien consideramos bueno, fuerte, generoso y justo. Todas sus
acciones son naturales, sin esfuerzo alguno. Por el contrario, en los seres
humanos, la virtud parece implicar un esfuerzo para superar nuestras
inclinaciones.
Entre los filósofos, tanto estoicos
como epicúreos, se pensaba que no bastaba con tener un alma bien orientada
hacia la virtud. No era suficiente con que nuestras decisiones fueran
inmutables frente a la adversidad; era necesario, además, buscar activamente
situaciones que pusieran a prueba nuestra fortaleza, como el dolor, la pobreza
o el desprecio, para mantener nuestra alma en constante ejercicio. Así, la
virtud crece cuando es desafiada.
Epaminondas, por ejemplo, rechazó la
riqueza que le ofrecía la fortuna, prefiriendo la pobreza como un medio para
mantenerse firme y ejercitar su virtud. Sócrates, en su propia vida, se entrenó
con la dificultad de soportar a una esposa difícil. También encontramos
ejemplos como el de Metelo, un senador romano que prefirió enfrentarse a los
castigos impuestos por un tribuno antes que actuar en contra de su conciencia.
Decía que hacer el bien sin riesgos es algo fácil, pero hacerlo con peligro es
el verdadero desafío de un hombre virtuoso.
La virtud, por lo tanto, no encuentra
su camino en la facilidad, sino que busca dificultades tanto externas como
internas para poder manifestarse. Sin embargo, al considerar el alma de
Sócrates, una de las más perfectas que conozco, me pregunto si su virtud era
realmente desafiante, pues no parecía haber en él ningún impulso vicioso que
debiera ser controlado. Su razón era tan poderosa que los deseos nunca surgían
en él. En este caso, su virtud se manifestaba sin obstáculos, avanzando de
forma natural.
Si la virtud solo se revela en la
lucha contra los deseos, ¿significa esto que necesita del vicio para
destacarse? Y si la virtud perfecta es aquella que disfruta del dolor y lo
acepta con serenidad, como los epicúreos sostenían, ¿qué pasa con quienes encuentran
placer en enfrentar el sufrimiento, como Catón el Joven al suicidarse para no
ceder ante un tirano?
Estos ejemplos muestran que la virtud
puede convertirse en un hábito tan arraigado que se vuelve parte de la
naturaleza misma de una persona. No se trata ya de luchar contra las pasiones,
sino de un estado en el que los vicios no tienen cabida. Sin embargo, es más
admirable una virtud que no necesita lucha porque ha arrancado de raíz los
impulsos viciosos, que aquella que necesita esforzarse continuamente para
mantenerse en el buen camino.
Muchas veces, lo que llamamos
virtudes —como la castidad, la templanza o la fortaleza ante el peligro— pueden
surgir de una simple falta de interés o de un juicio limitado sobre las cosas.
La ignorancia o la falta de imaginación pueden imitar las acciones virtuosas, y
a veces elogiamos a personas por razones que, en realidad, deberían llevarnos a
criticarlas.
Para concluir, cuando me juzgo a mí
mismo, reconozco que las pocas virtudes que se me atribuyen son fruto más
de la fortuna que de un esfuerzo consciente. Mi virtud es más bien una
inocencia natural, que no se debe a la razón ni a la disciplina, sino al
entorno en el que crecí y a la buena educación que recibí.
Aborrezco la crueldad con tanta
naturalidad que no puedo soportar la idea de dañar a un ser vivo. Aunque no siempre ha sido así, por ignorancia. Me estremece
ver cómo algunos disfrutan con la tortura y la muerte de seres indefensos, ya
sean humanos o animales. Esta inclinación hacia la compasión, incluso hacia los
animales, se encuentra también en las enseñanzas religiosas y filosóficas de
diversas culturas, que abogan por el respeto y la empatía hacia todas las
criaturas.
Aunque no comparta la creencia de que
las almas de los seres humanos puedan reencarnarse en animales, porque la
evolución no debería retroceder, entiendo que existe una relación de
interdependencia entre todas las criaturas, y esto nos obliga a tratarlas con
bondad y respeto. Todos somos hijos del mismo Creador.
DE LA VANIDAD
Existe un tipo de orgullo que surge
de tener una opinión excesivamente buena de uno mismo. Es una sensación que se
parece al amor, que nos hace ver cualidades y bellezas en lo que amamos que, en
realidad, no existen. Del mismo modo, el orgullo y la vanidad nos hacen creer
que somos mejores de lo que realmente somos.
Sin embargo, no digo que, por miedo a
caer en este error, alguien deba subestimarse y pensar que es menos de lo que
realmente es. El juicio debe mantenerse claro en todas las cosas. Si uno es
verdaderamente grande en algo, no tiene por qué temer reconocerse así. Pero
vivimos en un mundo lleno de formalidades que nos distraen de lo esencial. Nos
aferramos a la apariencia y olvidamos el fondo de las cosas. No nos atrevemos a
llamar las cosas por su nombre, pero no tememos usarlas en actos que la razón
rechaza. La etiqueta nos impone qué palabras no usar, aunque no nos impida caer
en acciones reprochables. Por esta vez, dejaré de lado tales restricciones.
Aquellos que han ocupado altos cargos
pueden demostrar su valía a través de sus acciones públicas, pero quienes han
vivido entre la multitud y que nadie mencionará si no se hacen conocer, tienen
alguna excusa para hablar de sí mismos. Como decía un antiguo poeta, hay
quienes confiaban sus pensamientos al papel como si lo hicieran a un amigo,
dejando un testimonio honesto de su vida.
Desde mi niñez, recuerdo que algunos
percibían en mí gestos que delataban un orgullo innecesario. Mi abuela siempre
me reprendía en ese sentido, pero para mí era simple aburrimiento o falta de
interés. Sin embargo, creo que es común tener actitudes tan arraigadas que uno
no sea plenamente consciente de ellas. Hay ciertas inclinaciones del cuerpo que
se manifiestan de forma inconsciente.
En cuanto a mis propias inclinaciones
internas, admito que hay dos formas de orgullo: sobrevalorarse a uno mismo y
subestimar a los demás. En cuanto a la primera, tengo un defecto que me
molesta: tiendo a valorar menos lo que poseo y a admirar más lo que es ajeno.
Este vicio es común en quienes subestiman lo que tienen por el simple hecho de
que ya lo poseen, mientras que lo distante y desconocido les resulta más
atractivo.
También suelo admirar la seguridad
que los demás tienen en sí mismos, mientras que yo raramente me siento confiado
en mis propias capacidades. Si algo me sale bien, tiendo a atribuirlo más a la
suerte que a mi propio mérito. En este sentido, siempre he sentido que los
estudios que se centran en analizar la naturaleza humana son los más
importantes, ya que nos enfrentan a la complejidad y las contradicciones de
nuestra propia condición.
Personalmente, creo que hay pocas
personas que se estimen a sí mismas menos de lo que yo me estimo. Me considero
una persona común y corriente, salvo por el hecho de ser consciente de mis limitaciones.
Y si en esto hay orgullo, no va más allá de una simple apariencia, sin penetrar
en mi juicio más profundo.
En cuanto a los logros intelectuales,
nunca he producido nada que me llene de satisfacción, ni siquiera cuando los
demás lo aprueban. Mi juicio es especialmente severo conmigo mismo, y noto que
a menudo cedo por falta de confianza en mis habilidades.
Admiro a quienes pueden disfrutar de
su trabajo y sentirse satisfechos con lo que producen, ya que es una manera
sencilla de procurarse placer. Yo, por el contrario, rara vez me siento
complacido con los míos; siempre que los reviso, sea lo que sea, encuentro algo
que me desagrada. Me doy cuenta de que, cada vez que releo algo que he escrito,
me avergüenza haberlo hecho, porque siempre encuentro algo que debería haber
mejorado o corregido. Si es trabajo manual, siempre le encuentro forma de
mejorarlo.
Me encuentro lejos de poseer el
refinamiento y la gracia que muchos admiran. Mis palabras no tienen un estilo
pulido ni elegante; son más bien ásperas y toscas. Nunca he sabido adornar mis
escritos ni darles una forma que realce su contenido. Por eso, cuando elijo
temas populares y ligeros, lo hago porque se alinean mejor con mi propio
carácter, ya que no me atrae la erudición solemne que el mundo considera
admirable. Me inclino por asuntos que me diviertan a mí, no para embellecer mi
forma de escribir, sino porque prefiero un tono más serio y sobrio. Si cito a
menudo a otros es porque tomo de ellos lo que me falta.
No tengo el don de entretener ni de
halagar a los demás. Cualquier historia, por muy interesante que sea, se vuelve
insulsa en mis manos. Sólo sé hablar de manera seria, sin la habilidad que veo
en otros para mantener una conversación ligera y amena, adaptándose al ánimo y
la capacidad de sus interlocutores. No sé cómo ocupar el oído de los poderosos
con palabras suaves y complacientes; nunca he sido un buen contador de
historias, y soy un mediocre orador de multitudes.
A menudo, empiezo mis reflexiones por
el final, ya que nunca he sido capaz de seguir la estructura tradicional de un
discurso. Aunque reconozco la importancia de abordar los temas con la
profundidad adecuada, a veces me falta la paciencia para hacerlo. Mi estilo no
es ni claro ni fluido; es más bien desordenado, pero me resulta natural. Aun
así, reconozco que en ocasiones me dejo llevar demasiado y, al tratar de evitar
el artificio, caigo en otro tipo de afectación. Como decía el poeta, "en
el esfuerzo por ser breve, me vuelvo oscuro".
No puedo seguir un estilo uniforme ni
meticuloso; si lo intentara, sería en vano. Me siento más cómodo con un
lenguaje más directo. Sin embargo, el movimiento y la espontaneidad en la
conversación me permiten expresarme mejor que al escribir. El tono de voz, el
porte y hasta los gestos pueden añadir fuerza a lo que se dice, algo que no
siempre se puede capturar en la palabra escrita.
En cuanto a mi lengua natal, el
gallego, la forma en la que hablo está marcada por el lugar de donde provengo.
El acento y las expresiones de mi tierra natal se notan en mi habla, aunque no
sea particularmente hábil en el uso de esa lengua. Me expreso mejor en
castellano, tanto al hablar como al escribir.
La belleza física tiene un gran
impacto en nuestras relaciones humanas. Aunque algunos prefieren separar cuerpo
y alma, creo que ambos deben trabajar en conjunto. El cuerpo y el alma deben
estar en armonía, actuando como una sola entidad. Incluso los antiguos
filósofos, como los peripatéticos, sostenían que la verdadera sabiduría debía
preocuparse tanto por el bienestar del cuerpo como por el del alma.
En lo que respecta a mi propia
apariencia, no soy especialmente alto ni imponente. Reconozco que la estatura y
la presencia pueden influir en la autoridad que uno proyecta, especialmente en
posiciones de liderazgo. La historia nos muestra cómo muchas culturas valoraban
la altura y la belleza en sus líderes. Yo, sin embargo, no puedo presumir de
ninguna de estas cualidades físicas.
En cuanto a mis habilidades, nunca he
sido diestro en los juegos físicos, la música o los deportes. Estas
limitaciones reflejan, en muchos sentidos, la naturaleza de mi espíritu: más
inclinada al esfuerzo interno que al dominio de habilidades externas. Los que
pertenecemos al cuarto rayo, y además somos Libra, nos gusta mucho mirar
deslumbrados al cielo, aunque sin descuidar donde ponemos los pies.
A lo largo de mi vida, he preferido
la libertad y la tranquilidad. Nunca he sido ambicioso ni he buscado cargos
importantes. He tenido la suerte de no tener que esforzarme demasiado para
mantenerme, aunque cuando resumo mi vida personal a algunos les parezca dura.
No tengo grandes aspiraciones y me contento con lo que tengo, una habilidad
que, aunque parece sencilla, es rara de encontrar incluso entre quienes poseen
riquezas, que no es mi caso.
Mi infancia fue indulgente y libre,
sin muchas restricciones, lo que ha contribuido a mi temperamento. Prefiero no
saber en detalle mis pérdidas ni los problemas que me rodean, para poder
conservar mi serenidad. No tengo la fortaleza para enfrentar los golpes del
destino con entereza, por lo que me resigno a aceptar lo que venga, sin luchar
demasiado contra la fortuna. He aprendido a adaptarme a las circunstancias en
lugar de tratar de cambiarlas, y a soportar con resignación lo que no puedo
evitar.
No tengo el talento para escapar de
las dificultades ni la habilidad para planear estratégicamente para conseguir
mis objetivos. En situaciones difíciles, prefiero rendirme a los hechos en
lugar de angustiarme con la incertidumbre de lo que podría suceder. En resumen,
siempre he buscado la forma de simplificar mi vida, evitando los caminos
tortuosos y las preocupaciones innecesarias. Mi única ambición ha sido
mantenerme en paz, tanto con los demás como conmigo mismo. Esto puede ser
interpretado como un signo de cobardía y posiblemente lo sea.
En la vida, me comporto como un
hombre en las acciones, pero como un niño en los preparativos. Me perturba más
el miedo a caer que el golpe en sí. En muchas ocasiones, la preparación es más
angustiosa que el propio suceso. A veces, la recompensa no justifica el
esfuerzo. He comprobado que el avaro sufre más por su codicia que el pobre por
su pobreza; el celoso más que el cornudo. A menudo, es preferible aceptar la
pérdida de un bien antes que entrar en interminables disputas legales por él.
En cuanto a la ambición, que es una
forma de orgullo, habría necesitado que la fortuna viniera a buscarme, pues cuando
he tenido la determinación de buscarla yo mismo, ha salido mal. A menudo he
estado dispuesto a correr riesgos por una esperanza incierta en los negocios,
pero nunca a soportar los sacrificios necesarios para ascender en la escala
social. Ahora prefiero mantenerme en lo que ya poseo, sin alejarme demasiado
del puerto seguro. Considero que, si alguien tiene lo suficiente para vivir con
dignidad, es insensato arriesgarlo por una ganancia incierta. Pero no siempre
he pensado así y fue causa de gran quebranto económico.
Entiendo que aquellos que no tienen
otra opción más que lanzarse a la aventura para mejorar su condición, están
justificados. Pero yo, habiendo encontrado una manera de estar en paz conmigo
mismo, no necesito esa lucha constante. Me he contentado con lo que tengo, sin
desear más que la tranquilidad que ya poseo. Además, he reconocido mis propias
limitaciones y he optado por no aspirar a cosas que están fuera de mi alcance.
Incluso las cualidades que podrían
considerarse virtudes en otro tiempo, hoy parecen fuera de lugar. La lealtad se
confunde con ingenuidad, la sinceridad con imprudencia, y la moderación con
debilidad. Vivimos en una época en la que es más fácil destacar por la virtud,
simplemente porque las expectativas son tan bajas que cualquier gesto honesto
parece extraordinario. Hoy en día, si alguien simplemente devuelve lo que no es
suyo, ya se le considera digno de elogio y sale en los telediarios.
Sin embargo, los tiempos han
cambiado, y quienes hoy destacan por su justicia y bondad podrían tener un
impacto mucho mayor que aquellos que optan por la violencia y el poder. La
fuerza bruta tiene sus límites; la verdadera autoridad se gana con la confianza
y el respeto del pueblo. El verdadero líder no necesita recurrir a la astucia o
la violencia, sino que se distingue por su humanidad, su honestidad y su
integridad.
Detesto la hipocresía y el disimulo,
vicios que se han vuelto comunes en nuestra época. Fingir y ocultarse tras una
máscara es una muestra de cobardía. Prefiero mostrarme tal como soy, incluso si
no siempre es lo que la gente quiere ver.
Para mí, la verdad es un valor
fundamental, algo que se debe perseguir por sí mismo y no por conveniencia.
Mentir me resulta antinatural, y si alguna vez he caído en una mentira, ha sido
por circunstancias imprevistas que me tomaron por sorpresa. Cuando esto sucede,
siento un profundo remordimiento, pues va en contra de mi naturaleza.
No siempre es necesario decir todo lo
que se piensa; hacerlo sería estupidez. Pero cuando se habla, hay que hacerlo
con sinceridad, de lo contrario, se incurre en maldad. No entiendo qué provecho
buscan aquellos que constantemente fingen y disimulan, salvo terminar perdiendo
credibilidad, incluso cuando dicen la verdad. Tal actitud puede engañar una vez
o dos, pero quienes hacen de la falsedad una costumbre, y llegan incluso a
alardear de su capacidad para ocultar sus verdaderas intenciones, terminan perdiendo
toda confianza de los demás. Para un gobernante que solo sabe fingir, pero no
sabe gobernar, esta manera de actuar solo advierte a los demás de que sus
palabras no son más que humo.
La realidad es que cuanto más astuto
y manipulador es alguien, más desconfianza y rechazo genera entre quienes lo
rodean, sobre todo si carece de fama de honradez. Sería una gran simpleza que
alguien se dejara engañar por la apariencia o las palabras de quien
abiertamente declara ser distinto por dentro de lo que muestra por fuera. Si alguien es desleal con la verdad, lo será
también con la mentira. ¿Os recuerda esto a algún político actual? A todos, me diréis.
Hoy en día, muchos han definido el
deber de los gobernantes exclusivamente en función de sus intereses personales,
anteponiéndolos a la lealtad y la conciencia. Tal estrategia podría
justificarse en un único caso: si un gobernante tuviera la certeza de que una
sola traición le aseguraría todos sus intereses para siempre. Pero la realidad
es que los gobernantes se encuentran una y otra vez en situaciones donde deben
negociar y establecer acuerdos. Si traicionan una vez, pierden para siempre la
confianza necesaria para futuros pactos. Salvo si se trata de nuestros
políticos actuales.
Por mi parte, prefiero ser directo y
quizás un poco indiscreto antes que caer en la adulación o el disimulo. Admito
que a veces hay un toque de orgullo en mi insistencia en ser abierto y
transparente. Mi espíritu no tiene la flexibilidad necesaria para escapar de
una pregunta incómoda o para esquivar con rodeos. No tengo la memoria para
sostener una mentira ni la confianza para defenderla. Así que me abandono a la
sinceridad, dejando que la fortuna se encargue del resultado. Mi memoria es
extremadamente deficiente, lo que me impide responder de manera adecuada a
situaciones complejas o recordar los detalles necesarios para tomar decisiones
importantes. Necesito dividir las cosas en partes más pequeñas para poder
manejarlas, y aun así me veo obligado a memorizar palabra por palabra lo que
quiero decir en ocasiones formales, lo cual no siempre funciona.
Mi memoria es tan inestable que
incluso olvido rápidamente mis propias palabras. A menudo me encuentro en la
situación de que me citen cosas que he dicho, sin que yo recuerde haberlas dicho.
Esto se debe a que, una vez que he extraído la esencia de lo que leo y lo hago
mío y lo digo, mi mente descarta los detalles y las citas exactas. Esta falta
de memoria pone en un brete a mi oyente, pues cree que estoy intentando
acusarle de mentiroso.
Al final, acepto mis limitaciones y
me esfuerzo por vivir de acuerdo con ellas. Me mantengo fiel a la verdad,
aunque no siempre sea la opción más conveniente. Prefiero la honestidad, aunque
me cueste, y valoro la transparencia, porque sé que solo así se puede construir
una vida basada en la confianza y el respeto mutuo. Es una pena que en la
actualidad esto carezca de valor alguno.
No hay persona, por más simple y ruda
que sea, que no tenga alguna habilidad particular en la que destaque; y tampoco
hay ninguna tan adormecida que no pueda brillar en un aspecto específico. Sin
embargo, el hecho de que un espíritu, aparentemente torpe en todo lo demás, sea
vivo y perspicaz en una tarea concreta, es algo que dejo a los expertos
explicar. Las personas realmente valiosas son aquellas que son universales,
flexibles y dispuestas para cualquier cosa; aunque no estén ya formadas, al
menos son capaces de serlo.
Tampoco oculto una debilidad mía que
rara vez es apropiada exponer en público: mi irresolución, un defecto muy
inconveniente para los asuntos del mundo. Me cuesta mucho tomar decisiones en
situaciones inciertas. Puedo defender una opinión con destreza, pero no me
resulta fácil elegir una. Cuando las circunstancias humanas se presentan con
múltiples razones dignas para apoyar cualquier posición, me encuentro siempre
atrapado en la duda.
La verdad es que, a pesar de estos
defectos, no me siento menos satisfecho de mí mismo. Si bien reconozco mi
ignorancia en muchos campos, al menos soy consciente de ella y no me engaño al
respecto. Nunca me atrevería a ejercer de tertuliano, como hacen otros más
ignorantes que yo, pero con mejor memoria. Al final, lo único en lo que me
considero competente es en saber que no sé tanto como podría.
Y, además, ¿para quién escribo?
Aquellos eruditos que dominan el mundo de los libros no reconocen otra forma de
valor que la del conocimiento, ni otro método para cultivar el espíritu que el
de la erudición y el estudio. Para ellos, desconocer a Aristóteles es, en
esencia, desconocerse a uno mismo. Por otro lado, las personas más simples no
perciben la sutileza de un discurso refinado. Ahora bien, estos dos tipos de
personas abarcan casi toda la humanidad. La tercera clase, esa minoría de almas
ordenadas y fuertes por sí mismas, es tan rara que ni siquiera tiene un nombre
propio en nuestra sociedad. Es perder la mitad del tiempo aspirar a
complacerles y esforzarse por lograrlo.
Se dice comúnmente que la naturaleza
ha distribuido el juicio de forma justa, pues todos están satisfechos con el
que poseen. ¿Y no es razonable que sea así? Si uno pudiera ver más allá de sus
propias capacidades, entonces iría más allá de sus propios límites. Creo que
mis opiniones son buenas y sensatas, pero, ¿quién no cree lo mismo de las
suyas? Una de las mejores pruebas que tengo de que mis opiniones son sólidas es
la poca estima en la que me tengo. Si no fueran firmes, mi amor propio, que se
dirige casi exclusivamente hacia mí mismo, habría fácilmente sucumbido a la
tentación de la autocomplacencia. Todo el afecto que otros distribuyen a
amigos, conocidos, honores y grandezas, yo lo concentro en el sosiego de mi
espíritu y en mí mismo.
Mis ideas me parecen muy audaces y
firmes en la condena de mi propia incapacidad. En verdad, este tema, más que
ningún otro, es el que me ocupa con mayor intensidad. Mientras el mundo se
centra en lo que está delante, yo prefiero enfocar la mirada hacia dentro, y me
esfuerzo en conocerme a mí mismo antes que a cualquier otra cosa. No tengo
tratos constantes con nadie más que conmigo mismo; me observo, me examino, me
analizo sin descanso. Mientras los demás siempre se proyectan hacia afuera, yo
me repliego hacia adentro. Pocos intentan este descenso en su propia
conciencia, mientras que yo no hago otra cosa. Aunque, cuando se me brinda la
oportunidad de hablar, la disfruto con un entusiasmo comparable al de un niño
aferrado a su chupete, saboreando cada palabra como si fuera un placer
irrenunciable.
La capacidad de discernir lo
verdadero, en la medida en que la poseo, y la inclinación libre de no sujetar
fácilmente mis creencias, se las debo principalmente a mí mismo. Mis
convicciones más fuertes son aquellas que nacieron conmigo. Son ideas innatas,
crudas y simples, pero también vigorosas y auténticas, procedentes, sin duda,
de mis vidas pasadas. Después, las he ido reforzando con el apoyo de otros
pensadores y con los ejemplos de los antiguos que, para mi satisfacción,
encontré en sintonía con mi propio juicio. Estos me han ayudado a consolidar
mis creencias y a disfrutar de ellas con mayor claridad.
Muchos buscan la gloria de un ingenio
rápido y vivaz; yo, en cambio, me conformo con la moderación. Prefiero la
coherencia en mis acciones y en mi forma de pensar a cualquier destello fugaz
de brillantez. Si hay algo digno de respeto, es la armonía y la coherencia en
toda la vida, no solo en acciones aisladas. Y esto es algo que no se puede
mantener si uno, por imitar a otros, abandona su propia naturaleza. Más vale
cumplir el deber propio, aunque sea sin mérito, que el deber de cualquier otra
persona, o grupo, a la perfección.
En cuanto al vicio de la presunción,
del que ya he hablado, me declaro culpable en la primera parte: la de tener una
alta estima de mis propias opiniones. En cuanto a la segunda parte, que
consiste en no apreciar lo suficiente a los demás, no estoy seguro de poder
disculparme tan fácilmente. Quizás el hecho de pasar tanto tiempo sumergido en
la lectura de los antiguos, de aquellas grandes almas de otro tiempo, me hace
menos tolerante con las personas de hoy, o tal vez es que realmente vivimos en
una época mediocre.
Reconozco de buen grado las virtudes
que observo en los demás y, si puedo, incluso las exagero un poco, sin llegar a
inventarlas. Prefiero destacar lo positivo que encuentro en mis seres queridos
y amigos, aunque no puedo atribuirles cualidades que no poseen ni justificar
abiertamente sus defectos.
He conocido a muchas personas con
diferentes cualidades valiosas: ingenio, coraje, destreza, integridad,
elocuencia. Pero alguien que reúna todas estas virtudes a la vez, alguien que
sea un hombre excepcional en todos los sentidos y comparable a las figuras que
admiramos del pasado, no he tenido la fortuna de encontrar.
No sé por qué, pero parece que entre
aquellos que se dedican a los libros y a los cargos intelectuales, encontramos
más vacuidad y falta de juicio que en otras profesiones. Tal vez sea porque se
espera más de ellos, o porque la falsa confianza que obtienen de su supuesto
conocimiento los lleva a exhibir sus limitaciones de forma más evidente.
Nuestra educación se ha enfocado en
hacernos eruditos en lugar de hacernos sabios y virtuosos. Nos han enseñado
palabras como "virtud", pero no a amarla realmente. Nos han instruido
en las definiciones y las divisiones de la prudencia como si fueran términos
técnicos, sin buscar que forjemos una verdadera relación con ella. Una buena
educación debería transformar el juicio y el carácter, y al escuchar una
lección magistral no solo deberíamos adquirir conocimiento, sino que debería
transformar radicalmente nuestra vida.
¿Quién, tras nuestra educación, ha
experimentado un cambio tan profundo? En lugar de inculcarnos virtudes
prácticas, nos han enseñado a buscar el prestigio literario, priorizando el
estilo y la forma de los autores sobre el contenido esencial de la vida. Y así,
hemos llegado a una época en la que podemos recitar pasajes de los clásicos, aunque
cada día menos, pero no aplicar sus enseñanzas a nuestra propia existencia. Al
menos a mí, como seminarista, me obligaron a leer la vida de fray Martín de
Porres y otros santos.
NADA DE LO QUE EXPERIMENTAMOS ES PURO
La debilidad de nuestra condición
hace que las cosas en su pureza natural no nos sirvan tal cual son. Todo lo que
utilizamos está alterado, desde los elementos naturales hasta los metales.
Incluso el oro, para adaptarlo a nuestras necesidades, debe mezclarse con otras
sustancias. De igual modo, ni la virtud pura, que los estoicos consideraban el
fin de la vida, ni el placer, han sido suficientes sin una cierta mezcla o
combinación.
Entre los placeres y bienes que
disfrutamos, no hay ninguno que no venga acompañado de algún malestar o
inconveniente. Como dice el poeta:
"En medio de la fuente de los
placeres surge algo amargo que, entre las mismas flores, nos angustia".
Incluso en nuestro mayor deleite hay
un matiz de dolor y lamento. A veces, en el clímax del placer, parece que
estamos más cerca del gemido que de la risa. Y aunque intentamos describir la
sensación en su máxima expresión, usamos palabras que evocan un tono de
debilidad: "languidez", "extenuación", "desmayo".
Esto demuestra cuán estrechamente relacionados están el placer y el dolor.
El gozo más profundo suele tener un
aire de seriedad más que de alegría. La satisfacción máxima y completa tiende a
ser más serena que festiva. Incluso la felicidad extrema puede volverse
opresiva si no se modera. Los antiguos ya lo sabían: "Los dioses nos
venden todos los bienes que nos otorgan", es decir, nos los conceden a
cambio de algún sufrimiento.
El placer y el dolor, aunque
naturalmente opuestos, están vinculados por una misteriosa conexión. Sócrates
decía que un dios intentó mezclar ambos, pero al no poder hacerlo, los unió por
la cola. Incluso filósofos afirman que en la tristeza hay una mezcla de placer.
De hecho, algunas personas parecen encontrar cierto placer en la melancolía.
Hay algo en el llanto que, aunque doloroso, puede ser placentero: "Hay
cierto deleite en el llanto".
Hasta la naturaleza nos muestra esta
confusión: los mismos músculos faciales que usamos para llorar son los que
usamos para reír, y la risa extrema a menudo se mezcla con lágrimas.
Cuando reflexiono sobre mí mismo,
encuentro que incluso mis mejores intenciones tienen un matiz de imperfección.
Dudo que Platón, en su mayor virtud —tan sincera y elevada como era—, si se
hubiera escuchado a sí mismo con atención, no hubiera detectado algún leve
rastro de humanidad y mezcla. En todos nosotros, en todas nuestras acciones,
siempre hay una mezcla de diferentes influencias.
Ni siquiera las leyes de la justicia
pueden mantenerse sin alguna dosis de injusticia. Platón decía que intentar
eliminar todas las imperfecciones de las leyes era como cortar las cabezas de
la Hidra. Como señaló Tácito, "todo gran ejemplo tiene algo de injusto,
lo que perjudica a unos pocos se compensa con el bien público". Dicho
de otra manera: la generalización perjudica las excepciones.
Es cierto que una mente excesivamente
analítica puede ser un obstáculo para la vida práctica y las relaciones
sociales. Un entendimiento demasiado agudo se convierte en un arma de doble
filo que puede hacernos dudar y vacilar, impidiéndonos tomar decisiones claras
y efectivas. A menudo, las personas con una inteligencia media son más eficaces
en los asuntos prácticos, ya que no se pierden en la reflexión constante.
Los mejores administradores no son
aquellos que mejor explican cómo hacerlo, sino los que simplemente actúan y
logran resultados. Activista no es el que denuncia la suciedad, sino el que la
limpia. Conozco personas que son excelentes en teoría y en discurso, pero que,
a la hora de la práctica, fracasan estrepitosamente en la gestión de sus
asuntos. Hemos conocido grandes oradores que han malgastado enormes recursos
debido a su incapacidad para actuar, y otros que, aunque tienen todas las
cualidades para liderar, en la práctica son decepcionantes.
En definitiva, la vida requiere una
mezcla de habilidad práctica y un cierto grado de simplicidad y adaptación. No
podemos esperar que la pureza absoluta en nuestras decisiones o acciones sea
posible en un mundo donde todo está mezclado y alterado.
CONTRA LA DESIDIA
El emperador Vespasiano, aun estando
enfermo y a las puertas de la muerte, seguía atendiendo los asuntos del
imperio. Incluso desde su lecho, continuaba resolviendo cuestiones importantes,
y cuando su médico le reprochó que tal actividad afectaba su salud, Vespasiano
respondió: “Un emperador debe morir de pie”. Esta es, sin duda, una
sentencia noble y digna de un gran líder. Años más tarde, el emperador Adriano
repitió esta misma frase, mostrando con ello su dedicación hasta el último
aliento.
Sería conveniente recordar esta
máxima a nuestros gobernantes, para que comprendan que la responsabilidad que
tienen sobre sus pueblos no es un cargo para holgazanear en placeres vacíos.
Nada desmoraliza más a los ciudadanos que ver a sus líderes abandonados en
actividades triviales, y viajes sin sentido, mientras ellos arriesgan su vida
al servicio del reino. Si un gobernante no demuestra el mismo esfuerzo y
dedicación que exige de sus administrados, ¿cómo puede esperar que estos le
sigan lealmente?
Aunque la historia proporciona
ejemplos de grandes victorias logradas por lugartenientes, también hay muchos
casos donde la presencia del líder habría sido decisiva. Un verdadero líder no
debería tolerar ser relegado a la retaguardia bajo la excusa de preservar su
seguridad, como si fuera una reliquia que debe protegerse. ¿Qué clase de honor
puede tener un gobernante que simplemente da órdenes desde lejos sin
involucrarse en el día a día?
El emperador Juliano tenía una visión
aún más estricta: sostenía que un filósofo o un hombre distinguido no debía
desperdiciar ni un solo aliento, manteniéndose siempre ocupado en tareas nobles
y elevadas. Creía que la disciplina, el trabajo continuo y la moderación debían
eliminar las distracciones y las necesidades superfluas. Los antiguos romanos
también aplicaban esta ética a sus jóvenes, enseñándoles a aprender siempre en
movimiento, evitando la pereza y la ociosidad: “Nada enseñaban a sus hijos que
tuvieran que aprender sentados”.
Alguien debería recordárselo a
nuestros gobernantes, a sus comités tan ineficaces como inexistentes, después
de la enorme catástrofe sufrida por la DANA. ¿Cómo pudimos confiar en ellos
después de lo que sufrimos durante la COVID y la erupción del volcán de la isla
de La Palma? ¿No habían quedado, sin excepción, todos retratados?
LA VIRTUD
Por experiencia, noto que hay una
gran diferencia entre los impulsos momentáneos del alma y el hábito firme y
constante. Observo que, en ciertos momentos, podemos ir más allá incluso de lo
que se consideraría divino. Algunos sostienen que alcanzar la imperturbabilidad
por nuestro propio esfuerzo es más meritorio que poseerla de forma innata, y
que es posible llegar a dotar la naturaleza humana de una resolución y
confianza semejantes a las de un dios. Sin embargo, estos estados son
temporales.
En la vida de los héroes de antaño,
encontramos a veces hazañas extraordinarias que parecen superar nuestras
capacidades naturales, pero, en realidad, son solo destellos aislados. Es
difícil creer que el alma pueda impregnarse de estos estados elevados hasta el
punto de que se vuelvan una parte habitual y natural de su ser.
Incluso nosotros, que podríamos
considerarnos versiones imperfectas de los antiguos hombres, en ocasiones
elevamos nuestra alma, impulsados por razonamientos o por el ejemplo de otros,
a alturas que normalmente no alcanzamos. Sin embargo, esto se asemeja más a un
arrebato pasajero que nos saca de nuestro estado habitual. Porque, una vez que
pasa la ráfaga de entusiasmo, volvemos, sin darnos cuenta, a nuestro estado
normal, relajándonos, aunque sea un poco, de modo que, ante el menor
contratiempo, como un perro perdido o un vaso roto, nos dejamos llevar por la inquietud,
no muy distinto a cualquier otra persona.
Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que incluso un hombre débil y con muchas carencias es capaz de lograr grandes cosas, aunque sea por breves momentos.
LA IRA
“Como un toro que se prepara para su
primer combate, lanza bramidos, rasga el aire con sus cuernos y, furioso,
embiste un árbol para probar su fuerza, esparciendo arena en su agitación”.
Cuando me enojo, lo hago con gran
intensidad, pero también trato de que sea lo más breve y discreto posible. Me
dejo llevar por la rapidez y la violencia, pero no al punto de perder el
control. No me permito soltar cualquier tipo de insulto ni palabras hirientes
sin pensar.
Las cosas pequeñas me toman por sorpresa, y
una vez que me dejo llevar, no importa qué tan insignificante haya sido el
motivo, siempre acabo sumergido en la ira. El impulso me arrastra como una
caída que se acelera por sí sola. En cambio, cuando se trata de asuntos graves,
me esfuerzo por mantenerme sereno, especialmente si todos esperan que explote.
Me enorgullece frustrar esas expectativas. Me preparo mentalmente para
enfrentar esas situaciones, sabiendo que podrían llevarme muy lejos si me dejo
arrastrar. Si tengo tiempo para anticiparme, puedo controlar el impulso, por
más intensa que sea la causa. Pero, si me toma desprevenido, incluso una
tontería puede desatar mi ira.
Con quienes pueden debatir conmigo,
he acordado lo siguiente: "Si ven que me altero primero, déjenme
desahogarme, tenga o no razón; yo haré lo mismo cuando les toque a
ustedes". Las discusiones se vuelven tormentosas solo cuando las iras se
suman unas a otras; rara vez surgen de la nada. Si dejamos que cada quien se
desahogue, siempre encontraremos la paz. Es un buen consejo, aunque no siempre
fácil de poner en práctica.
A veces, incluso finjo estar enojado
para mantener el control de una situación, aunque no sienta realmente esa
emoción. A medida que los años agrian mis humores, trato de oponerme a ellos y,
si puedo, me esforzaré en ser menos malhumorado en el futuro, aunque la edad y
las circunstancias me den más excusas para serlo.
Aristóteles decía que la ira puede
ser un arma útil para la virtud y el coraje. Puede sonar plausible. Sin
embargo, quienes se oponen a esta idea responden, con cierta ironía, que es un
arma bastante peculiar. Porque, a diferencia de otras armas que nosotros
controlamos, esta nos controla a nosotros; no somos quienes guiamos su mano,
sino que es ella la que dirige la nuestra. En lugar de ser dueños de la ira,
nos volvemos sus esclavos.
LOS HOMBRES MÁS EXCELENTES
Si me pidieran elegir entre todos los
hombres de los que he tenido noticia, creo que destacaría tres por encima de
los demás. El primero sería Homero. No es que Pitágoras, Aristóteles o Varrón,
por ejemplo, no fueran tan sabios como él, ni que Virgilio quizás no pudiera
compararse en su propio arte. Dejo que lo juzguen aquellos que han estudiado a
ambos. Yo, que solo conozco a uno, puedo decir que no creo que ni siquiera las
Musas superaran al poeta romano:
“Canta con su lira un himno tan
sublime como el que Apolo modula con sus dedos.”
No se tiene constancia de que Homero
haya sido discípulo de nadie en particular, ya que su figura está envuelta en
el misterio. De hecho, no hay pruebas concluyentes de que Homero haya sido una
persona real. La tradición griega lo presenta como un poeta ciego que vivió en
el siglo VIII a.C., pero los detalles sobre su vida son legendarios y carecen
de bases históricas sólidas.
Homero es considerado, más bien, el
recopilador y transmisor de una tradición oral que ya existía antes de él. Sus
obras, La Ilíada y La Odisea, no surgieron de la nada, sino que,
seguramente, se basaron en siglos de relatos y mitos transmitidos por rapsodas
y aedos (poetas orales) que recitaban historias épicas. Por ello, podría
decirse que Homero fue "discípulo" de una vasta tradición oral, que
él perfeccionó y plasmó en una forma escrita que ha perdurado hasta hoy.
Sin embargo, al evaluar a Homero, hay
que tener en cuenta que Virgilio le debe gran parte de su genialidad, ya que
fue su guía y maestro. De hecho, un solo trazo de la Ilíada dio forma y
materia a la magna y divina Eneida. Pero no es solo por esto que lo
admiro. Hay muchas otras cualidades que me hacen considerar a Homero casi
superior a la condición humana. Me sorprende que alguien que logró, con su
autoridad, introducir en el mundo a tantas deidades, no haya alcanzado él mismo
el estatus de un dios.
A pesar de ser ciego, indigente y de
vivir en una época anterior a la redacción formal y detallada de las ciencias,
Homero alcanzó un nivel de conocimiento que todos aquellos que después se
dedicaron a fundar Estados, liderar guerras o filosofar, ya fueran de cualquier
escuela o arte, consideraron sus obras como una fuente inagotable de sabiduría:
“Expone con mayor riqueza y claridad
que Crisipo y Crántor lo que es noble, lo que es vergonzoso, lo que es útil y
lo que no lo es.”
Y como otros poetas dijeron:
“Es la fuente perpetua de la que
beben los labios de los poetas con las aguas de la inspiración.”
Homero realizó la obra más
extraordinaria posible contra el orden natural, pues normalmente todo lo que
nace es imperfecto y se va perfeccionando con el tiempo. Sin embargo, él, en
los comienzos de la poesía y de muchas ciencias, logró hacerlas maduras, perfectas
y completas. Por esto, podemos llamarlo el primero y el último de los poetas,
ya que, según el hermoso testimonio de la Antigüedad, ni tuvo predecesores a
los que imitar, ni hubo nadie después de él capaz de imitarlo.
Aristóteles decía que sus palabras
eran las únicas que realmente poseían movimiento y vida; eran palabras
sustanciales. Cuando Alejandro Magno, entre los tesoros de Darío, encontró un
lujoso cofre, ordenó que se lo reservaran para guardar su ejemplar de Homero,
pues lo consideraba su mejor y más fiel consejero en asuntos de guerra. De
manera similar, Cleómenes, hijo de Anaxándridas, afirmaba que Homero era el
poeta preferido de los espartanos, pues enseñaba mejor que nadie el arte
militar.
Homero tiene el mérito único de ser,
según Plutarco, el único autor del mundo que nunca ha cansado ni aburrido a sus
lectores, pues siempre ofrece algo nuevo y fresco en cada lectura. Incluso
Alcibíades, conocido por su descaro, abofeteó a un hombre que decía ser erudito
porque no poseía un libro de Homero, como si un sacerdote no necesitase su
breviario.
Jenófanes, en una ocasión, se quejaba
al tirano Hierón de Siracusa de que era tan pobre que no tenía con qué
alimentar a un par de sirvientes. Hierón le respondió: "¿Y qué? Homero,
que era aún más pobre que tú, alimenta hoy a decenas de miles, aunque ya esté
muerto". Y ¿qué no diría Panecio al llamar a Platón "el Homero de los
filósofos"?
¿Qué gloria puede compararse a la de
Homero? Nada vive tanto en la memoria de la humanidad como su nombre y sus
obras; nada tan conocido como Troya, Helena y sus guerras, aunque quizás jamás
hayan existido. Nuestros hijos aún llevan nombres que él forjó hace más de tres
mil años. ¿Quién no conoce a Héctor y Aquiles? No solo familias individuales,
sino naciones enteras buscan sus orígenes en sus relatos. Incluso Mahomet II,
el emperador turco, al escribir al Papa Pío II, afirmaba: “Me sorprende que los
italianos me desafíen, cuando ambos descendemos de los troyanos y tengo tanto
derecho como ellos a vengar la sangre de Héctor contra los griegos, a los
cuales ellos apoyan en mi contra”.
¿No es acaso una magnífica obra
teatral, en la que reyes, Estados y emperadores interpretan sus papeles durante
siglos, y para la cual todo este vasto universo sirve de escenario? Siete
ciudades griegas disputaron por ser reconocidas como el lugar de su nacimiento,
hasta el punto de que su misma oscuridad se convirtió en un honor para él: Smyrna,
Rhodos, Colophon, Salamis, Chios, Argos y Athenas.
El segundo hombre al que considero
verdaderamente sobresaliente es Alejandro Magno. Si se reflexiona sobre la edad
a la que inició sus campañas, los limitados recursos con los que llevó a cabo
un plan tan ambicioso, la autoridad que, siendo tan joven, ganó entre los más
grandes y experimentados generales de su tiempo que lo seguían, y el favor
extraordinario que la fortuna le otorgó en tantas hazañas peligrosas, e incluso
a veces temerarias, uno no puede evitar asombrarse.
"Derribando todo obstáculo que
se interpusiera en su camino hacia la grandeza, y gozando de abrirse paso con
la destrucción."
La magnitud de sus logros es
asombrosa: a los treinta y tres años, había cruzado victorioso casi todo el
mundo conocido. En la mitad de su vida había alcanzado los límites de lo que
puede lograr la naturaleza humana, tanto que resulta imposible imaginar cuánto
más habría conseguido de haber vivido más tiempo sin sobrepasar lo humanamente
posible.
Alejandro no solo dejó atrás un vasto
imperio, sino que de su ejército nacieron ramas de reinos que, tras su muerte,
fueron heredadas por cuatro de sus generales, cuyos descendientes mantuvieron
por mucho tiempo el dominio que él había creado. Además, mostró múltiples
virtudes excepcionales: justicia, templanza, generosidad, lealtad a su palabra,
amor por sus compañeros y humanidad con los vencidos.
Aunque en general su carácter no parece merecer grandes reproches, algunas de sus acciones aisladas sí resultan difíciles de justificar. Entre ellas, la destrucción de Tebas, la ejecución de Menandro, la muerte del médico de Hefestión, la masacre de prisioneros persas, y el exterminio de los coseyenos, incluso de los niños, son actos que pueden considerarse crueles. Sin embargo, hombres que lideran movimientos tan colosales no siempre pueden actuar bajo las reglas estrictas de la justicia. A estos grandes personajes se les debe juzgar por el propósito general de sus acciones más que por episodios puntuales. Me viene a la memoria Arjuna, uno de los héroes del poema épico hindú Mahabhárata.
En cuanto a Clito, la muerte de su
amigo fue un error que Alejandro lamentó profundamente, y su remordimiento
refleja más que nada la bondad innata de su carácter. Se decía acertadamente de
él que tenía sus virtudes por naturaleza y sus vicios por fortuna. Aunque se le
reprocha que fuera algo vanidoso y susceptible ante las críticas, así como
algunos episodios extravagantes durante su campaña en la India, todo esto se
puede excusar considerando su juventud y el deslumbrante éxito de su fortuna.
Si consideramos sus virtudes
militares —diligencia, previsión, resistencia, disciplina, astucia,
magnanimidad, resolución y buena suerte— y, aunque no lo hubiera dicho Aníbal,
vemos que fue el mejor de los generales que ha existido. A esto se suman sus cualidades
personales que rozaban lo milagroso: su porte, su apariencia imponente, su
juventud resplandeciente y su semblante radiante.
"Como la estrella de la mañana,
bañada por las olas del océano, el astro que Venus ama por encima de todos los
demás, levanta su rostro sagrado hacia el cielo y disipa las sombras."
Su capacidad intelectual y el
extraordinario nivel de su educación no tienen igual. La duración y grandeza de
su gloria, que fue siempre pura y sin mancha, e incluso reverenciada después de
su muerte, resultaron en que sus medallas fueran consideradas amuletos de buena
suerte. Más príncipes y reyes han escrito sobre sus hazañas que historiadores
sobre las gestas de cualquier otro líder, y hasta hoy, los musulmanes, que
desdeñan las demás historias, reconocen y honran solo la suya.
Al final, creo que he tenido razón en
preferir a Alejandro sobre cualquier otro, incluso sobre Julio César, quien es
el único que podría hacerme dudar en mi elección. No se puede negar que César
alcanzó sus éxitos principalmente por su propio esfuerzo, mientras que
Alejandro contó con el favor de la fortuna en muchos de sus logros. Sin
embargo, ambos compartieron muchas cualidades y quizás César tuvo algunas aún
más destacadas.
Ambos fueron como dos incendios o
torrentes que arrasaron el mundo en diferentes direcciones:
"Como llamas encendidas en
distintos puntos de un bosque seco, o como ríos espumosos que descienden
velozmente desde las montañas hacia los valles, arrasando todo a su paso."
Aunque la ambición de César fue en
principio más moderada, su legado se ve empañado por la destrucción de su
propia patria y el declive general del mundo que trajo consigo. Por tanto, al
sopesar todos los aspectos, no puedo sino inclinarme en favor de Alejandro.
El tercero, y en mi opinión el más
excelente de todos, es Epaminondas. Si bien en términos de gloria no posee la
misma fama que otros, esto no forma parte esencial de su grandeza. En cuanto a
resolución y valentía, pero no aquella impulsada por la ambición, sino la que
se fundamenta en la sabiduría y la razón, pocas almas han estado tan bien
ordenadas como la suya.
Epaminondas demostró una virtud que,
a mi juicio, no fue menor que la de Alejandro o César. Si bien sus hazañas
militares no fueron tan numerosas ni tan llamativas, al examinarlas en detalle,
tanto en sus logros como en las circunstancias que las rodearon, resultan
igualmente impresionantes y audaces, y son un testimonio de su habilidad y
valentía en el campo de batalla. Los griegos, sin vacilación, lo reconocieron
como el más grande entre ellos. Pero ser el primero de Grecia significaba, en
muchos sentidos, ser el primero del mundo.
En cuanto a conocimiento y capacidad,
la opinión de los antiguos era que nadie supo tanto y habló tan poco como él.
Epaminondas fue miembro de la escuela pitagórica y, aunque hablaba poco, cuando
lo hacía, nadie lo hacía mejor. Era un orador excelente y extremadamente
persuasivo.
En cuanto a su comportamiento y
conciencia, superó con creces a todos los que alguna vez manejaron asuntos
públicos. En este aspecto, que es el más importante y el que verdaderamente
revela quiénes somos —al cual yo le doy tanto valor como a todas las demás
cualidades juntas—, no cede ni siquiera ante filósofos como Sócrates.
Epaminondas destacó por su inocencia
y pureza de carácter, una cualidad constante, firme e incorruptible. Si la
comparamos con la de Alejandro, la integridad de este último parece secundaria,
insegura y sujeta a las circunstancias. La Antigüedad consideraba que, al
analizar minuciosamente a los grandes capitanes, en cada uno de ellos se
encontraba una cualidad especial que los hacía notables. Pero solo en
Epaminondas se podía encontrar una virtud y una capacidad plenas, uniformes en
todos los aspectos de la vida: ya fuera en las responsabilidades públicas, en
las privadas, en la paz, en la guerra, en vivir y en morir de manera noble y
gloriosa.
No conozco a ningún hombre cuya vida
admire más y con tanto respeto. Si acaso, su empeño por mantener la pobreza me
parece un tanto excesivo, tal como lo describen sus amigos cercanos. Aunque
esta actitud es admirable y digna de respeto, no puedo evitar sentir que
resulta un poco extrema.
El único que podría hacerle sombra
sería Escipión Emiliano, si le atribuimos un final igualmente majestuoso y un
conocimiento profundo y vasto de las ciencias. Lamento profundamente que el
tiempo haya borrado de nuestra vista, en el momento justo, las vidas más nobles
que Plutarco jamás relató: la de estos dos hombres, uno el más grande entre los
griegos y el otro entre los romanos. ¡Qué material tan rico para un gran
biógrafo! No para un pobre ignorante, como yo. Y que pena que ningún estadista
mundial de nuestro tiempo se esfuerce por imitarlos.
Si hablamos no ya de un santo, sino
de un caballero en el sentido más completo y mundano, con un carácter
equilibrado y con todas las cualidades deseables para una vida plena y activa,
entonces, en mi opinión, la vida que merece más ser vivida entre los vivos
sería la de Alcibíades. Sin embargo, cuando pienso en Epaminondas como ejemplo
de bondad suprema, me gustaría añadir algunas de sus opiniones.
Él mismo declaró que el mayor placer
de su vida fue haber alegrado a su padre y a su madre con la victoria en
Leuctra. Esto habla mucho de su carácter: preferir el gozo de sus padres al
suyo propio, incluso tras un logro tan glorioso.
Epaminondas sostenía que no era
correcto matar a un hombre sin una causa justa, ni siquiera para liberar a su
patria, razón por la cual se mostró indiferente ante la tentativa de su amigo
Pelópidas para liberar Tebas. Además, consideraba que en la batalla debía
evitarse, en la medida de lo posible, enfrentarse con amigos que estuvieran en
el bando contrario.
Su humanidad hacia los enemigos llegó
a tal punto que fue sospechoso ante los beocios. Después de forzar a los
lacedemonios a abrirle un paso crucial en Corinto, se conformó con marchar sin
perseguirlos a ultranza. Esta decisión le costó ser destituido de su cargo como
capitán general. Sin embargo, su destitución fue tan vergonzosa para los
beocios que se vieron obligados a restituirle en el cargo casi de inmediato,
reconociendo que su gloria y la salvación de su patria dependían de él. La
prosperidad de su nación comenzó con él y terminó con su muerte.
En suma, Epaminondas encarna la
perfecta conjunción de valentía, integridad y sabiduría. Es el ejemplo más
brillante de cómo una vida dedicada al servicio, a la virtud y al respeto por
los demás puede dejar un legado imborrable.
EL ARREPENTIMIENTO
Los demás moldean al hombre; yo, en
cambio, lo describo tal cual es, y en este caso me presento a mí mismo, un
hombre imperfecto, mal formado. Si tuviera que rehacerme, ciertamente sería muy
distinto de lo que soy ahora. Pero ya estoy hecho y terminado. Sin embargo, los
trazos con los que me pinto no son del todo fijos; cambian y varían. El mundo
no es más que un continuo vaivén: todo se mueve sin descanso, ya sea la tierra,
las montañas del Cáucaso o las pirámides de Egipto. Todo se mueve tanto por el movimiento
general del universo como por su propio dinamismo, desde el sistema solar al átomo. Incluso la constancia no es
más que un tipo de movimiento, aunque más lento.
No puedo fijar mi objeto de
observación, ya que todo, incluido yo mismo, está en constante cambio y
movimiento. Mi espíritu es voluble, como si estuviera embriagado por
naturaleza. Lo que intento capturar aquí es un momento, tal como es en el
preciso instante en el que escribo. No pinto el ser, sino el tránsito; no el
cambio de una etapa de la vida a otra, de siete en
siete años, como marca la sabiduría hindú, sino el cambio que ocurre día a día, minuto a minuto. Mi historia
está en constante adaptación al presente. Puede que en poco tiempo cambie no
solo de fortuna, sino también de opiniones e intenciones.
Lo que aquí relato es un registro de
experiencias variadas, de pensamientos fluctuantes y, en algunos casos,
contradictorios. Esto sucede ya sea porque yo mismo soy distinto con el paso
del tiempo, o porque observo las cosas desde otras perspectivas y bajo
diferentes circunstancias. Es posible que me contradiga, pero no por ello
contradigo la verdad. Como decía Demades, la verdad no se contradice a sí
misma. Si mi espíritu lograra asentarse, no escribiría ensayos, sino que me
mantendría firme en mis ideas. Pero mi mente está en constante aprendizaje y
autoevaluación.
Aquí expongo una vida humilde y sin
brillo. No importa, porque toda la filosofía moral puede aplicarse tanto a una
vida sencilla y común como a una vida adornada con lujos. Cada hombre lleva en
sí mismo el reflejo completo de la condición humana.
Los autores suelen presentarse al
público a través de algún rasgo específico y externo, como ser filósofos,
poetas o juristas. Yo, en cambio, me presento tal cual soy, sin adornos ni
etiquetas. Si el mundo me reprocha que hablo demasiado de mí mismo, yo le
reprocho que ni siquiera se toma el tiempo de reflexionar sobre sí mismo.
Pero, ¿es razonable que, con una vida
tan privada, busque ser conocido públicamente? ¿Es sensato exponer ante un
mundo que da tanto crédito a las apariencias y al artificio, hechos tan crudos
y naturales, además de provenientes de una naturaleza tan frágil como la mía?
¿No es como construir un muro sin ladrillos, o algo similar, el intentar
escribir libros sin erudición? Las obras musicales siguen las reglas de un
arte; mis escritos, en cambio, siguen el curso del azar.
Al menos puedo decir que hay algo en
mí que sigue una regla: nadie ha abordado un tema que conozca mejor que yo
conozco el mío, y en este sentido, soy el más erudito en lo que respecta a mi
propia vida. Además, nadie ha profundizado más en su materia ni ha analizado
con mayor detalle sus elementos y consecuencias, ni ha alcanzado con mayor
precisión el objetivo que se ha propuesto.
Para cumplir esta tarea, solo
necesito ser sincero, y aquí lo soy, con la mayor pureza y autenticidad
posibles. Digo la verdad, no toda la que podría decir, sino hasta donde me
atrevo, y me atrevo un poco más conforme envejezco, pues la costumbre parece dar
a la vejez más libertad para hablar sin filtros y más indiscreción para hablar
de uno mismo.
Aquí no sucede lo que a menudo
observo: que el autor y su obra parecen estar en contradicción. ¿Cómo puede ser
que un hombre de trato tan educado haya escrito algo tan pobre?, o ¿cómo es
posible que escritos tan profundos provengan de alguien que, en su trato
diario, parece tan banal?
Si alguien tiene una conversación vulgar y unos escritos extraordinarios, significa que su habilidad radica en lo
que toma prestado, no en él mismo. Un hombre erudito no es siempre sabio; pero
el que tiene capacidad, lo demuestra incluso en la ignorancia. Aquí, mis notas
y yo avanzamos juntos, en perfecta sintonía. En otros casos, se puede alabar o
criticar una obra sin que eso implique un juicio directo sobre el autor; pero
aquí no es así: quien toca una parte, toca la otra. Quien juzga mi obra sin
conocerme a mí, se perjudica más a sí mismo que a mí; quien me ha conocido, ya
me ha comprendido por completo. Me sentiré satisfecho, más allá de mis méritos,
si al menos consigo que las personas inteligentes noten que, de haber tenido
más conocimientos, habría sabido aprovecharlos, y que merecía haber contado con
una memoria más ágil.
Permítaseme reiterar lo que digo a
menudo: que rara vez me arrepiento, y que mi conciencia está en paz consigo
misma. Como diría un conocido personaje de nuestra política nacional: en todo,
salvo alguna cosa. No como la conciencia de un ángel o de un ser perfecto, sino
como la conciencia de un ser humano. Siempre añado, con humildad sincera y no
como un simple formalismo, que hablo desde la duda y la ignorancia, y que, en
cuanto a mis decisiones, me atengo por completo a las creencias comunes y
aceptadas. No pretendo enseñar, solo relato mi experiencia.
No hay vicio que no cause daño, ni
que una mente honesta no repruebe. Su fealdad y su carga son tan evidentes que
quizá tengan razón aquellos que afirman que los vicios nacen principalmente de
la estupidez y la ignorancia. Es difícil imaginar que se pueda conocer un vicio
sin rechazarlo. El mal se consume a sí mismo, como si bebiera su propio veneno,
envenenando su propia esencia. El vicio deja, como una herida abierta en la
carne, un arrepentimiento que atormenta al alma, que se hiere y desangra a sí misma.
La razón puede sanar otros dolores y pesares, pero también puede dar origen al
arrepentimiento, que es aún más profundo porque brota del interior, como las
fiebres que arden más intensamente cuando su calor proviene de dentro.
Considero vicios, en mayor o menor medida, no solo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también aquellos que la opinión pública, aunque erróneamente, ha sancionado si las leyes y costumbres los avalan, como el consumismo extremo, la glorificación de la hiperproductividad, la adicción a la tecnología y a las redes sociales, la explotación del cuerpo como mercancía, etc.
Si bien el consumo, en su justa medida, es un engranaje necesario para sostener la economía de las naciones, no puedo sino lamentar que el exceso haya devenido en virtud, y la acumulación en señal de triunfo. Que los recursos de la tierra sean limitados no parece inquietar a quienes, en nombre del crecimiento perpetuo, agotan aquello que deberían preservar. Más desconcertante aún resulta el embrujo que ejercen las nuevas tecnologías y redes sociales, las cuales, en su prometida conexión universal, han apartado al hombre de sus semejantes, arrastrándolo a una soledad disfrazada de compañía. Y qué decir del cuerpo humano, antaño venerado como templo y herramienta de expresión; hoy, reducido en tantos lugares a mercancía, objeto de intercambio y espectáculo, como si su dignidad pudiera medirse en dinero y no en el alma que lo habita.
No hay bondad que no traiga alegría a
una naturaleza noble. Sentimos una satisfacción particular al hacer el bien, un
orgullo legítimo que acompaña a la buena conciencia. Un alma que se adentra
audazmente en el vicio puede lograr una cierta seguridad, pero nunca podrá
experimentar esa profunda satisfacción. No es poca cosa el placer de poder
decirse a uno mismo: «Incluso si alguien pudiera ver hasta lo más profundo de
mi alma, no encontraría en mí culpa alguna, ni por causar daño, a sabiendas, o ruina a otros,
ni por venganzas o envidias, ni por violar las leyes, ni por fomentar tumultos. Y, pese a todas las licencias que los tiempos
permiten y promueven, no he tocado los bienes ni el dinero de nadie, y he
vivido solo de lo mío, sin aprovecharme del trabajo de otros sin la debida
compensación».
Estos son los testimonios que
complacen a la conciencia, y esta alegría interna nos otorga un gran consuelo,
siendo la única recompensa que nunca nos falta.
Fundar la recompensa de las acciones
virtuosas en la aprobación de los demás es apoyarse en un terreno demasiado
incierto y confuso. La valoración del pueblo, especialmente en un tiempo tan
corrupto e ignorante como el presente, es algo que daña más de lo que
beneficia. ¿A quién podemos confiarle el juicio sobre lo que es verdaderamente
loable? ¡Dios me libre de ser considerado una buena persona según las
definiciones que escucho cada día, con las que la gente se autocomplace! Lo que
antes se consideraba vicio, ahora es visto como virtud.
Algunos de mis amigos, motivados por
la franqueza, han intentado, en más de una ocasión, llamarme la atención y
corregirme, a veces por iniciativa propia y otras porque yo se lo pedí, ya que
considero que es un deber que supera incluso a los compromisos de la amistad
más cercana. Siempre he recibido sus consejos con gratitud y cortesía. Pero,
para ser sincero, muchas veces he encontrado que sus reproches y elogios eran
tan desatinados que, si hubiera hecho el mal en lugar del bien según su
criterio, habría estado en mejores términos.
Para quienes vivimos una vida privada, lejos del escrutinio constante de los demás, es fundamental tener un modelo interno que guíe nuestras acciones, que nos permita, a veces, halagarnos y, en otras ocasiones, castigarnos. Yo tengo mis propias leyes y mi propio tribunal, y me remito a ellos antes que a la opinión de los demás. Mis acciones pueden alinearse con lo que los otros esperan hasta cierto punto, pero sólo yo determino hasta dónde extenderlas según mis propios principios. Solo tú sabes si eres cobarde o cruel, leal o fiel; los demás solo pueden conjeturarlo, pues solo ven lo que quieres mostrar. Por lo tanto, no te aferres a sus juicios; confía en el tuyo propio. La filosofía que subyace en todo ello es: No desees para los otros aquello que no querrías soportar en tu propia carne. Esta máxima, sencilla en su enunciado, es con frecuencia ignorada por quienes, con ligero juicio, imponen penas y carencias sin detenerse a medirlas con la vara de su propio padecimiento. Pues, ¿qué hombre en su sano juicio anhelaría para sí el sufrimiento, el desprecio o la injusticia? Y si, por naturaleza, buscamos para nosotros la paz y el bienestar, ¿por qué habríamos de negarles esos mismos dones a nuestros semejantes?
Hay quienes afirman que el
arrepentimiento sigue siempre al pecado, pero esto no se aplica a los pecados
que están tan arraigados en nuestra naturaleza que se convierten en parte de
nosotros. Podemos renegar de los vicios que nos toman por sorpresa, esos a los
que nos arrastran las pasiones; pero aquellos que se han convertido en un
hábito arraigado, difícilmente admiten oposición. El verdadero arrepentimiento
es más que retractarse de un deseo anterior; es un conflicto con nuestras
propias fantasías, esas que nos arrastran en todas direcciones.
El vicio, en sus primeros pasos, se presenta como un intruso desagradable al que nuestra conciencia repele con natural aversión. Mas, si se le permite asomar su rostro con demasiada frecuencia, pronto hallamos en él algo que justificamos, como si nuestra razón se adormeciera ante su constancia. Así, de la tolerancia nace la costumbre, y la costumbre, ese pérfido maestro, nos lleva a abrazarlo finalmente como si de un amigo íntimo se tratase. Pues no hay mayor peligro para el alma que aquello que, siendo inicuo, se reviste de familiaridad, hasta que lo aceptamos no por virtud, sino por hábito.
Vivir de forma ordenada, incluso en
la intimidad, es una gran virtud. Cualquiera puede actuar de forma correcta
cuando está en el escenario público, pero la verdadera prueba es mantener ese
mismo orden y rectitud cuando estamos a solas, sin que nadie nos observe. Esto
es lo que realmente importa: no cómo nos comportamos bajo la mirada atenta de
los demás, sino cómo actuamos cuando no tenemos que rendir cuentas a nadie.
La verdadera virtud no consiste en
impresionar a la gente ni en buscar reconocimiento externo, sino en una
conciencia limpia y en paz consigo misma. No debemos confiar demasiado en la
alabanza de los demás, ni preocuparnos por sus críticas. Al final, la verdadera
satisfacción proviene de saber que, en lo íntimo de nuestra conciencia, hemos
actuado de acuerdo con nuestros principios más elevados, sin importar el juicio
de los demás.
LA DISTRACCIÓN
Nos equivocamos cuando nos oponemos
frontalmente a una pasión, ya que esta resistencia solo consigue intensificarla
y agravarla. Al enfrentarnos directamente a ella, provocamos que se encone más.
En las conversaciones cotidianas, lo que uno diría sin prestarle demasiada
importancia, si se lo rebaten, se convierte en algo que se defiende con más
fervor del que originalmente tenía. Además, entrar en estas discusiones de
forma brusca y directa suele agravar el problema.
Por el contrario, al igual que un
médico debe acercarse a su paciente de forma amable y optimista, nunca logrará
nada si se presenta con una actitud seria y sombría. El primer contacto debe
ser siempre reconfortante. En lugar de contradecir inmediatamente, es mejor
simpatizar con la queja del otro, mostrar cierta aprobación y darle la razón en
lo que se pueda. Con esta actitud, se gana la confianza necesaria para, poco a
poco, llevar a la persona hacia razonamientos más sólidos y curativos.
En mi caso, al tratar de calmar a
alguien, mi primer objetivo era burlar a los que me estaban observando, y
decidí ocultar el problema en lugar de confrontarlo directamente. Además, por
experiencia sé que no soy bueno para convencer a otros; cuando presento mis
razones, suelen ser demasiado secas, ásperas o, por el contrario, demasiado
relajadas. Tras intentarlo sin éxito durante un tiempo, abandoné el método de
la persuasión directa, no porque no tuviera buenos argumentos, sino porque
pensé que sería más efectivo abordar la situación de otra manera.
En lugar de emplear las distintas
técnicas de consuelo que ofrece la filosofía, como las de Cleantes, que niegan
que aquello que causa sufrimiento sea realmente un mal; o las de los
peripatéticos, que lo consideran un mal menor; o la de Crisipo, que señala que
lamentarse no es ni justo ni digno; o incluso la de Epicuro, que sugiere
desviar la atención hacia pensamientos más agradables, opté por otro camino. No
utilicé este arsenal de argumentos filosóficos, al estilo de Cicerón, sino que
suavicé la conversación, llevándola poco a poco hacia temas más ligeros y
distantes del problema que afligía a mi interlocutora. Al distraerla con temas
que captaban su interés, conseguí alejarla de su dolor y mantenerla en un
estado de serenidad mientras estuvimos juntos. Utilicé, en esencia, la
estrategia de la distracción. Aquellos que intentaron consolarla después,
usando otros métodos, no lograron la misma mejoría, ya que no habían tocado el
problema desde la raíz. Esto mismo, he notado, es el remedio más común para las
enfermedades del alma. A veces, lo mejor que se puede hacer es desviar la mente
hacia otras preocupaciones, intereses o actividades, e incluso un cambio de
lugar puede ser la cura para aquellos que no logran recuperarse.
En general, rara vez se enfrenta a
los males directamente; en lugar de resistir o bloquear el golpe, es más
efectivo esquivarlo y redirigir la atención. Esta técnica de distracción es más
fácil que la alternativa, que sería enfrentarse de lleno con el problema,
analizarlo y superarlo con la fortaleza de un filósofo. Solo una mente como la
de Sócrates sería capaz de mirar a la muerte con tranquilidad y tomarla a la
ligera. Para él, morir no era más que un evento natural, algo que aceptaba sin
buscar consuelo en otra parte.
En cambio, la mayoría de nosotros
buscamos evitar el pensamiento directo sobre la muerte. Los discípulos de
Hegesias, por ejemplo, tan inspirados por sus lecciones sobre la futilidad de
la vida, llegaron a dejarse morir de hambre en masa, hasta que el rey Ptolomeo
le prohibió seguir con sus enseñanzas porque resultaban peligrosamente
persuasivas. Del mismo modo, muchos condenados que enfrentan su ejecución, y
soldados antes de la batalla, se sumergen en fervorosas oraciones y ocupan sus
sentidos en el fervor religioso para desviar su mente del horror inminente,
como si fuera un truco para distraer a un niño antes de recibir una inyección.
He visto un caso en el que, si estas
personas miraban de frente los preparativos para su muerte, se estremecían y
volvían a concentrarse furiosamente en sus rezos. En una situación similar, a
aquellos que caminan sobre un puente suspendido sobre un abismo se les aconseja
que cierren los ojos o miren hacia otro lado.
A veces, cuando el sufrimiento
emocional se vuelve insoportable, cambiar el enfoque puede ser la única salida.
En el pasado, cuando atravesé una profunda tristeza, recurrí a un amor
artificialmente cultivado para desviar mi mente. La pasión fingida me ayudó a
sobrellevar un dolor que de otro modo habría sido insoportable. En general, he
encontrado que es más efectivo reemplazar una preocupación obsesiva con otra
más manejable, en lugar de tratar de enfrentarla directamente.
El tiempo, ese gran sanador que la
naturaleza nos ha dado, nos cura precisamente al proporcionar nuevos temas de
interés que diluyen la intensidad del dolor original. Aunque la tristeza no
desaparezca por completo, su impacto se debilita al ser sustituido por otros
pensamientos que compiten por nuestra atención.
Incluso los pequeños incidentes tienen el poder de distraer nuestra mente de preocupaciones más profundas. Un ejemplo de ello es cómo Alcibíades, para desviar la atención del pueblo de sus acciones políticas, cortó la cola y las orejas de su perro y lo soltó en el mercado para que todos hablaran de ello. El escándalo trivial desvió las miradas de lo que realmente le importaba.
Al final, somos tan vulnerables a
nuestras propias pasiones y debilidades que cualquier cosa, por insignificante
que sea, puede alterarnos profundamente. Hasta un simple tono de voz o una
palabra dicha de forma emotiva pueden desatar en nosotros sentimientos
intensos. Incluso en las tragedias, a menudo no lloramos tanto por la esencia
del dolor como por los detalles superficiales que lo acompañan.
La vida es, en última instancia, un
conjunto de distracciones. Desde la furia de una batalla hasta el consuelo de
un amor fabricado, nuestra mente siempre busca evadir lo que más nos duele.
Quizás, al final, esta sea nuestra forma más humana de sobrevivir.
EL ARTE Y LA UTILIDAD DE LA DISCUSIÓN
Es común en nuestra justicia castigar
a algunos para dar un mensaje a los demás. Como decía Platón, no tiene sentido
condenar a alguien solo porque cometió una falta, ya que el pasado no se puede
cambiar. Se castiga para evitar que reincida o para que su ejemplo sirva de
advertencia. De la misma manera, mis propios errores, que son casi naturales e
irreparables, pueden servir como lección para otros.
Publicar mis defectos, en lugar de
mis virtudes, puede hacer que otros los eviten. Si expongo mis imperfecciones,
tal vez alguien aprenda a temerlas y evitarlas. Hablar de mis defectos puede
ser más valioso que elogiarlos, y es por eso que insisto en ellos.
Pero hablar de uno mismo siempre trae
consecuencias. Cuando te condenas, los demás suelen creerte; cuando te elogias,
no tanto. Quizá algunos compartan mi temperamento: aprendo más de los errores
que de los ejemplos a seguir. Como decía Catón el Viejo, los sabios pueden
aprender más de los locos que los locos de los sabios. Es el caso de un antiguo
maestro de música que nos obligaba a los estudiantes a escuchar a un mal intérprete
para que aprendieramos a evitar los errores.
El rechazo a los errores y la falta
de armonía a veces nos empuja hacia el camino correcto. Ver un estilo de
lenguaje pobre me impulsa a mejorar el mío más que cualquier buen ejemplo. Las
malas posturas o los errores de otros a diario me alertan y aconsejan. En estos
tiempos, quizá lo mejor para corregirnos sea inspirarnos en lo opuesto: ver lo
que no queremos ser. Así, mientras veo personas molestas, trato de ser más
agradable; mientras veo rigidez, busco ser flexible. Y, sin embargo, mis
esfuerzos a veces parecen imposibles.
En mi opinión, el ejercicio más
beneficioso y natural para la mente es la discusión. Para mí, es una actividad
más placentera que cualquier otra, porque la discusión alimenta tanto el
pensamiento como la experiencia. A diferencia del estudio solitario de los
libros, que puede resultar tedioso, la discusión es dinámica y enriquecedora.
Cuando discuto con alguien con quien puedo desafiar mis ideas, la pasión y la satisfacción me elevan.
Una conversación en la que todos
están de acuerdo es realmente aburrida. Así como nuestra mente se fortalece al
estar en contacto con mentes brillantes, se debilita y se desgasta al estar
continuamente expuesta a la mediocridad y a pensamientos pobres. Pocas cosas
son tan contagiosas como la mediocridad. Disfruto debatiendo y razonando, pero
prefiero hacerlo en privado o con unos pocos. Discutir solo para impresionar o
exhibir habilidades me parece poco honesto.
La necedad es un defecto, pero no
poder tolerarla y desgastarse con ella es otra forma de debilidad. Y este defecto,
al que he intentado resistir sin éxito, es lo que hoy quiero confesar.
Me es fácil y natural debatir y
expresar mis ideas con libertad, pues mis opiniones rara vez arraigan con
firmeza. No hay creencia o idea, por más absurda que sea, que me ofenda o me
sorprenda; acepto incluso las más extravagantes como reflejo de la mente
humana. Nosotros, quienes evitamos juicios cerrados, recibimos con apertura las
opiniones distintas; y aunque no les demos plena aceptación, las escuchamos con
disposición.
Estas creencias frágiles, como
preferir el jueves al viernes o evitar ser el decimotercero en una mesa, nos
rodean y, aunque no siempre tengan sustento, merecen al menos ser consideradas.
Al final, quien rechaza toda superstición, puede caer en el error opuesto de la
obstinación.
Así, las opiniones contradictorias no
me ofenden ni me irritan; me estimulan y me retan. Enfrentarme a una crítica
debería motivar el análisis, no el ataque. Con frecuencia, respondemos a
cualquier objeción como si fuera un ataque, listos para pelear en lugar de
entender. Acepto que los amigos me corrijan con franqueza y sin rodeos: “Te
equivocas, estás soñando”. Me gusta la camaradería firme y franca, donde las
palabras fluyen sin la suavidad forzada de la cortesía. La verdadera amistad,
como el amor apasionado, se alimenta de la intensidad y la fricción de las
personalidades.
Cuando me llevan la contraria, no me
enfado; al contrario, agradezco la oportunidad de aprender. La búsqueda de la
verdad debería ser un objetivo compartido. Celebro la verdad, sin importar de
dónde provenga, y la abrazo sin reservas. Prefiero la compañía de quienes me
desafían a la de quienes me adulan, pues de la adulación poco se aprende. La
satisfacción superficial que sentimos al rodearnos de quienes nos halagan y
nunca nos cuestionan es insípida y, en última instancia, perjudicial.
Aprecio cualquier debate siempre que
se realice de forma ordenada y sin confusión. Las ideas se exponen con claridad
y respeto en un debate estructurado; en cambio, el desorden solo genera
frustración y caos. En debates en los que la lógica se pierde entre gritos y
digresiones, suelo abandonar la cuestión, sintiéndome exasperado. La forma en
que debatimos debería tener tanta importancia como el contenido de nuestras
ideas, y rara vez encuentro un placer mayor que enfrentarme a alguien con orden
y precisión.
La necedad y la obstinación, sin
embargo, tienden a entorpecer cualquier intento de diálogo sensato. Y aunque
parezca obvio que la discusión debería orientarse hacia la búsqueda de la
verdad, en muchos casos termina en un enfrentamiento donde la razón se
desvanece. Esto sucede especialmente cuando nos preocupamos más por tener la
razón que por entender. De ahí que las opiniones se conviertan en enemigas unas
de otras y se pierda el respeto mutuo. Observen, al respecto, el comportamiento
de nuestros gobernantes y díganme si no les parece, como a mí, un insulto a la
razón. Creo que nuestro papel en el debate es descubrir juntos, no vencer al
oponente. Buscar la verdad es nuestra misión.
A menudo, las personas se confunden
al asignar sabiduría o habilidad a quienes ocupan altas posiciones. Vemos en
ellos una grandeza que atribuimos más al poder que a sus méritos. Así como
juzgamos los discursos según la autoridad de quien habla, deberíamos recordar
que no siempre las palabras de los poderosos merecen más respeto que las de
cualquier otro. A veces, el peso de su autoridad silencia el verdadero juicio. En
otras, simplemente carecen de juicio. Y al final, quien más confía en la
fortuna es quien menos razona; los resultados exitosos suelen deberse menos a
la habilidad que al azar.
La verdadera victoria en un debate no
es imponer nuestras ideas, sino lograr que ambas partes se acerquen a la
verdad. En mi caso, prefiero a quienes me corrigen y cuestionan a aquellos que
solo buscan halagarme. Nos rodeamos con frecuencia de personas que nos ceden la
razón sin reflexión alguna, pero estas interacciones carecen de profundidad y
solo refuerzan una autoestima vacía.
A menudo, quienes se presentan como
eruditos esconden un conocimiento superficial y vacilante. Caso de la mayoría
de nuestros tertulianos. En lugar de realmente comprender una idea, simplemente
la han tomado prestada sin saber adaptarla o cuestionarla. Lo importante no es
repetir lo que se ha aprendido, sino digerirlo y transformarlo en una
herramienta para el pensamiento crítico. Cada vez que un interlocutor expone
una idea sin firmeza, trato de explorar su comprensión en lugar de apoyarlo sin
reservas.
Podemos conocer algo verdadero, pero
decirlo de manera ordenada, prudente y con habilidad es un don que pocos
poseen. Casi todos tenemos ideas, pero es importante encontrar las palabras
para vestirlas. En la discusión, lo que más me molesta no es la ignorancia en
sí, sino la incapacidad de razonamiento. Muchas veces, las discusiones
estériles son el resultado de la falta de preparación y de la incapacidad para
aceptar una visión contraria. Prefiero lidiar con la ignorancia, que puedo
tolerar, a la obstinación, que convierte una conversación en una batalla
inútil.
Finalmente, las apariencias, la
arrogancia y el afán de autoafirmación son enemigos del debate auténtico.
Cuando las personas se ven obligadas a defender ideas solo por orgullo, se
alejan del diálogo genuino. En lugar de buscar el progreso mutuo, el debate se
convierte en un juego de egos. En mi opinión, una discusión enriquecedora es
aquella que deja de lado el afán de victoria y se dedica sinceramente a la
exploración de ideas. La verdadera sabiduría no radica en dominar al otro, sino
en aprender juntos.
¿Debemos excluir de la discusión
seria las conversaciones animadas y ligeras que surgen entre amigos, llenas de
bromas y comentarios agudos? A pesar de que no siempre tienen el rigor de un
debate formal, a menudo revelan tanta agudeza como los intercambios más serios.
Mi carácter alegre se presta bien a este tipo de interacción, donde la libertad
de expresión y la tolerancia ante la crítica son fundamentales. Acepto con
facilidad cualquier revés, incluso una respuesta algo mordaz, sin ofenderme; si
no tengo una réplica lista, prefiero dejarlo pasar y esperar una oportunidad
mejor para exponer mis argumentos. En cambio, he visto a muchos reaccionar con
ira cuando pierden terreno, revelando su debilidad.
Este tipo de humor amistoso nos
permite a veces señalar imperfecciones que en circunstancias serias no
podríamos abordar sin ofender. En lugar de evadir las debilidades, estas
charlas nos ayudan a vernos reflejados de forma constructiva.
Por otro lado, para juzgar el valor
de una obra o una persona, me pregunto cuánto está realmente satisfecha consigo
misma. Evito las excusas y busco en su obra algo que la represente plenamente,
que pueda ser evaluado sin ambigüedades. Muchas veces he observado que los
errores en la autoevaluación son comunes; no sólo porque estamos apegados a
nuestro propio trabajo, sino porque, a menudo, carecemos de la distancia
necesaria para juzgarlo objetivamente.
He comprobado que existen libros y
escritos que, aunque útiles para sus lectores, no necesariamente hablan bien de
sus autores. A veces la obra sobresale más allá de la intención o la habilidad
de quien la escribió, y esto, para mí, revela mucho sobre la diferencia entre
el mérito propio y el reconocimiento externo.
Cuando leí a Tácito, por ejemplo,
encontré un autor con una notable habilidad para entrelazar observaciones sobre
los defectos y las virtudes humanas con el relato histórico. Su estilo es un
modelo de juicio más que de narrativa; en él hay más lecciones morales y éticas
que simples hechos. Su obra no es para leer superficialmente, sino para
estudiarla con detenimiento, ya que se centra en observaciones incisivas sobre
la naturaleza humana.
Esta forma de historia, llena de
análisis y reflexiones sobre los actos de los hombres, resulta más útil para
nosotros que la simple narración de batallas y acontecimientos. Al analizar a
los personajes históricos, Tácito aporta una mirada aguda que resalta tanto los
logros como los fracasos humanos, a menudo ofreciendo reflexiones que, aunque
duras, tienen un trasfondo ético y político aplicable a todos los tiempos.
Tácito, como muchos buenos
historiadores, sabe que la tarea no es siempre juzgar con severidad, sino
transmitir los hechos con integridad. Como bien dice otro autor: “Transcribo
más de lo que creo; no puedo negar lo que he recibido.” Y así, el historiador
debe presentar los sucesos no como un juez, sino como un relator fiel.
Por mi parte, trato de aplicar el
mismo principio al escribir. A menudo expreso ideas de las cuales no estoy
completamente seguro, pero considero importante ponerlas a prueba, sin esperar
siempre una certeza absoluta. Me expongo tal como soy, con mis dudas y
limitaciones, porque el propósito es abrir un espacio de reflexión sincera, sin
pretensiones de perfección.
Las discusiones y las opiniones, en
definitiva, nos desafían no sólo a defender nuestros puntos de vista, sino a
entender que nuestras ideas pueden evolucionar y enriquecerse en contacto con
otras. Las buenas discusiones revelan tanto nuestras fortalezas como nuestras
debilidades, y en el proceso, ayudan a afinar nuestro juicio, siempre que nos
mantengamos abiertos al intercambio auténtico y al respeto mutuo.
LA VANIDAD
Escribir sobre la vanidad podría
considerarse, en sí mismo, un acto de vanidad, y a la vez una reflexión
necesaria. La vanidad se manifiesta incluso en la escritura sobre nuestros
propios defectos. Quienes tenemos inclinación a reflexionar sobre nuestra
existencia no encontramos, en ocasiones, otro registro que el de nuestras ideas
y pensamientos, sobre los cuales abundamos sin medida, como quien lleva un
registro de lo cotidiano en una sucesión interminable. La facilidad con la que
podemos ahora publicar nuestras observaciones ha hecho que la vanidad florezca
en los tiempos modernos; parece que, cuanto más agitado el mundo, más prolifera
la escritura.
He observado cómo, en momentos de desorden y agitación, la producción de escritos aumenta, quizás porque es una forma de evasión o de enfrentamiento a las circunstancias. A menudo, encontramos que cuando las personas poderosas contribuyen al caos con su ambición o su incompetencia, nosotros, que carecemos de tal influencia, sólo podemos aportar nuestra vanidad, ociosidad y palabras. Pareciera que, frente a las grandes catástrofes, dedicarse a lo superfluo se convierte en una forma casi digna de ocupar el tiempo. En esas estamos los ciudadanos de a pie en estos tiempos de miseria moral: empeñados en pedir “otra de gambas” mientras nos roban la cartera.
Existe en los humanos una tendencia a
desear siempre algo nuevo, a disfrutar más de lo ajeno que de lo propio. Quizás
es este deseo de cambio el que, en mí, despierta el impulso de viajar. No se
trata solo de ver otros lugares, sino de experimentar un escape temporal del
rol que uno ocupa a diario.
Para mí, la prosperidad es una
enseñanza en moderación y gratitud. Me siento más inclinado a expresar
agradecimiento en tiempos de bienestar que a implorar ayuda en los momentos de
dificultad. La buena fortuna, lejos de volverme indulgente, me impulsa a una
mayor modestia y moderación, lo cual puede parecer extraño cuando en general se
espera que los reveses de la vida fortalezcan el carácter. A mí, en cambio, me
conmueve más la gratitud que la necesidad. Cuando me siento afortunado, es
cuando más comprometido me siento con la humildad.
Este carácter insatisfecho y ávido de
novedades alimenta no solo mi deseo de viajar, sino también una constante
inquietud que me mantiene en movimiento. Y si bien hay quienes encuentran
satisfacción en lo propio, yo me siento inclinado a explorar lo ajeno, no tanto
por desprecio hacia lo que poseo, sino por un impulso irrefrenable hacia el
descubrimiento y el aprendizaje.
Esta escritura parece una reflexión
constante sobre la pequeñez y la aceptación de la propia naturaleza humana. No
tengo ambiciones elevadas de reconocimiento ni el deseo de acumular riquezas o
logros; mi intención es simplemente vivir con dignidad y satisfacción en lo que
poseo, manteniendo la moderación. Es preferible anticipar la posible pobreza
con una vida de moderación y así prepararse para cualquier revés que pudiera
presentarse, siendo consciente de las necesidades reales y no de los lujos.
Viajar me causa preocupación debido a
los gastos, que muchas veces resultan más onerosos de lo que podría afrontar
sin sacrificar otras satisfacciones, como el gusto por la tranquilidad del
retiro. No quiero que el placer del viaje interfiera con el goce del retiro,
sino que ambos se complementen y nutran entre sí. La fortuna me ha favorecido
en cierto sentido, ya que tengo suficiente para una vida modesta.
He aprendido que, para mí, no es la
vida pública la que me llama, sino una vida serena y sin agitación, que no pese
ni a mí ni a quienes me rodean. En cuanto a los grandes compromisos y
responsabilidades, ya me siento satisfecho con dejar que el mundo siga su curso
sin intervenir en él. Mi sueño es encontrar a alguien digno de confianza que me
asista en los años de vejez, que cuide de mi bienestar y se encargue de las
responsabilidades, permitiéndome disfrutar de la vida con sencillez y desapego.
Sin embargo, este mundo es tan incierto que ni siquiera podemos estar seguros
de la lealtad de nuestros propios hijos.
El vivir a través de la mirada de los
demás y la dependencia de la opinión ajena parecen limitar nuestra autenticidad
y nos despojan de nuestros propios beneficios. Nos volcamos más en la imagen
que proyectamos que en nuestro verdadero ser, dejando de lado lo que realmente
nos hace bien o nos satisface. Incluso los logros espirituales y la sabiduría
pierden valor cuando solo los disfrutamos nosotros, como si su valía dependiera
de la aprobación ajena.
Esta constante necesidad de exhibir,
de mostrar hasta nuestras riquezas —a veces de forma exagerada y ostentosa—, es
el resultado de un deseo de reconocimiento externo que convierte lo esencial en
superfluo. El mundo mide el valor de nuestras posesiones y acciones por su
apariencia, confundiendo la cantidad con el mérito real. A veces, el propio
esfuerzo de mantener o gastar con orden se convierte en un acto calculado y
artificial, rozando la avaricia incluso cuando se pretende generoso. Así, el
ahorro o el gasto no son en sí ni buenos ni malos, sino que adquieren valor
según la intención con la que los aplicamos.
En resumen, observo que la sociedad
humana se mantiene y cohesiona a toda costa. Sin importar la situación, las
personas se agrupan y organizan instintivamente, como si al caer al azar en un
mismo saco encontraran naturalmente una manera de acomodarse entre ellas,
muchas veces mejor de lo que lograría cualquier intento deliberado de
ordenarlas.
La necesidad de organización lleva a
los seres humanos a crear lazos que luego se institucionalizan como leyes. Así,
han existido sociedades con leyes tan salvajes que desafían cualquier lógica y,
sin embargo, han perdurado con la misma estabilidad que habrían logrado los
ideales propuestos por Platón o Aristóteles.
Por eso, todos esos esquemas ideales
de gobierno, diseñados de manera artificial, suelen ser ridículos y poco prácticos
en la vida real. Las interminables discusiones sobre el mejor sistema social y
sobre las reglas perfectas para organizarnos no son más que ejercicios
intelectuales. En las artes ocurre lo mismo: hay conceptos que viven únicamente
en el debate y no tienen ningún propósito práctico. Los modelos ideales podrían
tener sentido en un mundo nuevo, pero el nuestro ya viene formado por
costumbres arraigadas. No lo hemos creado desde cero. Pretender rehacerlo o
reformarlo sin romperlo todo en el proceso es casi imposible. Cuando le
preguntaron a Solón si había dado las mejores leyes a Atenas, respondió: "Sí, las mejores que habrían aceptado”.
Así como un buen cirujano no se
contenta con cortar tejido enfermo, sino que también busca regenerar el sano,
una reforma no puede limitarse a erradicar lo malo sin pensar en el bienestar
posterior. Un mal puede ser reemplazado por otro peor, como lo aprendieron
quienes asesinaron a César solo para sumir al Estado en un caos aún mayor.
Es habitual que cuando alguien
verdaderamente aspira a mejorar el sistema, el peso de la reflexión le hace
dudar en intervenir. Aunque soportamos tiempos difíciles y no hay corrupción
que no hayamos probado, esto no implica que estemos en el fin de nuestra
historia. Quizás la resiliencia de la sociedad civil sea más poderosa de lo que
imaginamos, como afirma Platón, y nuestra capacidad de supervivencia va más
allá de la comprensión humana.
Por mi parte, creo que necesitamos
líderes que gobiernen, planifiquen y legislen con una visión a largo plazo,
pensando no solo en el presente, en su presente, sino en el bienestar de las
próximas cuarenta generaciones.
LA APARIENCIA
Casi todas nuestras opiniones las
aceptamos por autoridad y fe. Y no es necesariamente un error. En un tiempo tan
débil como el nuestro, elegir por nuestra cuenta podría ser aún peor.
Apreciamos los discursos de Sócrates transmitidos por sus amigos, no por
nuestro propio juicio, sino por la autoridad que les otorga la opinión pública.
Si hoy surgiera algo similar, pocos lo valorarían.
Hoy en día, sólo reconocemos las
virtudes que son llamativas y ostentosas. Sin embargo, aquellas que se esconden
bajo la naturalidad y la simplicidad nos pasan desapercibidas. Su belleza es
delicada y sutil, y para apreciarla se necesita una mirada limpia y refinada.
Para nosotros, la naturalidad se asocia más bien a la simpleza, e incluso a un
defecto. Sócrates hablaba de forma sencilla y cotidiana, utilizando ejemplos de
cocheros, carpinteros y zapateros, y partía de situaciones cotidianas y
accesibles para todos. Con una expresión tan simple, no seríamos capaces de
reconocer la profundidad de sus ideas, pues sólo apreciamos la riqueza cuando
se muestra con ostentación.
Nuestro mundo está acostumbrado a la
pompa y a las apariencias. Sócrates, en cambio, se centraba en lo esencial, en
lo que verdaderamente sirve para la vida: observar la mesura, seguir la
naturaleza y encontrar el equilibrio. Nunca intentó elevarse por encima de los
demás, sino que buscó retornar a un estado natural y auténtico. A diferencia de
Catón, cuya vida parecía siempre más elevada y tensa, Sócrates abordaba los
problemas con un andar tranquilo y sencillo, manteniéndose sereno ante la
muerte y las dificultades. Es una suerte que la persona más digna de ser
conocida sea también aquella de la que tenemos un testimonio más fiable. Fue
retratado por los hombres más sabios de su tiempo, lo que nos ha dejado un
conocimiento claro y detallado de su vida.
Sócrates demostró que todos somos más
ricos en capacidades de lo que creemos, pero nos educan para depender de lo
ajeno y para pedir prestado en lugar de aprovechar nuestros propios recursos.
Nunca nos detenemos en lo que realmente necesitamos, siempre buscamos más: más
placeres, más riquezas, más poder. Lo mismo ocurre con la sed de conocimiento;
nos excedemos en nuestra curiosidad, abarcando más de lo que realmente podemos
manejar. Al menos, yo.
El saber, como muchos otros bienes,
puede resultar vano y costoso. No siempre es un alimento para el alma; a veces,
en lugar de nutrirnos, nos carga o incluso nos envenena con falsas seguridades.
Admiro a quienes, por devoción, hacen
votos de ignorancia, al igual que los de pobreza o castidad. Renunciar al ansia
de conocimientos puede ser un acto tan meritorio como frenar los deseos
desmedidos. No necesitamos tanto saber para vivir una buena vida. Sócrates nos
enseñó que lo que necesitamos ya reside en nosotros, y que sólo necesitamos
aprender a encontrarlo. Retirar los velos que lo ocultan. Todo conocimiento que
va más allá de lo necesario suele ser superfluo. Una mente sana no requiere de
erudición excesiva, sino de moderación.
Recurre a tu interior y encontrarás
argumentos naturales contra el miedo a la muerte, tan sólidos como los que
hallan pueblos enteros que afrontan la muerte con entereza, sin haber leído a
Cicerón o a otros filósofos. Los libros me han servido más para ejercitarme que
para instruirme realmente. Y muchas veces, la ciencia, en su afán por armarnos
contra las adversidades, termina haciéndonos más conscientes del peligro que
nos enfrenta en lugar de brindarnos auténtica protección.
La intensidad y violencia de los
deseos, más que ayudar, obstaculizan los objetivos que nos proponemos. Nos
vuelven impacientes ante los contratiempos y desconfiados de quienes nos
rodean. Nunca controlamos bien aquello que nos domina: "El ímpetu todo
lo gobierna mal."
Quien actúa guiado sólo por la razón
y la habilidad, avanza con mayor alegría: finge, cede y ajusta sus acciones
según lo que exigen las circunstancias; si falla, lo hace sin angustiarse y
sigue adelante con renovada energía, siempre con el control en sus manos. En
cambio, quien se deja llevar por un deseo violento y obsesivo muestra
imprudencia e injusticia, siendo arrastrado por el ímpetu de su ambición. Estos
impulsos precipitados, si no cuentan con el favor de la suerte, suelen ser poco
productivos.
Incluso los autores más sabios y
minuciosos, al tratar un buen argumento, suelen rodearlo de muchos detalles
superficiales que, si los examinamos con detenimiento, carecen de verdadera
sustancia. Son argucias verbales que nos confunden. Pero, en la medida en que
sean útiles, no quiero examinarlas demasiado a fondo. En mis propios escritos
hay suficientes ejemplos de esto, ya sea por imitación o por préstamos de
otros.
Hay que ser cuidadosos para no
confundir la elegancia con la fuerza, ni lo que sólo es ingenioso con lo que
realmente es profundo. No todo lo que agrada, alimenta. No siempre se trata del
ingenio, sino de la esencia misma del alma.
Es curioso observar cómo, incluso en
los textos más venerados, al describir la lucha contra las tentaciones del
cuerpo, los autores exageran tanto las dificultades que enfrentan, que nos
hacen pensar que sus tentaciones son casi invencibles. Y así, personas comunes,
que desconocen a Aristóteles o Catón, muestran diariamente una fortaleza más
pura y genuina que la que los filósofos predican.
¿Para qué nos armamos con tanto
conocimiento teórico? Miremos a las personas comunes, que afrontan la pobreza y
la muerte sin el apoyo de la filosofía. El albañil puede haber enterrado a un
ser querido esa misma mañana y, sin embargo, se ha subido al andamio, como cada
día, y sigue trabajando sin detenerse. Llaman a las enfermedades por nombres
simples y las soportan con igual sencillez.
Nuestro prolongado sufrimiento, como
país, ha corrompido hasta las mejores naturalezas. Lo que antes era excepcional
ahora es la norma. Si seguimos por este camino, no quedará nadie digno de
confiarle la salud de nuestro Estado, incluso si la fortuna nos diera la oportunidad
de recuperarla.
¿Existe alguna enfermedad en un
Estado que justifique el uso de un remedio tan letal como la acción violenta?
Favonio decía que ni siquiera la usurpación de un gobierno tiránico lo
justificaría. Platón tampoco aprueba que se altere la paz de una nación para
"curarla", ni acepta cambios que desestabilicen y pongan en peligro
la vida de los ciudadanos, sobre todo si esos cambios implican sangre y ruina.
Para Platón, la obligación de una persona de bien, ante un país en crisis, es
dejar las cosas como están y limitarse a pedir la intervención divina, sin
tomar medidas drásticas. No le agradó que su amigo Dión actuara de manera
distinta en este sentido.
Personalmente, comparto esta visión,
incluso antes de conocer a Platón. Si él, que era un ejemplo de conciencia y
mereció acercarse tanto a la luz de la verdad divina en medio de las sombras de
su tiempo, fue rechazado por algunos, ¿cómo nosotros, mucho menos iluminados,
podemos desestimar su consejo? Me pregunto si alguno de los que se lanzan a la
acción realmente cree que va hacia la "reforma" a través del caos más
extremo, o que está contribuyendo a la salvación causando destrucción, derrocando
gobiernos y sembrando odio entre hermanos.
La ambición, la codicia y la venganza
ya son lo suficientemente poderosas por sí mismas; no necesitamos avivarlas con
el pretexto de la justicia. El peor de los estados es aquel en el que la maldad
se vuelve legítima y se disfraza de virtud bajo la aprobación de los
magistrados. No hay peor forma de injusticia que cuando lo injusto se presenta
como justo. Pobres chinos, venezolanos, cubanos, nicaragüenses, rusos, iraníes…
Siguiendo el consejo de Platón, debemos rezar por ellos todos los días
confiando en la justicia divina, dado que los líderes y gobernantes de los
países libres solo atienden a sus propios intereses o a sus simpatías
políticas.
LA EXPERIENCIA
El deseo de conocimiento es tan
natural como profundo. Usamos todos los medios a nuestro alcance para
alcanzarlo, y cuando la razón se queda corta, recurrimos a la experiencia, que,
aunque menos precisa y más rudimentaria, puede mostrarnos el camino. La verdad
es tan valiosa que ningún medio es despreciable si nos acerca a ella. La razón
y la experiencia tienen tantas formas como variedad tienen las cosas del mundo,
y como cada situación es distinta, también lo son sus lecciones.
Un ejemplo común es la comparación de
los huevos, que parece tan obvia, pero incluso entre ellos hay distinciones. La
diferencia se infiltra en todas las cosas, y la semejanza nunca es tan exacta
como la diferencia lo es para distinguir. La naturaleza parece comprometida a
no crear nada sin variaciones.
Por eso, no comparto la idea de quien
cree que se puede contener el juicio de los magistrados mediante un exceso de
leyes, diciéndoles cómo proceder en cada caso. No piensan que la interpretación
de la ley es tan amplia como la ley misma, y quienes intentan limitar los
debates a la mera palabra escrita encuentran pronto que esta ofrece tanto
margen como si fuera una creación original. Así, en España tenemos más leyes
que en cualquier otra nación, pero con ello solo hemos dado a los jueces más
libertad de interpretación. Y a los ciudadanos más oportunidades para
convertirse en delincuentes, tanto si quieren como si no.
Multiplicando las leyes y los casos,
jamás lograremos abarcar la infinita variedad de la vida humana. Aunque
añadamos miles de normas más, siempre habrá algún caso futuro que escape a
ellas. Las leyes ideales serían pocas, simples y generales, ya que la naturaleza
ofrece a menudo una sabiduría mayor que nuestras propias creaciones. Ya he
hablado de esto en otra comunicación y lo he cuantificado.
Algunas sociedades sin leyes
complejas se apoyan en jueces improvisados para resolver sus disputas. ¿Por qué
no podríamos resolver los conflictos con la misma simplicidad? El rey Fernando,
cuando envió colonias a las Américas, prohibió llevar juristas, evitando que
las disputas jurídicas invadieran el nuevo mundo.
¿Por qué nuestro lenguaje claro y
simple se vuelve oscuro e ininteligible en los contratos, testamentos y
sentencias judiciales? La precisión en las palabras ha alcanzado un extremo en
el que ya nada es claro. Como cuando se intenta dividir en partes un metal
líquido: cuanto más se presiona, más se dispersa. Así, la minuciosidad en las
leyes y los comentarios nos ha enseñado más a aumentar las dudas que a
resolverlas; nos hemos enredado en tantas sutilezas que las cuestiones crecen
en complejidad y proliferan los conflictos. La doctrina, de hecho, ha creado
las dificultades.
Esta tendencia a multiplicar
interpretaciones parece alejar la verdad. Aristóteles escribió para ser
comprendido, y si no logró esa claridad, difícilmente lo conseguirá un
comentarista posterior. Al abrir y extender las ideas, las desvirtuamos,
dividiendo un asunto hasta fragmentarlo en mil aspectos. Difícilmente dos
personas verán la misma cuestión exactamente igual, y ni siquiera un mismo
individuo mantiene siempre la misma opinión a lo largo del tiempo.
De este modo, encuentro que lo que no
ha sido demasiado interpretado tiende a ser menos confuso. Al final, la
claridad a menudo se pierde en los detalles, y es en las cuestiones más llanas
donde solemos tropezar más.
¿Quién podría negar que los
comentarios a los textos, lejos de aclarar su sentido, a menudo lo oscurecen y
aumentan la confusión? Nunca parece haber un libro, sea humano o divino, cuya
interpretación cierre el paso a nuevos cuestionamientos. Cada comentario
conduce al siguiente, y el problema solo se hace más complejo. ¿Cuándo
llegaremos al punto en que se diga: “Ya no hay más que añadir a este libro”?
Esto es evidente en el ámbito
judicial, donde hay infinidad de opiniones, sentencias y comentarios y, sin
embargo, la necesidad de interpretar parece no tener fin. A pesar de tantas
leyes y principios, ¿necesitamos acaso menos abogados y jueces que antes? Todo
lo contrario: hemos complicado tanto el entendimiento que queda perdido entre
obstáculos y rodeos.
El ser humano desconoce los límites
de su mente; busca, indaga y se enreda en sus propios pensamientos, igual que
un gusano en su capullo. Parece divisar algo de claridad en la distancia, pero
se topa con nuevas dificultades y pierde el rumbo.
Es solo una debilidad particular la
que nos hace conformarnos con lo que encontramos en esta búsqueda. Para alguien
más hábil, nunca habrá satisfacción completa; siempre existe lugar para un
avance más. Nuestras indagaciones parecen no tener fin, y quien se detiene
suele hacerlo por fatiga o estrechez de espíritu, no por haber agotado el
conocimiento.
Este impulso continuo hacia adelante
muestra que el intelecto se alimenta de la admiración y la ambigüedad. Nuestras
ideas se desplazan, evolucionan y surgen unas de otras, como el flujo de un río
en el que el agua, aunque siempre nueva, sigue siendo la misma corriente, el
mismo rio.
Hoy en día, invertimos más en
explicar las explicaciones que en abordar las cosas mismas. Hay más libros
sobre libros que sobre cualquier otro tema, y la labor más apreciada parece ser
la de comprender a los sabios. Las opiniones se enlazan unas con otras, y a
menudo quien ha subido más alto en esta cadena de interpretaciones obtiene más
honor que mérito, pues su logro es simplemente estar un poco más arriba que
quien le precede.
Nuestros filósofos siguen
interpretando y reinterpretando a los filósofos griegos, ¡más de dos milenios
después! A pesar de todo el avance del conocimiento, de las ciencias y de la
cultura, seguimos volviendo a ellos como si, en su sabiduría antigua, hubiera
una profundidad que aún no logramos agotar. Es como si, en lugar de haber
progresado a una nueva comprensión, estuviéramos atrapados en un bucle,
redescubriendo una y otra vez los mismos principios y cuestionamientos. Quizá
sea porque esos pensadores tocaron las verdades fundamentales de la condición
humana, verdades que no cambian con el tiempo, por mucho que nuestra
civilización evolucione.
Dado que es tan difícil establecer
normas éticas que regulen los deberes individuales, no resulta sorprendente que
las leyes que rigen una nación sean aún más complejas. La justicia que nos
gobierna es una clara muestra de las limitaciones humanas, con sus
contradicciones y errores. A menudo, lo que interpretamos como un acto justo o
severo, en realidad revela una imperfección en el propio sistema de justicia.
Por ejemplo, recientemente unas personas me contaron cómo encontraron a otra
malherida que pedía ayuda, pero no se atrevieron a socorrerla, temiendo las
consecuencias legales, y se limitaron a pedir ayuda a las emergencias. El deber
de ayudar se volvía un riesgo para ellos.
Cuando un ser querido sufre una
desgracia, intentas comunicarte con un hospital o con alguna entidad oficial
para conocer su estado. La respuesta es siempre la misma: "No podemos
proporcionarle esa información". Ni siquiera puedes saber si está
ingresado. Y, sin embargo, ese mismo día, tu teléfono suena una y otra vez:
diez personas te llaman para ofrecerte productos y servicios. Diez completos
desconocidos que, de algún modo, obtuvieron tu número sin que tú se lo dieras
jamás. Esa es la paradoja de nuestras leyes: protegen lo irrelevante mientras
permiten lo que debería estar prohibido.
Es frecuente que inocentes hayan
sufrido castigo por errores en el sistema judicial. Incluso en casos donde la
evidencia posterior parece exonerarlos, las sentencias ya firmes no se
revierten. Así, estos errores irreparables quedan al servicio de un sistema más
preocupado por cumplir su forma que por corregir sus fallos.
Preferiría no exponerme ante jueces,
dependiendo de la habilidad de un abogado más que de mi inocencia. Aceptaría
mejor una justicia que evaluara tanto los aciertos como los errores. Sin
embargo, nuestra justicia se presenta incompleta, afectando más de lo que
recompensa.
Las leyes mantienen su autoridad no
porque sean justas, sino porque son leyes; es un acuerdo tácito. La mayoría
están hechas por personas falibles, y su complejidad e incertidumbre invitan a
la desobediencia. En nuestro país hemos presenciado, con asombro, como una ley
que pretendía proteger a las mujeres, puso en libertad a sus mayores enemigos:
los violadores. Y hemos comprobado, también con asombro, la reticencia de los
incompetentes que la promulgaron para corregirla.
Así, por mucho que la experiencia nos
pueda enseñar, rara vez aprendemos realmente de ella. Deberíamos estudiar
nuestra propia vida y experiencias para hallar los aprendizajes esenciales.
Conocerme a mí mismo es mi mayor estudio; mi observación de mí mismo me revela
más sobre la vida y la naturaleza humana que cualquier teoría o sistema.
En este universo, avanzo guiado por
las leyes naturales, aceptando que no puedo cambiarlas. Preocuparnos por lo que
está más allá de nuestro control es una necedad. La prudencia natural es
suficiente guía en la vida, sin necesidad de sofisticaciones intelectuales.
Prefiero ser entendido en mí mismo
antes que en las ideas de otros. Quien recuerda sus propias equivocaciones
aprende mejor que de cualquier libro. No busco seguir ejemplos ajenos; creo que
lo más sencillo y común puede enseñarnos tanto como los grandes ejemplos del
pasado.
En este Universo, me dejo llevar, de
forma ignorante y negligente, por la ley general que lo rige. Llegaré a
comprenderla en la medida en que la experimente. Mi conocimiento no puede
desviar su curso, ni va a cambiar por mi causa. Es una locura esperarlo, y una
locura aún mayor inquietarse por ello, ya que es necesariamente uniforme,
general y común. La bondad y la competencia de los gobernantes deberían
liberarnos por completo de cualquier preocupación por el gobierno, aunque casi
nunca es así. Las indagaciones y especulaciones filosóficas solo sirven para
satisfacer nuestra curiosidad.
Los filósofos, con justa razón, nos
invitan a seguir las leyes de la naturaleza, pero estas no tienen nada que ver
con tan elevado conocimiento. Ellos las distorsionan, presentándonos una imagen
adornada con matices demasiado exagerados y artificiales, de donde surgen
tantas interpretaciones distintas de algo que, en realidad, es tan simple y
uniforme. Así como la naturaleza nos ha dotado de pies para caminar, también
nos ha otorgado la prudencia para guiarnos en la vida. No es una prudencia tan
ingeniosa, sofisticada y grandilocuente como la que ellos inventan, pero, en su
justa medida, es sencilla, tranquila y saludable; y cumple perfectamente lo que
la otra solo proclama, en aquellos que tienen la fortuna de usarla de manera
genuina y ordenada, es decir, de forma natural. Cuanto más sencilla sea nuestra
confianza en la naturaleza, más sabio será nuestro modo de confiar en ella.
¡Oh, qué dulce y suave almohada, y qué saludable, es la ignorancia y la
ausencia de curiosidad para descansar una mente bien formada! ¡Cómo la echo de
menos!
Solo aquellos que han profundizado en
una ciencia en particular perciben sus dificultades y su oscuridad, porque,
incluso para darse cuenta de la propia ignorancia, se necesita un cierto grado
de inteligencia. Es necesario empujar la puerta para saber que está cerrada.
De aquí surge la sutileza platónica
de que no pueden investigar ni quienes ya saben, porque ya conocen, ni quienes
no saben, pues para investigar es necesario tener al menos una idea de qué se
está buscando. Así, en lo que respecta al conocerse a sí mismo, el hecho de que
todos se muestren tan seguros y satisfechos, creyendo ya entender lo
suficiente, demuestra que en realidad nadie comprende nada, tal como enseña Sócrates.
Yo, que no profeso más que esta idea,
encuentro en ella una profundidad y una riqueza tan inmensas, que mi único
aprendizaje es descubrir cuánto me queda aún por aprender. Atribuyo a mi debilidad,
tantas veces reconocida, mi inclinación hacia la modestia, la obediencia a las
creencias que me son prescritas y una constante moderación y frialdad en mis
opiniones; además, detesto la arrogancia insolente y belicosa que confía
ciegamente en sí misma, enemiga mortal del aprendizaje y de la verdad.
Escuchad cómo dictan sus lecciones: exponen cualquier tontería con el mismo tono con el que se establecen las religiones y las leyes. No hay teoría, por peregrina que sea, sin filósofo que la defienda. Ni hay nada más torpe que el hecho de que la afirmación y la aceptación precedan al conocimiento y la comprensión.
Aristarco decía que en la
antigüedad apenas se encontraron siete sabios en el mundo, mientras que en su
época apenas se hallaban siete ignorantes. ¿No tendríamos mayor razón que él si
dijéramos lo mismo en la nuestra? Ahí tenéis a nuestros demagogos, ya sean
políticos o culturales, siempre erre que erre, aferrados a sus opiniones con la
misma terquedad que el ignorante que, tras mil tropezones, sigue tan confiado
como antes.
Acuso a la ignorancia humana desde mi
propia experiencia. A mi juicio, es la lección más segura que nos ofrece la
escuela del mundo. Aquellos que no quieran aprender esta lección a través de
ejemplos tan insignificantes como el mío o el suyo, que lo hagan por medio de
Sócrates, el maestro de los maestros.
Los eruditos suelen dividir y
categorizar sus fantasías con mayor precisión y detalle. Yo, en cambio, que
solo percibo lo que la experiencia me enseña, sin seguir reglas establecidas,
expongo mis opiniones de forma general y a tientas. Expreso mis ideas en
fragmentos sueltos; no es algo que pueda expresarse de una vez y en su
totalidad. La correlación y la coherencia no son posibles en mentes como la mía,
común y limitada. La sabiduría es un edificio sólido y completo, donde cada
pieza tiene su lugar y su propósito. Solo la sabiduría está íntegramente
contenida en sí misma. Por eso yo bebo en aquellos que creo que la atesoran.
Cuando alguien me pregunta cuál ha
sido mi mayor logro en la vida, respondo: haber conseguido que otros se
sintieran amados. Porque, en última instancia, no hay mayor satisfacción que
saber que nuestra presencia ha brindado a alguien la certeza de ser querido, de
sentirse acogido. No es la grandeza de nuestros actos ni los triunfos
personales lo que realmente deja huella, sino la capacidad de tocar el corazón
de los demás y hacerles sentir, aunque sea por un momento, que no están solos.
Y siento una profunda frustración al pensar que, por timidez o por ataduras a
las convenciones sociales, no he sido aún más generoso. Me duele saber que, por
miedo al juicio o por el afán de encajar, he contenido esa capacidad de
entregar más de mí mismo. Es como si una parte de mí se hubiera quedado
encerrada, retenida por inseguridades o por la búsqueda de una falsa prudencia.
El pesar de no haber dado más, de no haberme abierto por completo a quienes me
rodean, pesa como una oportunidad perdida que ya no puedo recuperar.
MI ENCUENTRO CON LA SABIDURÍA DE
ORIENTE Y LOS VEDAS
Hace ya veinticinco años que mi mente
y mi alma, como barcos en alta mar que encuentran un nuevo rumbo, se volvieron
hacia los maestros de Oriente. Y no puedo evitar lamentar con profundo pesar
que esta travesía no haya comenzado mucho antes, pues me doy cuenta ahora de
que el estudio de los Vedas, esos textos que son a la vez antiguos y eternos,
no es empresa que pueda abarcarse en el corto transcurso de una sola vida.
¡Cuánto he malgastado de mis días en vanas preocupaciones, cuando hubiera
podido dedicarlos a desentrañar estos tesoros milenarios!
Los Vedas, esos grandes pilares del
pensamiento oriental, se organizan en cuatro libros venerables, cada uno un
universo en sí mismo, rebosante de himnos, oraciones, rituales y enseñanzas
filosóficas. En ellos se condensa la esencia de una visión del mundo que
desafía y, en muchos casos, sobrepasa la nuestra. Cuatro libros que destilan la
sabiduría del vedantismo, o vedismo, una religión que precede al hinduismo, y
cuyo objetivo primordial era, y sigue siendo, el mantenimiento y la
prolongación del dharma. Este dharma, si me permitís una comparación, es como
una brújula que orienta todas las acciones humanas hacia el orden sagrado del rita,
ese principio que sostiene el equilibrio del universo. En él se engloban
deberes, derechos, leyes, virtudes y la recta manera de vivir. ¿Qué otra cosa,
en el fondo, buscamos en nuestras propias y complicadas leyes sino una sombra
pálida de este principio superior?
Pero al enfrentarme con la inmensidad
de estos textos, que son un océano insondable de conocimiento, me vi en la
necesidad de escoger mis batallas, y así decidí consagrar la mayor parte de mis
esfuerzos a los Upanishads. Pues, al decir de los sabios, estos escritos
son la culminación filosófica de los Vedas y abordan, con una profundidad y
seriedad que nos deja temblando de humildad, las preguntas más fundamentales de
nuestra existencia: ¿Qué somos? ¿Qué es el alma (Atman)? ¿Qué es ese
principio supremo (Brahman) que parece gobernarlo todo y, sin embargo, permanece
más allá de nuestra comprensión?
Aquí he de hacer un alto para
mencionar que, en este sendero que se me antojaba infinito, me encontré con la
obra del Dr. Bhagavan Das, cuyo pensamiento fue para mí como un faro que guía
al navegante en la noche. Sus enseñanzas no solo me ayudaron a comprender con
mayor claridad la profundidad de la filosofía vedántica, sino que me incitaron
a emprender la tarea, en verdad ardua, de traducir gran parte de su obra del
inglés al castellano. No puedo decir que haya sido un trabajo ligero, pues a
cada paso me encontraba con la complejidad del sánscrito, que es como un
cristal tallado con mil aristas. Pero, en este esfuerzo, hallé también una
recompensa inesperada: el traducir me ayudó a fijar con más firmeza en mi mente
los conceptos que tantas veces se me escapaban como arena entre los dedos.
La filosofía de los Vedas no es sino
un vasto y misterioso continente que abarca una visión profunda de la
existencia, de la naturaleza del ser y de nuestra relación con el cosmos y la
Divinidad. No hay en ella ni dogmas inflexibles ni verdades que deban aceptarse
sin cuestionar, sino más bien un continuo ir y venir de preguntas y respuestas
que no pretenden sino acercarnos a ese saber que se esconde tras el velo de la
ilusión (maya). Y en esta búsqueda, he encontrado, quizá demasiado
tarde, una fuente de paz y de sentido que no cambiaría por todas las riquezas
del mundo.
Así pues, si he de ofreceros algún
consejo tras este cuarto de siglo de estudio y reflexión, sería que no
despreciéis la sabiduría de estos antiguos textos, por más que vuestra
educación occidental os haya enseñado a mirarlos con desdén o indiferencia. Porque,
aunque creemos saber mucho, apenas hemos rascado la superficie de este enigma
que llamamos vida.
No hay empresa más incierta y
veleidosa que la de entender la vida misma, la cual, como un río en perpetuo
fluir, nos arrastra de un estado a otro, sin darnos tregua para afirmar con
certeza qué somos o hacia dónde vamos. Los antiguos sabios de la India exploraron
esta cuestión y hallaron en sus meditaciones un misterio que, aunque oscuro a
nuestra razón, ilumina el alma con una cierta claridad.
En el modo de ver de aquellos sabios,
la vida no es sino una manifestación de una realidad suprema, llamada Brahman,
un principio inmutable y eterno, fuente y origen de todo cuanto existe. Si
hemos de creerles, nosotros, que nos consideramos seres distintos, con
voluntades propias y pensamientos únicos, no somos sino ondas en la vasta
superficie de ese océano. ¡Cuántos errores nacen de creernos islas separadas,
cuando en realidad no hay más que una sola sustancia que, como una chispa que
se escapase de una hoguera, se expresa brevemente en cada ser y objeto! ¡La
chispa divina!
En cuanto a la muerte, aquellos
pensadores no la consideraron un final, sino una transformación necesaria, un
cambio de vestidura del alma que, despojada de su forma corporal, continúa su aventura
en el mundo sutil. Y así como el viajero no teme el cambio de posada, sino que
lo acepta como parte de su peregrinación, así deberíamos mirar la muerte no con
horror, sino como un simple pasaje. Dijeron que el Atman, el núcleo de
nuestro ser, es inmortal y perdurable, y que lo que perece no es sino el
cuerpo, esta envoltura efímera que nos envuelve por un tiempo breve. ¿Acaso no
somos nosotros mismos, cuando nos dormimos y soñamos, una prueba de que podemos
existir sin este cuerpo que tanto admiramos?
Pero, ¿qué es, entonces, la
inmortalidad? Si hemos de atender a las enseñanzas védicas, no consiste en la
perpetuación de esta vida que conocemos, con sus placeres fugaces y dolores
insoportables, sino en algo mucho más profundo y sereno: en la comprensión de
que el Atman y el Brahman no son sino uno y el mismo. Se nos dice
que el conocimiento verdadero no es el acopio de saberes mundanos, sino un
retorno al seno del Ser, un reconocimiento de que nuestra alma, al igual que el
río al océano, vuelve finalmente a su origen. Todo lo demás no es sino sueño,
ilusión, espejismo de nuestra mente turbada, maya.
Así como el fuego, al quemar una
ofrenda, convierte todas las cosas en su esencia misma, el sabio, al comprender
su unidad con el Brahman, trasciende el ciclo de nacimientos y muertes
(el samsara) y se funde en esa luz que no conoce principio ni fin. Y
aquí radica la paradoja, pues esa inmortalidad no es sino la desaparición del
yo, la disolución de nuestra aparente individualidad en el Todo.
¿Qué decir de nuestra relación con
Dios, esa pregunta que tanto atormenta a los teólogos y que nos divide en
sectas y herejías? Los Vedas nos invitan a una perspectiva más amable y menos
tormentosa. Para ellos, Dios no es un tirano celeste que exige servidumbre ni
un juez severo que castiga nuestros deslices, sino más bien una presencia
inmanente en todas las cosas, un fuego que arde en el corazón de cada ser. No
hay relación que buscar, pues siempre hemos estado unidos a esa divinidad;
somos, en verdad, una chispa de su esencia.
De todas estas meditaciones, no puedo
sino extraer un consejo que me atrevo a ofreceros: no busquéis lejos lo que ya
se halla en vuestro interior. El propósito de la vida, si hemos de creer a
estos sabios, no es el perseguir afanosamente riquezas, honores ni placeres
fugaces, sino volvernos hacia dentro y redescubrir esa verdad que siempre ha
estado con nosotros, oculta como el oro en el barro, esperando ser
desenterrada.
Así, concluyo este breve examen mío, no para convenceros de su veracidad, pues bien sé que cada uno hallará sus propias respuestas en su interior, sino para ofreceros un espejo en el que, quizás, podáis ver reflejados vuestros propios pensamientos y preguntas.
PAZ A TODOS
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