El Camino de Vuelta: Cuando la experiencia se transforma en sabiduría.

 

Figura humana caminando junto a un río hacia una montaña iluminada por rayos de sol, símbolo del camino espiritual de regreso.

El camino de vuelta no está fuera, sino dentro: cada paso nos acerca a la luz del origen.



Explora el Camino de Vuelta, un viaje de autoconocimiento y reencarnación. Descubre las enseñanzas espirituales y el despertar de la conciencia.

José Manuel Fernández Outeiral

"Se equivocan mucho quienes confunden el Espíritu o inteligencia (nous) con el Alma (psyché). Igualmente, se equivocan quienes confunden el Alma (psyché) con el cuerpo (soma). De la unión del Espíritu con el Alma surge la Razón; de la unión del Alma con el Cuerpo surge la Pasión. De estos tres elementos, la Tierra ha dado el Cuerpo; la Luna ha dado el Alma, y el Sol ha dado el Espíritu, de modo que el hombre justo, consciente de todo esto, es a la vez, durante su vida física, habitante de la Tierra, la Luna y el Sol."

PLUTARCO (De Isis y Osiris)

"La tierra cubre la carne; la tumba rodea la Sombra; el Inframundo tiene a los Manes; el Espíritu aspira a las estrellas."

Famoso aforismo del clásico DENIUS.

 

PRÓLOGO

Si yo, mi venerado Señor, manejara el arado, cuidara de un rebaño, cultivara un huerto o remendara una prenda, nadie me miraría, pocos me prestarían atención, casi nadie me reprendería, y sería sencillo agradar a todos. Sin embargo, como me dedico a explorar los campos de la naturaleza, a nutrir el alma, a cultivar la mente y a ser un hábil artesano en los hábitos del entendimiento, resulta que quien me observa me puede amenazar, quien me mira me puede asaltar, quien llega hasta mí me puede herir, y quien me comprende me puede consumir. No es solo uno, ni unos pocos; son muchos, son casi todos. Hay una única cosa que me tiene cautivado: esa por la cual soy libre en la esclavitud, alegre en el dolor, rico en la necesidad y vivo en la muerte; esa misma por la cual no envidio a quienes son esclavos en la libertad, encuentran tristeza en el placer, son pobres en la abundancia y están muertos en vida. No hay grandeza que los libere, ni perseverancia que los levante, ni luz que los ilumine, ni ciencia que los reviva.

Por eso, no doy marcha atrás, aunque mis pies se cansen en el arduo camino; no retiro mis brazos del trabajo que se me presenta, aunque me falten las ganas; no me vuelvo de espaldas al enemigo que me ataca, ni aparto mis ojos, deslumbrado, del divino objetivo.

Así pues, Señor, que tus dioses y santos me aparten de quienes me odian injustamente, que Tú siempre me seas favorable, que los gobernantes del mundo se miren con buenos ojos, que los astros adecuen la semilla al campo y el campo a la semilla, y que el fruto de mi trabajo sea útil, despertando el espíritu y abriendo el entendimiento, en las cosas importantes, de aquellos que lo necesiten. Porque yo, ciertamente, no finjo, y si me equivoco, no creo, en verdad, estar en error, y cuando hablo y escribo, no lo hago por el mero placer de vencer (pues considero indigna y sin honor toda victoria en la que no reside la verdad), sino que por amor a la verdadera sabiduría y por deseo de auténtica contemplación, me fatigo y me esfuerzo.

Y a ti, querido lector, te confieso que este escrito nace de una intención profundamente sincera y personal. No está pensado para servir a otros ni para alcanzar ningún tipo de reconocimiento, pues tales propósitos no forman parte de mis aspiraciones. He puesto estas palabras aquí únicamente para mis seres queridos, mis amigos, y aquellas personas que han compartido momentos de mi vida. Cuando yo ya no esté —y eso, aunque tarde, será inevitable—, espero que en estas páginas encuentren algo de mis pensamientos, mis costumbres y preferencias, para que la memoria de lo que fui permanezca un poco más viva y cercana. Aunque solo sea durante una generación más.

Si mi objetivo fuera ganarme la aprobación de otros, habría tratado de adornar este texto con artificios y embellecimientos. Pero prefiero presentarme de forma simple, directa, sin apariencias, pues aquí estoy escribiéndome a mí mismo. Verás, por tanto, mis defectos expuestos, mis imperfecciones y mi modo auténtico, tanto como me lo permita el juicio de quien me lea. Si me encontrara en una sociedad que disfrutara aún de la libertad de otros tiempos más naturales, no dudaría en ser más transparente aún, sin reservas ni disfraces. Pero este tiempo de fariseísmo no da para tanto. Así que, querido lector, me hago a mí mismo el tema de estas páginas; es una especie de retorno a lo que soy, un camino de vuelta. Quizás lo encuentres algo simple y sin mucha sustancia, y quizá tengas razón al verlo así.

SOBRE LOS LIBROS

No tengo duda alguna de que, con frecuencia, hablo de temas que los expertos dominan mucho mejor que yo. Lo que comparto aquí es simplemente un ensayo de mis habilidades naturales, no de las adquiridas. Si alguien detecta mi ignorancia, no me ofende, ya que difícilmente voy a rendir cuentas a los demás por mis opiniones cuando ni siquiera respondo ante mí mismo, ni estoy satisfecho con ellas. Si alguien busca conocimiento, que lo busque allí donde esté. Por mi parte, no pretendo ser un experto. Estos son mis pensamientos, y con ellos no intento enseñar nada, sino darme a conocer.

Quizás en algún momento llegue a entender más o quizás lo haya entendido mejor en el pasado, dependiendo de dónde me haya llevado la vida. Pero ya no lo recuerdo. Y aunque soy un lector constante, mi memoria es muy limitada.

Por lo tanto, no garantizo ninguna certeza, excepto mostrar hasta dónde llega en este momento mi entendimiento. No busco que se preste atención a los temas, sino a la forma en que los trato. En lo que tomo prestado, me esfuerzo por seleccionar lo que pueda dar valor y apoyar mis propias ideas, que siempre son originales. Hago que otros hablen, no como maestros, sino como acompañantes, expresando lo que yo no puedo decir con la misma perfección, ya sea porque mi lenguaje es pobre o porque lo es mi juicio.

No cuento mis préstamos, los valoro por su peso. Si hubiese querido acumular citas, habría llenado mis comunicaciones con el doble de ellas. La mayoría de las veces, provienen de autores tan famosos y antiguos que creo que se nombran suficientemente sin mi ayuda. Si trasplanto alguna idea o argumento a mi propio terreno y los mezclo con los míos, oculto deliberadamente el autor, para frenar la tendencia de quienes critican rápidamente los escritos, especialmente los recientes.

Quiero que, si alguien encuentra un error, me lo atribuya a mí, no a Plutarco o a Séneca, cuyos nombres uso como escudo para ocultar mis debilidades. Me gustaría que alguien pudiera criticarme, no por la cantidad de citas que uso, sino por la claridad de mi juicio y la habilidad para reconocer la belleza de las palabras. A menudo me doy cuenta de que, al leer autores clásicos, hay ciertas ideas que encuentro hermosas, pero que no sé cómo vestirlas con mis propias palabras.

Me veo obligado a ser honesto conmigo mismo: si me confundo, si hay vanidad o error en mis palabras que no soy capaz de ver por mí mismo, debo admitirlo cuando otro me lo señala. Porque a menudo nuestras faltas nos son invisibles, pero el verdadero defecto es no poder reconocerlas cuando otros las exponen.

No busco la ciencia por la ciencia misma, sino una comprensión que me permita vivir mejor y, sobre todo, prepararme para morir bien. No deseo romperme la cabeza por la erudición. En los libros busco simplemente un entretenimiento honesto, algo que ocupe mi mente de forma agradable. Y si estudio, es con el propósito de entenderme mejor a mí mismo.

No tengo paciencia para los problemas difíciles que encuentro en los libros; si me tropiezo con alguno, lo dejo a un lado después de un par de intentos. A la edad de veintitrés años, en la flor de mi vida, me jactaba de resolverlos todos, sin que me importase el tiempo empleado. Ahora no me interesa perderme en ellos ni perder el tiempo. Tengo una mente inquieta que no soporta la rigidez. Lo que no comprendo de inmediato, lo dejo para otra ocasión. Prefiero disfrutar del aprendizaje de forma ligera, sin forzarme, pues la constancia y el esfuerzo excesivo solo nublan mi juicio y me cansan.

Si un libro me desagrada, simplemente busco otro. Solo recurro a la lectura cuando el aburrimiento de la inactividad comienza a apoderarse de mí. Me atraen más los libros antiguos que los nuevos. Actualmente, preparándome como estoy para el tránsito, prefiero traducir del inglés al castellano, con enorme esfuerzo, los libros de sabiduría oriental. Me resultó muy difícil al principio, por sus términos en sánscrito, una lengua que ignoro completamente. Pero su sabiduría milenaria me tiene cautivado por completo. Algo dentro de mí sabe, con toda certeza, que lo que allí se dice con respecto a la vida y la muerte, es toda la verdad.

Entre las lecturas que me proporcionaron placer y aprendizaje, valoro especialmente a Plutarco y Séneca. Ambos me resultaron útiles porque presentan sus ideas en pequeños fragmentos, lo que no exige un esfuerzo prolongado que mi mente no está dispuesta a soportar. Plutarco es constante y uniforme, mientras que Séneca es más variado y apasionado. Uno nos guía con calma, el otro nos empuja con fuerza. No me olvido de Pitágoras, Aristóteles o Platón.

En cuanto a Cicerón, sus escritos filosóficos, especialmente sobre moral, son los que mejor se ajustan a mis intereses. Pero, para ser honesto, su estilo me resulta tedioso. Sus largas introducciones, definiciones y divisiones ocupan gran parte de sus obras, y después de una hora de lectura, me siento como si hubiese obtenido muy poco. Prefiero discursos que vayan al grano, que ofrezcan razones sólidas desde el principio, sin rodeos ni adornos innecesarios.

Los historiadores son, sin duda, mi lectura favorita, ya que en ellos encuentro reflejada la diversidad y complejidad de la naturaleza humana. Pero prefiero aquellos que escriben sobre las vidas de individuos, enfocándose en sus decisiones internas más que en los grandes acontecimientos. Por eso, Plutarco es mi autor de referencia. Me gustaría tener más relatos como los de Diógenes Laercio, para conocer tanto las opiniones de los filósofos como las historias de sus vidas.

Finalmente, en cuanto a los libros de historia, valoro aquellos escritos por quienes participaron directamente en los eventos que describen, como César. Su obra no solo es valiosa por su contenido histórico, sino por la elegancia y pureza de su estilo. Sin embargo, me gustan tanto los historiadores que simplemente relatan los hechos como aquellos que aportan un análisis profundo, siempre que no distorsionen los eventos para ajustarlos a sus propias opiniones.

DE CÓMO LOGRAR EL MISMO OBJETIVO POR CAMINOS DISTINTOS

La manera más común de apaciguar a quienes hemos ofendido, cuando tienen el poder de vengarse y dependemos de su voluntad, suele ser apelando a su compasión y mostrando humildad. No obstante, la valentía y la firmeza —métodos completamente opuestos— han llevado también, en ocasiones, al mismo resultado.

Ambos enfoques me resultan comprensibles, pues tengo una sensibilidad especial hacia la compasión y la humildad. Creo que me rendiría más fácilmente ante la bondad que ante la admiración. Sin embargo, los estoicos veían la piedad como una debilidad. Aceptaban que ayudáramos a quienes sufren, pero sin ablandarnos ni compadecernos. Quizás tenían razón en este enfoque.

Dado que a menudo me siento fuera de lugar en la actualidad, vuelvo mi mirada hacia otras épocas, y me cautiva en particular la Roma antigua en sus momentos de libertad, justicia y grandeza —no tanto sus inicios ni su decadencia—, que despierta en mí una profunda fascinación.

SOBRE LA EMOCIÓN DE LA TRISTEZA

No soy de los que se dejan llevar por esta emoción, y tampoco le otorgo un valor especial, aunque parece que el mundo, de manera unánime, le ha conferido un lugar de honor. Se la ha vestido de sabiduría, virtud y consciencia, sobre todo el mundillo de las artes; una especie de adorno absurdo y exagerado. En realidad, es una emoción siempre dañina, siempre irracional, y para los estoicos, es algo prohibido en el sabio, pues la ven como una muestra de debilidad y bajeza.

Por eso, los poetas imaginaron a Níobe, esa madre desdichada que perdió primero a sus siete hijos y luego a sus siete hijas, y terminó convertida en roca. Con esta imagen, nos hablan del asombro oscuro y profundo que nos deja inmóviles cuando las desgracias nos superan y no tenemos fuerzas para resistir.

Cuando la pena es extrema, su impacto nos arrebata cualquier capacidad de acción, como si el alma se congelara. Así ocurre cuando recibimos una noticia que nos golpea en lo más profundo: quedamos inmóviles, sin fuerzas para movernos o reaccionar. Pero cuando el alma se rinde finalmente al llanto y a la lamentación, parece liberarse, despejarse y hallar un cierto consuelo y calma.

Del mismo modo, no es en el momento más intenso del dolor o la exaltación cuando somos capaces de expresarnos con palabras o razonamientos; en ese instante, el alma está sumida en pensamientos profundos, y el cuerpo, debilitado por el peso de la emoción. A veces, de este sobrecogimiento nace el desfallecimiento que sorprende a los enamorados, el frío que se apodera de ellos en medio del placer, consecuencia de una pasión que rebasa sus límites. En realidad, todas las emociones que podemos experimentar y sobrellevar son solo emociones en su versión más templada.

CÓMO NUESTROS PENSAMIENTOS NOS LLEVAN MÁS ALLÁ DEL PRESENTE

Quienes critican a las personas por vivir constantemente pensando en el futuro y nos aconsejan disfrutar de lo que tenemos ahora —pues nada podemos hacer para cambiar el pasado y controlamos aún menos el futuro— señalan, sin duda, uno de nuestros errores más frecuentes. Si acaso puede llamarse error a algo que parece una tendencia natural, un impulso que nos da la vida para asegurar la continuidad de su obra, priorizando nuestra acción antes que nuestro entendimiento. Nos implantan esta ilusión, como tantas otras.

Rara vez estamos en el aquí y ahora; nuestra mente constantemente se proyecta hacia adelante. El miedo, el deseo y la esperanza nos empujan al futuro, restándonos la capacidad de apreciar lo que tenemos hoy y distrayéndonos con lo que vendrá, incluso cuando no estemos.

Platón nos dejó un gran consejo: "Haz lo tuyo y conócete a ti mismo". Cada uno de estos mandatos engloba nuestras mayores responsabilidades, y cada uno implica al otro. Quien se dedica a cumplir con lo que le corresponde debe primero conocer quién es y qué papel le toca. Y quien se conoce a sí mismo, evita tomar como propio lo que no le pertenece; se enfoca en su propio crecimiento antes de ocuparse de lo demás, y rechaza tanto las preocupaciones innecesarias como los propósitos vacíos. Así como la insensatez nunca encuentra satisfacción, por mucho que logre, la sabiduría se contenta con el presente y nunca está en conflicto consigo misma. Epicuro, por su parte, libera al sabio de la necesidad de prever y preocuparse por el futuro.

Aristóteles, en su constante controversia, plantea un dilema sobre la frase de Solón que dice que nadie puede llamarse feliz antes de su muerte. Se pregunta si una persona que ha vivido y muerto en paz puede seguir considerándose feliz si, después de su muerte, su reputación se mancha o su familia sufre. Mientras estamos vivos, es cierto, miramos hacia adelante y buscamos lo que deseamos; pero una vez que ya no existimos, no tenemos conexión alguna con lo que queda.

A Solón quizá habría que decirle que, bajo esa lógica, ningún ser humano podría llamarse feliz, ya que solo lo sería una vez que ha dejado de existir.

El emperador Maximiliano, a quien se le atribuían grandes virtudes y una notable belleza, tenía una peculiaridad extraña para un monarca: mientras otros soberanos transformaban su excusado en un trono desde el cual trataban asuntos importantes, él era extremadamente reservado. Jamás permitió que sus asistentes, por muy cercanos que fueran, lo vieran en el baño. Hasta para orinar, prefería la privacidad, tan recatado como la más pudorosa de las doncellas, evitando que médicos u otros le vieran en situaciones comprometedoras.

Yo, aunque suelo hablar con franqueza, siento una especie de pudor natural. Salvo por necesidad o comodidad, rara vez muestro o hablo de esas partes del cuerpo y acciones que solemos mantener en privado. Es aún más incómodo para mí, porque no lo considero algo natural en una persona. Maximiliano, sin embargo, llevó su pudor a un nivel casi supersticioso, indicando en su testamento que le pusieran calzoncillos una vez muerto. Quizá debió añadir que se los colocaran con los ojos cerrados.

CÓMO EL ALMA DESCARGA SUS EMOCIONES SOBRE OBJETOS SECUNDARIOS CUANDO FALTAN LOS REALES

Un amigo con ataques recurrentes de gota solía responder con humor a los médicos cuando le sugerían renunciar a ciertos alimentos. Les decía que, durante los peores momentos de la enfermedad, necesitaba algo a lo que culpar, y que maldecir y gritar contra una salchicha o un pedazo de jamón le daba cierto alivio.

Siendo sinceros, cuando levantamos el brazo para golpear y el golpe no alcanza su objetivo, el vacío duele. Del mismo modo, para que algo nos resulte significativo, necesitamos que esté lo suficientemente cerca y concreto como para que sea “real”.

Algo similar ocurre con el alma: cuando se siente desbordada y sin dirección, se pierde en su propia inquietud si no encuentra un punto donde descargar sus emociones. Por eso, es fundamental ofrecerle siempre un foco, un objeto o motivo hacia el cual canalizarse. Plutarco hablaba de cómo algunas personas desarrollan afecto por mascotas de manera tan intensa porque, al no encontrar un apego real, eligen uno trivial antes que quedarse sin nada. No obstante, al generalizar, Plutarco puede no hacer justicia a este sentimiento.

En realidad, vemos que el alma, en sus emociones, prefiere crear su propio objeto, por irreal que sea, antes que quedarse sin nada que desafiar. La rabia, por ejemplo, lleva incluso a algunos animales a atacar la piedra o el hierro que los lastimó, o a morderse a sí mismos en un intento de liberarse del dolor.

¿Cuántas causas inventamos para los males que nos afectan? ¿A cuántas cosas les echamos la culpa, con o sin motivo, solo para tener algo contra lo que luchar? No son esos mechones que te arrancas o el pecho que golpeas los que han causado la pérdida de tu ser querido; el verdadero causante está en otra parte.

Al recordar al ejército romano en España tras la pérdida de sus dos líderes, Tito Livio señala cómo "todos comenzaron a llorar y a golpearse la cabeza". Es una reacción típica. Y el filósofo Bión, al ver a un rey arrancarse el cabello en un arranque de dolor, comentó con ironía: "Debe pensar que quedarse calvo le aliviará el sufrimiento".

¿Quién no ha visto a alguien romper cartas o tragar una ficha de dados, como si de alguna manera pudiera vengarse de una pérdida de dinero enfrentándose a esos objetos?

SOBRE LA OCIOSIDAD

Las tierras que quedan sin cultivar, si son fértiles, pronto se llenan de todo tipo de maleza inútil, y es necesario sembrarlas con algo beneficioso si queremos mantenerlas en orden. Lo mismo sucede con nuestros pensamientos: si no les damos un propósito claro que los enfoque, se dispersan sin rumbo, llenando el espacio mental de ideas inconexas y desordenadas.

El alma sin dirección se pierde fácilmente. Como reza el dicho, estar en todas partes es como no estar en ninguna.

Hace poco me retiré, con la idea de dedicar el tiempo que me queda a descansar en relativa soledad. Me pareció que no habría mejor regalo para mi mente que darle espacio para divagar libremente y mirarse a sí misma en completa ociosidad. Pensaba que, a esta altura, mi espíritu estaría más sereno y maduro para lograrlo.

Sin embargo, me doy cuenta de que, como dice el refrán, "La ociosidad siempre vuelve la mente inestable": en lugar de serenarse, mi mente, como si se sintiera libre, corre con más intensidad que nunca. Me lanza mil ideas y fantasías absurdas, encadenadas sin orden ni lógica, como un mono que salta de rama en rama. Para intentar comprender esta locura, he comenzado a anotarlas, esperando que, con el tiempo, mi mente se sienta avergonzada de sí misma. Ya le he dado un trato específico, en este mismo blog, en una comunicación titulada " El Poder del Pensamiento: Como dominar la mente".

LA FRAGILIDAD DE LA MEMORIA Y LA VIRTUD DE LA VERDAD

Nadie menos indicado que yo para hablar de memoria. En realidad, apenas tengo una, y no creo que haya otra tan débil como la mía. Mis otras habilidades son bastante mediocres y comunes, pero en este defecto me siento único, lo cual quizá me haría merecedor de algún premio o título especial.

Además de las dificultades que esto me causa, —pues Platón tiene razón al describir la memoria como una gran facultad—, en mi tierra, cuando alguien quiere decir que una persona carece de buen juicio, simplemente afirma que no tiene memoria. Y cuando me lamento de mi falta de memoria, en lugar de comprenderme, me reprenden, como si estuviera admitiendo un defecto mayor. No diferencian entre memoria e inteligencia, y eso agrava mi situación. No obstante, parece claro que las personas con memorias sobresalientes a menudo no son conocidas por tener un gran juicio.

Mi falta de memoria también me afecta en algo que valoro: la amistad. Lo que para mí es un defecto natural, algunos lo interpretan como falta de atención o incluso ingratitud. Piensan que he olvidado algún favor o que no tuve presente una promesa. Sí, puedo olvidar cosas con facilidad, pero nunca desatiendo lo que es importante para mí. Ojalá mis amigos aceptaran esta limitación sin convertirla en una falta moral.

Sin embargo, mi mala memoria me ha dado algo de consuelo. En primer lugar, me ha ayudado a evitar un defecto mayor: la ambición. Este tipo de olvido es insoportable para quienes buscan entrar en las intrigas del mundo. Al igual que ocurre en otros aspectos de la naturaleza, probablemente mi memoria se debilitó para fortalecer otras habilidades. Si recordara constantemente las ideas de otros, quizá solo seguiría sus huellas sin desarrollar mi propio criterio.

Además, esta limitación me ayuda a ser más conciso. La memoria es como un almacén de datos, y si estuviera llena, probablemente no dejaría de hablar. El tema que sea despierta en mí una habilidad, tal como es, para analizarlo y desarrollarlo, y me impulsa a hablar sin cesar. Algunos amigos cercanos, que tienen excelente memoria, suelen alargar sus historias con detalles que, si bien enriquecen la narrativa, terminan agotando a quienes los escuchan.

No en vano se dice que alguien sin buena memoria no debería ser mentiroso. Sé que hay una diferencia entre decir algo falso sin saberlo y mentir con intención. A esos últimos me refiero.

Los mentirosos pueden inventar o distorsionar hechos. Cuando modifican la verdad, es difícil que sus recuerdos no los traicionen. La verdad tiene una estructura sólida, mientras que la mentira necesita de una base más frágil. Es común que los detalles originales terminen emergiendo, desmoronando la invención. Cae antes un mentiroso que un cojo, dice el refrán. Aunque actualmente algunos mienten por todo, todo el tiempo, sin que les ocurra nada malo.

En cuanto a quienes inventan por completo, aunque parece que tienen menos riesgo de contradecirse, el propio vacío de su historia los delata con frecuencia. Los he observado tratar de acomodar sus palabras al gusto de los demás, cambiando su versión según el interlocutor. Es común verlos describir una misma situación de maneras opuestas, y cuando dos versiones coinciden en un mismo espacio, ¿qué queda de su habilidad para mentir?

A decir verdad, la mentira es un vicio detestable. La palabra es nuestro único vínculo verdadero, lo que nos mantiene unidos. Si entendiéramos su gravedad, la castigaríamos con el mismo rigor que a otros crímenes. En general, dedicamos demasiado esfuerzo a corregir errores inocentes de los niños y descuidamos el impacto de la mentira. A mi parecer, la mentira y, en menor medida, la obstinación debería corregirse desde el principio. Estas actitudes crecen con el tiempo, y cuando una persona adopta el hábito de mentir, es sorprendente ver lo difícil que resulta desarraigar esta costumbre y escucharle decir una sola verdad.

Conozco a alguien que trabajó conmigo y nunca le he oído decir la verdad, ni siquiera cuando sería útil para él. Si la mentira tuviera un solo rostro, nos sería fácil identificarla. Bastaría con creer lo contrario de lo que dice el mentiroso. Pero el engaño tiene miles de formas, y se aleja de la verdad en un campo infinito. Los pitagóricos decían que el bien es limitado y el mal, infinito. La flecha tiene miles de maneras de desviarse, pero solo una de llegar al blanco.

Dudo de que pudiera mentir descaradamente, incluso en una situación extrema. Y, de hecho, el silencio es mucho más digno que el lenguaje falso.

ENTRE EL INGENIO Y LA REFLEXIÓN

"Nunca se dieron a todos, todos las gracias o dones."

En cuanto al don de la elocuencia, vemos que algunas personas tienen una facilidad y rapidez para hablar, siempre listas para expresarse en cualquier momento; mientras que otras son más reflexivas y no dicen nada sin pensarlo detenidamente.

Si pudiera aconsejar sobre estas dos cualidades de la elocuencia, diría que el elocuente más pausado sería mejor político, y el rápido, mejor abogado. Esto se debe a que el primero cuenta con el tiempo para prepararse y su trabajo puede ser más reflexivo y continuo. En cambio, el abogado necesita estar listo para actuar en cualquier momento y adaptarse de inmediato a las respuestas inesperadas de la otra parte, ajustando su enfoque al instante.

Ser abogado parece más complejo que ser predicador, aunque, en mi opinión, encontramos más abogados hábiles que predicadores, al menos en nuestro tiempo. Cuando yo era niño venían en tiempo de misión unos predicadores, jesuitas, tan magníficos oradores como vacuos. La rapidez de acción es un talento propio del ingenio, mientras que la reflexión y lentitud suelen ser rasgos de un juicio sólido. Sin embargo, es curioso ver a quienes se quedan en silencio por falta de tiempo para prepararse, o a otros a quienes el tiempo no ayuda a mejorar lo que dicen.

Conozco bien esa naturaleza que no soporta una preparación excesiva ni minuciosa. Si no actúa con frescura y espontaneidad, se vuelve rígida y pierde valor. Decimos de algunas obras que "huelen a esfuerzo" cuando el trabajo exhaustivo les da una sensación de pesadez. Además, la obsesión por hacerlo perfecto y una mente demasiado concentrada en el objetivo pueden bloquear la creatividad, como el agua que, de tan abundante, no puede pasar por un conducto estrecho.

Esta naturaleza necesita ser animada, no empujada; requiere estímulos externos, la sorpresa del momento. Si se le deja sola, tiende a apagarse y a ser menos efectiva. La espontaneidad es su esencia.

Cuando estoy bajo un control completo sobre mí mismo, suelo rendir menos. La casualidad influye más en mí que mis propios intentos. La situación, la compañía o incluso el ritmo de mi voz sacan de mí mucho más de lo que encuentro al buscarme a solas. Por eso, mis palabras habladas suelen ser más efectivas que mis escritos, aunque se trate de una distinción en algo sin gran importancia.

A menudo, no me encuentro en el lugar en el que me busco; me encuentro más bien por sorpresa que por un acto deliberado. Puede que al escribir surja alguna idea interesante —una que, para otros, parezca insignificante; pero en mi caso, intrigante; aunque cada uno valora a su manera—. He llegado a perder el sentido de alguna idea a tal punto que ni siquiera sé qué quería decir, y a veces otra persona lo descubre antes que yo. Si revisara y eliminara todas esas ideas vagas, me quedaría sin nada que mostrar. Pero en otras ocasiones, la casualidad me da una claridad inesperada, dejándome sorprendido por mis propias dudas. Cuando era más joven, un buen whisky de malta antes de comer convertía mi mente en algo dúctil y brillante. Lagavulin de 16 años era mi preferido. Ahora me embota y me atonta.

EL MIEDO

"Me quedé paralizado, los cabellos se me erizaron y la voz se me cortó en la garganta."

No soy precisamente un experto en la naturaleza humana, pero me fascina observar el modo en que el miedo actúa sobre nosotros. Es una emoción extraña y compleja; los médicos y psicólogos coinciden en que ninguna otra pasión tiene tanto poder para apartar al juicio de su camino habitual y hacer que la razón se tambalee. He sido testigo de cómo el miedo hace que personas lógicas y equilibradas pierdan su control, cayendo en una confusión momentánea en la que no parecen ser ellas mismas. Y hasta en los más serenos, el miedo actúa como un intruso inesperado, capaz de transformar su compostura en puro desorden, por mucho que intenten resistir.

El miedo no se limita a las situaciones obvias de peligro. De hecho, este estado mental suele tener su terreno más fértil en lo desconocido, en lo que no podemos ver con claridad. Quizá por eso, las imágenes de fantasmas, espíritus y criaturas sobrenaturales han fascinado tanto a las personas de todas las épocas. Dejemos de lado las fantasías populares, esos cuentos sobre figuras ancestrales que regresan de sus tumbas o la aparición de seres extraños en la noche. Aun sin llegar a esos extremos, basta con una sombra inesperada o un ruido en un espacio vacío para que el corazón dé un vuelco, y el miedo nos asalte antes de que la razón pueda intervenir.

Curiosamente, el miedo también se manifiesta en ámbitos donde debería tener menos lugar, como entre los soldados, personas acostumbradas a la dureza y la disciplina. Sin embargo, incluso ellos, en momentos de tensión, han caído presa de esta ilusión: han confundido un grupo de ovejas con un ejército enemigo que se aproxima, o interpretado juncos moviéndose en el viento como lanzas preparadas para atacar. En esos instantes de confusión, amigos pueden parecer enemigos, y hasta los símbolos de paz pueden volverse, en la mente alterada, señales de amenaza. El miedo distorsiona la realidad, tomando cualquier estímulo que recibe y amplificándolo, hasta volverlo irreconocible y aterrador.

El miedo es un reflejo instintivo, una respuesta de supervivencia que nos alerta de posibles amenazas. Sin embargo, su poder no reside solo en protegernos, sino también en su capacidad de proyectar lo desconocido y lo irracional sobre la realidad, y así alimentar nuestros peores pensamientos y hacernos ver lo que no está allí. Es una emoción que toma el control sin pedir permiso, alterando nuestra percepción y llevándonos a confundir la seguridad con el peligro.

Así, el miedo tiene el poder de hacernos perder la noción de lo que es real. En momentos de vulnerabilidad, hasta los objetos más inocentes pueden convertirse en amenazas, y las mentes más sensatas pueden ver lo que no existe. Cuando salí de la UCI no podía ver las imágenes de la invasión rusa de Ucrania. Se me encogía el corazón de miedo. Es una fuerza que nos recuerda cuán frágil puede ser el equilibrio entre nuestra mente y nuestras emociones.

LA FILOSOFÍA ES UN APRENDIZAJE PARA LA MUERTE

Cicerón afirmaba que filosofar no es más que prepararse para la muerte. Según él, el estudio y la contemplación alejan el alma de los asuntos mundanos, la desligan de nuestra parte corporal y la sitúan en un estado de abstracción que recuerda, en cierto sentido, a la muerte misma. Al meditar sobre la naturaleza, la ética y el destino humano, la filosofía nos lleva a un aprendizaje que, en su esencia, nos familiariza con la idea de morir; es un ejercicio de desprendimiento, una especie de ensayo para la gran separación que todos enfrentaremos al final. Creo que toda auténtica búsqueda filosófica y religiosa, no es más que nostalgia del hogar.

Otra interpretación de esta frase es que la filosofía, y toda búsqueda de sabiduría, tiene el propósito último de liberarnos del miedo a la muerte. Desde este punto de vista, la razón no puede sino ayudarnos a reconciliarnos con nuestra mortalidad. Si la muerte es un hecho inevitable, entonces, ¿qué sentido tendría una vida guiada por la sabiduría si esta no nos enseñara a verla sin temor? Toda la lógica y el conocimiento que cultivamos deberían, en última instancia, guiarnos hacia una vida plena, donde la muerte no sea una amenaza sino una transición.

Si la razón tiene algún propósito, parece lógico pensar que es nuestra paz y satisfacción. Como se dice en las Sagradas Escrituras, la sabiduría debería hacernos vivir bien y felizmente. Si nuestros pensamientos más profundos no sirvieran para aliviarnos y reconfortarnos, si no estuvieran dirigidos a nuestra felicidad, entonces parecerían contradecir la misma naturaleza humana. De hecho, toda filosofía, por muy compleja que sea, se basa en esta aspiración fundamental hacia la plenitud y la tranquilidad.

En el fondo, todas las corrientes de pensamiento en el mundo coinciden en que el objetivo último del ser humano es la felicidad, aunque difieran en los caminos que proponen para alcanzarla. Esta aspiración universal a una vida satisfactoria es una prueba de nuestra necesidad de significado y propósito. Si un pensador viniera a nosotros con ideas que solo propusieran el sufrimiento y la insatisfacción como fines, ¿quién podría escucharlo? Rechazaríamos inmediatamente cualquier enseñanza que nos llevara hacia la infelicidad o que ensalzara el sufrimiento como un ideal en sí mismo.

Por eso, en lugar de un pesimismo extremo, la filosofía nos ofrece, aunque a veces de manera indirecta, un medio para hacer las paces con nuestras limitaciones, con la incertidumbre de la vida y, finalmente, con la idea de la muerte. Aprender a vivir bien y aprender a morir son, en última instancia, dos caras de la misma moneda, pues quien sabe enfrentar la idea de su propia mortalidad sabe también cómo aprovechar y valorar los momentos de su existencia. La filosofía nos invita a ver la muerte no como un fin espantoso, sino como un recordatorio de que cada instante vivido puede, y debe, tener un valor profundo y auténtico.

Este enfoque no trata de obsesionarse con la muerte, sino de vivir de una forma que, cuando llegue el momento de enfrentarse a ella, podamos hacerlo sin remordimientos, sintiendo que hemos encontrado un propósito genuino. La filosofía, entonces, es ese camino que nos prepara para la muerte, no al hacernos vivir en su sombra, sino al enseñarnos a aprovechar la luz que la precede.

Las discusiones entre las escuelas filosóficas sobre este tema suelen ser meramente verbales. Dejemos de lado esas minucias tan ingeniosas. En ellas hay más obstinación y charlatanería de lo que corresponde a una profesión tan sagrada. Sin importar el papel que el hombre juegue en la vida, nunca deja de actuar según su naturaleza. Digamos lo que digamos, incluso en la virtud, el objetivo final al que aspiramos es el placer. Y, si este placer representa una satisfacción suprema, es apropiado que esté más vinculado a la virtud que a cualquier otra cosa. Ese otro placer, inferior, si es digno de tan bello nombre, debería compartirlo con la virtud, pero no poseerlo en exclusiva.

Me parece menos libre de inconvenientes y obstáculos que la virtud misma. Además de que su disfrute es más efímero, tiene sus desvelos, sus sacrificios y sus tormentos, junto con sudor y sangre. Y, por si fuera poco, suele conllevar sufrimientos intensos y una saciedad tan pesada que parece una penitencia. Cometemos un gran error al pensar que estos inconvenientes realzan su dulzura, como si en la naturaleza los opuestos se reforzaran mutuamente, y al decir que dificultades similares vuelven a la virtud menos accesible. Al contrario, ennoblecen y exaltan el placer perfecto y divino que nos brinda. Si alguien compara el costo de la virtud con su recompensa, demuestra que no comprende su valor ni su propósito. Aquellos que nos enseñan que buscarla es arduo y poseerla es agradable, nos sugieren implícitamente que es siempre ingrata. Pues, ¿qué ser humano llega a alcanzarla por completo? Incluso los más virtuosos se contentan con aspirar a ella sin llegar a poseerla. Pero están equivocados, ya que en todos los placeres que conocemos, la misma búsqueda resulta placentera. La acción comparte la cualidad de aquello que se persigue. Es, de hecho, una parte esencial de la satisfacción final. La felicidad y la plenitud que emanan de la virtud enriquecen todos sus caminos, desde el primer paso hasta el último.

Entre los principales beneficios de la virtud se encuentra el desprecio de la muerte, un medio que otorga a nuestra vida tranquilidad y hace que todo en ella sea puro y amable, sin lo cual cualquier otro placer carece de sentido.

Por eso, todas las doctrinas coinciden en este punto. Y aunque todas nos conducen a despreciar el dolor, la pobreza y otros infortunios que afectan la vida humana, no lo hacen con la misma dedicación. Esto se debe a que tales desgracias no son igual de ineludibles: la mayoría de las personas pasa su vida sin experimentar la pobreza, y algunas, incluso, sin conocer el dolor o la enfermedad, como Jenófilo el músico, quien vivió ciento seis años con perfecta salud. Además, en el peor de los casos, la muerte puede poner fin, si así lo deseamos, a todos los demás males. Pero, en cuanto a la muerte, es inevitable: todos debemos enfrentarla, y el azar que nos llevará a la muerte está siempre en juego.

Si tememos a la muerte, esta se convierte en una fuente constante de tormento sin remedio. No hay ningún lugar desde el cual no pueda acecharnos; miremos hacia donde miremos, su sombra está siempre presente, como si estuviéramos en territorio enemigo.

Antiguamente, los tribunales llevaban a los condenados a cumplir su sentencia en el lugar donde cometieron su crimen. Durante el trayecto, podían mostrarles paisajes hermosos u ofrecerles banquetes, pero, ¿crees que podrían disfrutarlos sabiendo cuál es el destino final de su viaje? Nuestra meta en la vida es, inevitablemente, la muerte, el final necesario hacia el que avanzamos. Si esto nos aterra, ¿cómo podríamos dar un paso más sin ansiedad?

La solución común es evitar pensar en ella. Pero, ¿qué absurdo tan evidente nos lleva a tal ceguera? Es como intentar avanzar caminando hacia atrás.

Es normal que las personas se asusten al mencionar la muerte, y que la mayoría se persigne, como si se tratara de un mal augurio. Incluso, los romanos suavizaban el término al decir “ha vivido” en lugar de “ha muerto”. Nos parece consuelo que la vida haya existido, aunque sea en el pasado. Además, en occidente, no nos educan en ella desde la niñez. Solo a temerla.

A menudo se dice que "la tardanza merece la pena". Sin embargo, jóvenes y ancianos dejan esta vida en las mismas condiciones. Nadie la abandona de otra forma que como si acabara de entrar en ella. No hay hombre tan anciano que, viendo a Matusalén, no piense que aún le quedan veinte años de vida. ¿Y quién te ha asegurado el tiempo de tu vida? Mira más bien los hechos y la experiencia. Según el curso de las cosas, hace tiempo que vives por favor extraordinario. Si cuentas entre tus conocidos cuántos murieron antes de alcanzar tu edad, verás que son más que aquellos que la han sobrepasado. Incluso entre los que han dejado un legado, la mayoría no llegó a los setenta años. Jesús, quien fue ejemplo de humanidad, terminó su vida a los treinta y tres años, y Alejandro Magno, el hombre más grande entre los hombres comunes, murió en ese mismo período.

¿Cuántas maneras inesperadas puede tomar la muerte? ¿Y qué importa, dirás, mientras no cause sufrimiento? Esa es también mi opinión: sin importar los medios que uno emplee para protegerse de las adversidades —aunque fuera esconderse bajo la piel de un animal— no me detendría. Para mí, basta con estar en paz; y aceptaré cualquier comodidad que me facilite la vida, aunque no sea ni heroica ni digna de admiración. Preferiría parecer insensato o incompetente, si mis fallos me resultan inofensivos o ni siquiera los noto, antes que ser plenamente consciente de ellos y atormentarme sin remedio.

Enfrentar la muerte sin preparación es una locura. Las personas van y vienen, trotan y se divierten sin pensar en ella. Todo eso está bien, pero cuando la muerte finalmente llega, ya sea para ellos o para sus seres queridos, ¿qué sucede? Les invade el pánico, el dolor, la rabia, la desesperación. ¿Has visto algo más deshecho, más perdido y confundido?

Es necesario prepararse de antemano; esa despreocupación, aunque pudiera parecer razonable —cosa que dudo—, tiene un precio demasiado alto. Si la muerte fuera un enemigo al que pudiéramos esquivar, recomendaría tomar cualquier precaución, incluso la cobardía, como estrategia. Pero, como no podemos evitarla, aprendamos a encararla de frente, con firmeza.

Para reducir el poder que tiene sobre nosotros, debemos hacer lo opuesto a lo común: quitémosle el factor sorpresa, pensemos en ella con frecuencia, familiaricémonos. Tengamos siempre presente que la muerte es parte de la vida. Cada vez que tropecemos, si una teja cae cerca o sentimos un dolor inesperado, pensemos: "¿Será esta la muerte?" Y, entonces, fortalécete, prepárate.

Incluso en momentos de celebración y alegría, debemos recordar nuestra condición y no dejarnos llevar sin pensar que, en cualquier momento, nuestra alegría está expuesta a la muerte y que hay muchos caminos para que llegue. Así lo hacían los egipcios, que en sus banquetes colocaban un esqueleto en la mesa para advertir a todos los presentes: «Recuerda que cada día puede ser el último. La hora que no esperas será la mejor recibida».

No sabemos dónde nos espera la muerte; por eso, esperémosla en todas partes. Reflexionar sobre la muerte es reflexionar sobre la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha olvidado ser esclavo de los miedos. La vida no tiene nada de malo para quien ha entendido que dejarla no es algo malo. Saber morir nos libera de cualquier dependencia.

En mi juventud, cuando disfrutaba de los días de primavera, rodeado de amistades, mujeres y juegos, algunos pensaban que mis pensamientos estaban ocupados en celos o deseos; pero yo, en realidad, pensaba en alguien que, hacía pocos días, había sido sorprendido por un accidente repentino y en cómo había terminado su vida, al salir de una fiesta como esta, lleno de ilusiones, de amor y de alegría, como yo lo estaba en ese momento, sabiendo que lo mismo podía ocurrirme. ¡Cuántos me vienen a la mente!

Ese pensamiento no me hacía fruncir el ceño más que cualquier otro. Es normal que al principio esas ideas nos causen inquietud, pero con el tiempo, al manejarlas y reflexionarlas, uno se acostumbra. Si no fuera así, viviría constantemente asustado y ansioso. De hecho, nadie ha confiado menos en la duración de su vida que yo, y nadie la ha dado menos por asegurada. Según confesión de mi madre, durante mi más tierna infancia nadie daba un duro por mi vida, debido a lo delicado de mi salud. Lo mismo me ocurrió durante mi episodio de la COVID-19. Ni la salud que había disfrutado, y vuelvo a disfrutar, con vigor y pocas interrupciones, me hace tener más esperanza, ni las enfermedades que padecí me la quitan. A cada momento siento que me escapo por poco y me repito constantemente: «Todo lo que pueda hacerse mañana, puede hacerse hoy». La verdad es que los riesgos y peligros apenas nos acercan más al final; si pensamos en los millones de posibles accidentes que cuelgan sobre nosotros, nos damos cuenta de que, ya sea sanos o enfermos, en el mar o en casa, en el trabajo o descansando, la muerte siempre está igual de cerca. ¿Por qué hacer grandes planes si la vida es tan breve?

Es suficiente con las cosas que tenemos entre manos, sin añadir más. Algunos se quejan de la muerte porque interrumpe una gran victoria, política, económica o social, otros porque deben partir antes de casar a su hija o de guiar la educación de sus hijos. Unos la lamentan por tener que dejar la compañía de su esposa, otros la de sus hijos, como si esos fueran sus mayores placeres en la vida.

Ahora mismo me encuentro en una situación, gracias a Dios, en la que puedo partir cuando Él quiera sin lamentar nada. He soltado casi todos los vínculos y me he despedido de todo, menos de mí mismo. Nadie se ha preparado más completamente para dejar este mundo ni se ha desprendido más a fondo de él que yo en mi esfuerzo por hacerlo. Las muertes más plenas son las más pacíficas. Solo le pido a Dios ser plenamente consciente de ella y que me evite el sufrimiento.

No deberíamos proponernos objetivos de tan largo plazo, o al menos, no con un deseo tan intenso que nos obsesione con ver su desenlace. Hemos nacido para actuar: Cuando llegue mi muerte, que me encuentre en plena labor. Quiero seguir en acción, extender los deberes de la vida tanto como sea posible, y que la muerte me sorprenda plantando mis coles, sin preocuparme por ella ni por dejar mi huerto sin terminar.

Por eso hemos colocado los cementerios junto a las iglesias y en las zonas más concurridas de las ciudades y pueblos; como decía Licurgo, para acostumbrar al pueblo llano, a las mujeres y a los niños a no temer la visión de una persona muerta. La presencia constante de huesos, tumbas y entierros nos recuerda nuestra propia condición. Ahora la tendencia es a poner los cementerios lejos de las poblaciones, como si el hecho de no ver la muerte de cerca nos volviese inmortales.

Además, la propia naturaleza nos ayuda y nos da valor. Si se trata de una muerte rápida, ni siquiera nos da tiempo de temerla; si es de otro tipo, noto que, a medida que avanzo en la enfermedad, empiezo a sentir un cierto desapego natural por la vida. Me resulta mucho más difícil aceptar la idea de morir cuando estoy sano que cuando tengo fiebre. De hecho, los placeres de la vida ya no me parecen tan valiosos, porque empiezo a perder la capacidad de disfrutarlos, y, por eso, veo la muerte con mucha menos angustia.

Por eso confío en que, cuanto más me aleje de la vida y me acerque a la muerte, más fácil me será aceptar el cambio de una a la otra. También he notado que la enfermedad me asustaba mucho más cuando estaba sano que cuando realmente la sufrí. La vitalidad, el placer y la energía que experimento hacen que el otro estado parezca tan desproporcionado que imagino los problemas de la enfermedad como si fueran el doble de graves y más dolorosos de lo que en realidad son cuando los enfrento. Espero que me ocurra lo mismo con la muerte.

En los altibajos y decaimientos comunes que sufrimos, vemos que la naturaleza nos va quitando la percepción de lo que perdemos y de cuánto empeoramos. ¿Qué queda en un anciano de la fuerza de su juventud y de su vida pasada?

Así, no sentimos ninguna sacudida cuando la juventud muere en nosotros, y esta pérdida es, de hecho, una muerte más dolorosa que la muerte completa de una vida que ya languidece, como ocurre en la vejez. El paso de un estado placentero y floreciente a uno duro y penoso es mucho más impactante que el paso del malestar al no ser.

Cuando el cuerpo se encoge y se debilita, tiene menos fuerza para soportar una carga; eso no le sucede al alma, porque el alma es inmortal. Al estar siempre segura ante ella, puede incluso alcanzar, para nosotros, un estado casi sobrehumano en el que ni la inquietud, ni el tormento, ni el miedo, ni siquiera la más mínima molestia, tengan lugar en ella. He hablado extensamente de esto en otros escritos.

¿Qué sentido tiene preocuparnos por algo que nos liberará de toda preocupación? Así como el nacimiento significó el comienzo de todas las experiencias en esta vida, la muerte traerá el fin de todas ellas. Y el comienzo de unas nuevas. No tiene más lógica lamentarnos porque en cien años no estaremos aquí, que hacerlo porque hace cien años no existíamos. La muerte, entonces, no es más que el inicio de otra existencia. Al llegar a esta vida también lloramos, también fue difícil adaptarnos y, para entrar, también dejamos atrás un antiguo estado que nos era muy querido.

Nada puede ser realmente doloroso si sólo ocurre una vez en cada vida. ¿Tiene sentido temer durante tanto tiempo algo tan breve? La muerte, al fin y al cabo, hace insignificante la cantidad de tiempo vivido, largo o corto. Porque, ¿qué importa el tiempo en aquello que ya ha dejado de existir? Aristóteles menciona que en el río Hipanis hay criaturas que sólo viven un día; si mueren a las ocho de la mañana, se dice que han muerto jóvenes, y si mueren a las cinco de la tarde, se considera que mueren en su vejez.

¿Quién de nosotros no sonreiría ante la idea de juzgar la felicidad o la desdicha de una vida tan efímera? Lo extenso o lo breve de nuestra vida, si la comparamos con la totalidad de nuestra experiencia como seres, con la eternidad o incluso con la longevidad de las montañas, los ríos, las estrellas, los árboles o algunas criaturas, no resulta menos absurdo.

Nadie muere antes de su tiempo. El tiempo que dejas atrás no te pertenece más que el que transcurrió antes de que nacieras; y no te afecta de otro modo: "Observa cómo la eternidad del tiempo que ya pasó nada significa para nosotros."

Tu vida está completa en cualquier punto donde finalice. El valor de la vida no se encuentra en su duración, sino en cómo la aprovechas. Hay quienes han vivido muchos años y, sin embargo, han vivido poco. Presta atención mientras estás aquí. Es tu voluntad, no la cantidad de años, lo que determina si has vivido lo suficiente.

Has visto a muchos para quienes la muerte fue, en realidad, un alivio: de ese modo evitaron grandes sufrimientos. Pero, ¿has visto acaso a alguien a quien la muerte le haya sentado mal? Además, es una gran insensatez juzgar algo que no has experimentado ni tú mismo ni a través de la experiencia de otros.

¿Por qué temes tu último día? No contribuye más a tu muerte que cualquiera de los otros. El último paso no causa el desgaste; solo lo revela. Cada día es un avance hacia la muerte; solo el último la concreta.

LA FUERZA DE LA IMAGINACIÓN

Dicen los sabios que "una fuerte imaginación genera el acontecimiento". Soy de los que sienten intensamente el impacto de la imaginación. A todos afecta, pero a algunos los arrolla. En mi caso, la impresión me atraviesa por completo, y mi única habilidad radica en huir de ella, ya que carezco de la fuerza para resistirle. Yo recomiendo a todo el mundo lo mismo: Usa la imaginación, pero cuida bien lo que imaginas, porque se cumple siempre.

Había una persona que anhelaba con todas sus fuerzas un automóvil de lujo, y para avivar aún más ese deseo, solía imaginarlo estacionado en su propio garaje, reluciente y majestuoso. Sin embargo, el destino, en su irónica danza, le jugó una mala pasada: la vida dio un giro inesperado, y esa persona perdió su hogar. El nuevo dueño de la casa tenía el coche con el que ella había soñado tanto.

Preferiría vivir rodeado únicamente de personas sanas y optimistas. Ver el sufrimiento ajeno me afecta físicamente, al punto de sentir como propios los padecimientos de otros. La tos continua de alguien, por ejemplo, me irrita los pulmones y la garganta. Me resulta menos agradable visitar a los enfermos cuando siento que es un deber, comparado con aquellos que no despiertan en mí el mismo grado de empatía o preocupación. Tiendo a absorber el malestar que observo, inscribiéndolo en mí mismo. Si camino al lado de un cojo, cojeo. Si hablo con un tartamudo, acabo tartamudeando. No me sorprende que la imaginación pueda llegar a causar fiebres o incluso la muerte en aquellos que le ceden terreno y la celebran.

La nuera de Pitágoras decía que una mujer, al acostarse con un hombre, debe despojarse de la vergüenza junto con su falda y recuperarla al vestirse nuevamente. El espíritu del amante, a menudo inquieto y lleno de dudas, puede extraviarse fácilmente. Para quien ya ha tenido algún desliz en este contexto —algo frecuente en los primeros encuentros, donde las emociones suelen ser más intensas y desbordantes, y donde el miedo al fracaso está muy presente—, comenzar con dificultades crea una ansiedad que, en muchos casos, puede repetirse en futuras ocasiones. ¡Ay, la mente!

Para quienes viven en pareja y tienen el tiempo a su favor, no hay necesidad de precipitarse ni de lanzarse a la experiencia sin la preparación adecuada. Es mejor un pequeño tropiezo en la primera noche, llena de nervios y expectativas, sabiendo que habrá otros momentos más tranquilos y menos exigentes, que caer en la frustración continua por un primer traspié. Antes de buscar una seguridad definitiva, el amante debería acercarse de manera gradual y en distintos momentos, sin forzarse ni obsesionarse con comprobar sus propias dudas o supuestas carencias. Aquellos que confían en sus capacidades naturales solo necesitan mantener a raya los juegos de su propia imaginación.

No es de extrañar que este miembro en particular parezca tener su propia voluntad, mostrándose activo cuando menos lo necesitamos y fallando justo en los momentos en que más dependemos de él. Parece desafiar la autoridad de nuestra voluntad, resistiéndose tanto a nuestras órdenes mentales como físicas. Si pudiera defenderse, tal vez argumentaría que esta acusación surge de la envidia de otros órganos, resentidos por la importancia y el placer asociados a su función, dando lugar a una injusta acusación de rebeldía.

Pero, ¿existe realmente alguna parte del cuerpo que actúe siempre en armonía con nuestra voluntad y que no siga a veces su propio camino? Cada órgano tiene impulsos y reacciones que se activan y apagan sin nuestra aprobación. ¿Cuántas veces los gestos involuntarios de nuestra cara revelan pensamientos que queríamos ocultar, traicionándonos ante quienes nos rodean? La misma causa que afecta a este miembro actúa también en el corazón, los pulmones y el pulso; sin darnos cuenta, una visión atractiva puede despertar una chispa de emoción en nosotros. ¿Son sólo estos músculos y venas los que se elevan o caen sin nuestro permiso o incluso sin nuestra intención?

No controlamos que los cabellos se ericen o que la piel se estremezca ante el deseo o el miedo. La mano, en ocasiones, se mueve sin que lo hayamos decidido, la lengua queda en silencio y, a veces, la voz se apaga sin razón aparente. Incluso si no tenemos hambre o sed, a menudo no podemos evitar el impulso de comer o beber, igual que este otro impulso puede abandonarnos cuando le place, sin más.

Los órganos encargados de liberar el intestino funcionan con sus propias contracciones y relajaciones, independientemente de nuestra voluntad, al igual que los que descargan los testículos. San Agustín usó un ejemplo para ilustrar la fuerza de la voluntad, contando que conoció a alguien que podía controlar sus gases, y Vives menciona incluso a otro que lograba “orquestarlos” según el tono de las palabras que pronunciaba. Pero, a pesar de estos casos, ¿acaso existe otro órgano más impertinente y tumultuoso? De hecho, conozco a alguien que, durante cuarenta años, ha sido obligado por este órgano a expulsar gases de manera constante y le ha llevado a la enfermedad. Y cuántas veces, por contener un simple gas, el ser humano ha rozado la muerte.

Pero, ¿quién no podría acusar a la propia voluntad de desorden y rebeldía? ¿No es ella quien a menudo desea aquello que intentamos prohibirle, incluso con perjuicio para nosotros mismos? ¿Es, acaso, más dócil a las conclusiones de nuestra razón que cualquiera de estos órganos?

Finalmente, en defensa de este “acusado”, recordemos que, aunque en este asunto actúe, casi siempre, en conjunto con otro cómplice inseparable, es únicamente a él a quien se dirige la crítica y el reproche. Resulta curioso que, a pesar de que este órgano no actúa casi nunca en solitario, sea siempre el primero en ser juzgado. Aunque puede causar ciertas molestias o incomodidades, jamás rehúsa cumplir su función; su propósito es despertar el deseo, no negarse a su llamada. Si bien no responde siempre de la forma esperada, no se le puede culpar de actuar con independencia o sensibilidad propia.

Esta acusación, entonces, parece revelar una parcialidad evidente. Se pasa por alto que cada órgano tiene su propio “carácter” y sus propias limitaciones, y que todos, en algún momento, responden más a sus propios impulsos que a nuestra voluntad. Quizá, en lugar de juzgarlo, podríamos aceptar su naturaleza y la del cuerpo en general, reconociendo que no todo en nosotros puede, o debería, estar bajo un control total.

Aun así, aunque la ley pueda juzgar y dictar sentencias, la naturaleza seguirá su curso. Y, si la naturaleza hubiera concedido a este miembro algún privilegio particular, sería por ser el creador de la única obra inmortal de los mortales, una obra divina, según Sócrates; y el amor, que es anhelo de inmortalidad y, a su vez, un demonio inmortal.

EL BENEFICIO DE UNO ES PERJUICIO PARA OTRO

Demades, un ateniense, condenó a un hombre de su ciudad que se dedicaba a vender artículos funerarios, argumentando que obtenía un beneficio desproporcionado y que sólo podía ganarlo si mucha gente moría. Sin embargo, este juicio parece poco adecuado, pues no hay ganancia que no implique alguna pérdida para alguien más; bajo esta lógica, tendríamos que cuestionar cualquier tipo de beneficio.

Las buenas ganancias de un comerciante, por ejemplo, dependen del descontrol en el gasto de los jóvenes; las del agricultor, de la escasez de grano; las del arquitecto, de la necesidad de reparar o reconstruir viviendas; las de los magistrados, de los conflictos y pleitos entre las personas. Incluso los méritos y funciones de los ministros religiosos se alimentan de nuestras muertes y de nuestros defectos. Como decía un antiguo cómico griego, ningún médico se alegra completamente de la buena salud, ni siquiera de la de sus amigos.

Lo más inquietante es que, si examinamos nuestros deseos más profundos, descubrimos que gran parte de ellos se sostienen, directa o indirectamente, en el perjuicio de otros. Al reflexionar sobre esto, se me ocurre que quizás la naturaleza no contradice con ello su propio orden, pues los científicos naturales sostienen que el origen, el sustento y el crecimiento de cualquier ser implican la alteración y destrucción de otro: “Pues todo aquello que, al cambiar, supera sus propios límites, supone la muerte inmediata de lo que fue antes”.

Este ciclo de nacimiento y muerte parece ser la ley natural que rige el equilibrio de todas las cosas.

LA COSTUMBRE Y LA RESISTENCIA AL CAMBIO DE UNA LEY ACEPTADA

Veamos ahora otro tema. Es muy cuestionable que el beneficio de cambiar una ley aceptada, insisto en lo de aceptada —sea cual sea— supere al daño de modificarla. Un Estado es como un edificio compuesto de diversas piezas, ensambladas de tal manera que es imposible mover una sola sin afectar al conjunto entero. En la antigua ciudad de Turios, el legislador estableció que quien deseara abolir una ley antigua o implantar una nueva debía presentarse ante el pueblo con una soga al cuello, una medida para disuadir los cambios impulsivos. Alguien debería recordarles este hecho a los legisladores actuales.

Nos enfrentamos a lo que Tucídides observó durante las guerras civiles de su tiempo: para justificar ciertos vicios colectivos, se les asignaban nombres nuevos y más amables, suavizando y distorsionando sus verdaderos significados. Esto disfrazaba el carácter original de esas prácticas, degradando su esencia mientras se intentaba presentarlas de forma más aceptable. ¿Os suena a algo? Hoy no interesa la verdad, sino su relato. Denuncian el fango quienes lo promueven, las mentiras aquellos que aprendieron a mentir una hora después de aprender a hablar.

Por ejemplo: algunos se empeñan en decir que en nuestro país, y en otros, vivimos en democracia, cuando vivimos con gobiernos representativos que no nos representan; que las elecciones son una conquista del pueblo, cuando en realidad las mantiene una élite; que los políticos son gente preparada, cuando en realidad son todos mediocres, como acabamos de comprobar durante la tragedia de la DANA; que el poder político reside en los ciudadanos, cuando en realidad lo ostentan los partidos políticos y sus secuaces los medios de comunicación; que los programas políticos son muy importantes, pero en realidad es pura propaganda que nadie lee; que debemos confiar en nuestros políticos, cuando en realidad eso supone un suicidio colectivo; y así podríamos seguir indefinidamente.

Y, mientras los ciudadanos lo arreglamos (¿?), más le valdría a nuestros legisladores hacer que las leyes quieran lo que pueden, en vista de que no pueden lo que quieren.

EL ENGAÑO DE LA ERUDICCIÓN

De niño, me desconcertaba ver cómo, en todas las películas de comedia, el pedante era presentado como un personaje ridículo, y el título de maestro parecía tener poco respeto en nuestra sociedad. (Pasa más hambre que un maestro de escuela). Si me habían confiado a su guía, lo mínimo que podía hacer era preocuparme por la imagen que tenían. Al principio, trataba de defenderlos, pensando que tal vez el desprecio provenía de la distancia entre la gente común y aquellos que destacaban en juicio y conocimiento, como si caminaran por sendas opuestas.

Sin embargo, me resultaba difícil aceptar que incluso las personas más refinadas, aquellas con criterio y cierto entendimiento, también se mostraran despectivas hacia los pedantes. Con el tiempo, fui comprendiendo que quizás tenían razón: los mayores eruditos no siempre son los más grandes sabios, y el saber, a veces, se convierte en un adorno más que en una cualidad esencial.

Aun así, sigue siendo un enigma para mí cómo una mente alimentada por tanto conocimiento puede no volverse más sensible o cómo una persona de espíritu rudo y simple puede albergar, sin enriquecerse, los pensamientos y las ideas de las mentes más brillantes de la historia. Es como si el conocimiento, en lugar de iluminar a algunos, simplemente resbalara sobre ellos, dejando sin tocar la esencia de su comprensión. Así decimos: “algunos entraron en la universidad, pero la universidad nunca entró en ellos”.

Podría pensar que, de la misma manera que el exceso de agua ahoga a las plantas o el exceso de aceite apaga las lámparas, el espíritu puede asfixiarse bajo el peso de un exceso de estudio y conocimiento, perdiendo su capacidad de acción y quedando sobrecargado. Sin embargo, en realidad, no es así. Al contrario, el alma tiende a expandirse y enriquecerse a medida que se llena de saber, fortaleciendo su capacidad de respuesta y comprensión.

Si miramos los ejemplos de la Antigüedad, podemos ver que muchos de los más hábiles en el manejo de asuntos públicos y grandes estrategas, así como los mejores consejeros de Estado, eran a menudo personas profundamente instruidas. Lejos de limitarse, usaban su conocimiento como una fuente de claridad y perspectiva, demostrando que el saber bien asimilado, en lugar de ser un peso, puede ser una fuente de poder y acción.

Cuando alguien preguntó a Crates hasta cuándo era necesario filosofar, él respondió: “Hasta que los arrieros dejen de comandar nuestros ejércitos”. Hoy podríamos decir: “Hasta que los políticos dejen de gobernarnos”.

Nos esforzamos sólo en llenar la memoria, dejando vacíos el entendimiento y la conciencia. Para tocar la gaita no basta con soplar mucho, sino que también hay que mover los dedos.

No basta con adquirir sabiduría; es necesario también saber aprovecharla. Dionisio se burlaba de los gramáticos que se preocupan por los infortunios de Ulises mientras ignoran los propios, de los músicos que afinan sus instrumentos, pero no su comportamiento, y de los oradores que se esfuerzan por hablar de justicia sin practicarla. Y yo añado: y de nuestros orates, que solo saben levantar muros.

Si el alma no progresa en una mejor dirección, si el juicio no se vuelve más sólido, para mí sería igual que nuestros estudiantes hubieran pasado todos sus años de estudio jugando al fútbol; al menos habrían ganado agilidad y fuerza. Obsérvalos, tras dedicar quince o dieciséis años al estudio. Casi todos son incapaces de asumir una tarea práctica. Sus almas deberían haber regresado enriquecidas; en cambio, sólo han vuelto al hogar hinchadas, no fortalecidas, sino infladas.

Estos nuevos maestros, como Platón decía de los sofistas, son aquellos que prometen ser de mayor utilidad para los hombres, pero, entre todos, son los únicos que, lejos de mejorar lo que se les confía, lo empeoran, y cobran por haberlo empeorado. Saben la teoría de todas las cosas; busca, y encuentra, a alguno que la ponga en práctica.

El principio fundamental de Platón en su República es asignar a cada ciudadano los cargos según su naturaleza. La naturaleza, al final, tiene el poder de configurar y determinar nuestras aptitudes y límites. Así como quienes tienen dificultades físicas no son adecuados para tareas que exigen mucho esfuerzo corporal, tampoco son las almas frágiles aptas para los ejercicios del espíritu y las mentes comunes no están hechas para la filosofía.

Cuando vemos a alguien con zapatos mal hechos, no nos sorprendería descubrir que es zapatero. Del mismo modo, la experiencia nos muestra con frecuencia al médico con peor salud, al teólogo menos virtuoso y, en general, al sabio menos competente que aquellos a quienes orienta. La naturaleza parece, a veces, jugar con las aparentes contradicciones entre lo que somos y lo que hacemos.

No es tan sorprendente como suele decirse que nuestros antepasados no dieran gran importancia a las letras, y que incluso hoy en día apenas se mencionen en los principales consejos de nuestros líderes, y solo de manera ocasional. La mayoría de sus asesores son amigos, familiares o correligionarios de partido; no sabios en su campo. Si no fuera por el afán de enriquecimiento, que se ha convertido en el objetivo principal de la jurisprudencia, la medicina, la educación, e incluso la teología, su relevancia sería mucho menor, y probablemente veríamos estas disciplinas tan desprovistas de prestigio como en tiempos pasados. ¿Qué perjuicio habría si las letras no nos enseñan ni a pensar bien ni a actuar correctamente? "Desde que aparecieron los doctos, faltan los buenos". Cualquier conocimiento es perjudicial para quien carece del conocimiento de la bondad. Pero eso seguramente irá más adelante.

LA FORMACIÓN DE LOS HIJOS Y EL ARTE DE ENSEÑAR

Mi único propósito aquí es mostrarme tal como soy, aun sabiendo que tal vez mañana sea distinto si un nuevo aprendizaje me transforma. No tengo la autoridad para que se me crea, ni la deseo, pues siento que estoy poco instruido para enseñar a otros. En la agricultura, las labores previas a la siembra son seguras y sencillas, al igual que el acto de sembrar, pero una vez que la planta empieza a crecer, el cuidado se vuelve complejo y variado. Así ocurre también con los seres humanos: se requiere poco esfuerzo para traerlos al mundo, pero una vez nacidos, asumimos la responsabilidad de una tarea compleja, cargada de preocupaciones y temores, para educarlos y formarlos.

Sócrates, y más tarde Arcesilao, escuchaban a sus discípulos antes de responderles. A menudo, la autoridad de quien enseña puede ser un obstáculo para quienes desean aprender. Personalmente, me siento más seguro y confiado en el proceso de aprender que en el de impartir conocimientos a otros. Aquellos que, como se hace hoy en día, intentan enseñar a estudiantes de distintas naturalezas y habilidades con una misma lección y bajo un método uniforme, no deberían sorprenderse si, entre muchos alumnos, solo dos o tres llegan a beneficiarse realmente de su enseñanza.

La verdad y la razón son un patrimonio común; no pertenecen más a quien las expresó primero que a quien las expresa después. Este no es solo el juicio de Platón, sino también el mío, ya que ambos comprendemos y vemos las cosas casi de la misma manera. Como las abejas que recolectan néctar de diferentes flores y lo convierten en miel —algo enteramente suyo, que ya no es ni tomillo ni mejorana—, cada uno hace propios los conocimientos y los transforma, en su crisol, en algo personal.

Siguiendo la visión de Platón, para quien la firmeza, la lealtad y la sinceridad son la verdadera esencia de la filosofía, mientras que las otras ciencias, que persiguen otros fines, son solo artificios, encontramos una guía auténtica. El esfuerzo por adquirir conocimiento fortalece nuestra capacidad para resistir el sufrimiento. Doy fe de ello, pues mis conocimientos me sirvieron de gran ayuda cuando la enfermedad vino a visitarme.

En la dinámica de las relaciones humanas, he notado a menudo el defecto de que, en lugar de tomarnos el tiempo para conocer realmente a los demás, nos centramos en proyectar nuestra propia imagen, más interesados en “vendernos” que en enriquecernos con nuevas perspectivas. Este afán de ser reconocidos puede volverse un obstáculo para una conexión auténtica, pues nos impide ver y escuchar de verdad a la otra persona.

En contraste, la modestia y el silencio son cualidades de gran valor en nuestras interacciones. Al mostrarnos con humildad y dispuestos a escuchar, creamos un espacio donde tanto nosotros como los demás podemos expresarnos libremente, y la relación se vuelve más sincera y significativa.

Siguiendo el precepto de Platón de que los hijos deben situarse según las capacidades de su propia alma, y no según las de su padre, cabe preguntarse: si la filosofía es la que nos enseña a vivir y cada etapa de la vida tiene su propia lección, ¿por qué no transmitimos esa enseñanza desde la infancia? Nos enseñan a vivir cuando ya hemos dejado la vida atrás. Muchos jóvenes ya han cometido errores graves antes siquiera de llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza.

El mundo no es más que cháchara, y nunca he visto a nadie que hable menos de lo que debe; sin embargo, dedicamos buena parte de nuestra vida a ello. Escucho a algunos disculparse por no poder expresarse bien, alegando que su mente está llena de ideas maravillosas que no logran exteriorizar por falta de elocuencia. A mi juicio, esto es una tontería. ¿De qué se trata realmente? De sombras y conceptos vagos que no han logrado organizar ni comprender completamente, y por eso tampoco pueden expresar. Ni siquiera se entienden a sí mismos. Si observas cómo tartamudean al intentar expresar sus ideas, comprenderás que el problema no está en la expresión, sino en la falta de claridad en sus propias ideas; no hacen más que darle vueltas a esa materia incompleta y confusa.

Por mi parte, sostengo —y Sócrates lo prescribe— que, si alguien tiene en su mente una imagen viva y clara, será capaz de manifestarla, ya sea en un dialecto simple o incluso con gestos, si es mudo. Las palabras seguirán sin dificultad a lo que se ha visto y entendido de antemano.

LA AMISTAD

"Ámalo", decía Quilón, "como si algún día fueras a odiarlo; ódialo como si algún día fueras a amarlo". Este consejo, abominable en una amistad suprema y verdadera, es prudente cuando se trata de amistades comunes y corrientes. Para estas últimas, cabe aplicar una frase familiar de Aristóteles: "Oh amigos míos, no existe amigo alguno". No me propongo decir a la gente lo que debe hacer —ya hay suficientes que se dedican a eso—, sino compartir lo que hago yo: Esta es mi costumbre; tú haz lo que te convenga.

En la familiaridad de una comida compartida, prefiero lo agradable a lo prudente. En la intimidad de la alcoba, valoro la belleza más que la virtud. Y en una conversación, aprecio la capacidad, aunque falte honradez. Lo mismo en otros aspectos.

Aquel a quien encontraron montado en un bastón, jugando con sus hijos, le pidió al observador que no opinara hasta que él mismo fuera padre, pues solo entonces comprendería cómo esa experiencia cambia el juicio. De manera similar, desearía hablar solo con quienes hayan vivido lo que intento expresar. Sin embargo, sé cuán rara es esta clase de amistad en la vida cotidiana y lo poco común que es, así que no espero encontrar a un juez que realmente pueda entenderlo.

Aquellas amistades que se forjan y alimentan por placer, interés, o por necesidades públicas o privadas, resultan menos bellas y nobles. Son menos auténticas en la medida en que introducen otro motivo, propósito o beneficio en la relación, más allá de la amistad misma. Tampoco se alinean plenamente con ella, ni de manera conjunta ni separada, las cuatro formas tradicionales: natural, social, hospitalaria y erótica.

En cuanto a la relación de los hijos con los padres, se trata más bien de respeto. La amistad se basa en la comunicación, y esta no puede darse completamente entre ellos debido a la gran disparidad que existe, la cual podría incluso comprometer los deberes naturales. Los padres no pueden compartir todos sus pensamientos más íntimos con sus hijos, para evitar una familiaridad inapropiada. Asimismo, las advertencias y correcciones, que son una de las principales obligaciones en la amistad, no pueden ser ejercidas de los hijos hacia los padres.

El amor, cuando se transforma en amistad, es decir, en un acuerdo de voluntades, pierde fuerza y decae. El placer físico lo destruye, ya que su finalidad es corporal y puede llegar a agotarse. La amistad, en cambio, se disfruta a medida que se desea; crece, se fortalece y se alimenta con el disfrute, ya que es de naturaleza espiritual y purifica el alma a través de su práctica.

En cuanto al matrimonio, es un contrato en el que solo la entrada es libre; su duración, en cambio, es obligatoria y forzosa, dependiendo de factores ajenos a nuestra voluntad; un amigo mío, un poco cínico, dice que el matrimonio es el único club en el cual los que están fuera quieren entrar y los que están dentro quieren salir. Además, este contrato suele establecerse con miras a otros fines. En el matrimonio surgen innumerables complicaciones externas que deben resolverse, las cuales pueden romper el vínculo y perturbar el curso de un afecto sincero. Por el contrario, en la amistad no hay otro propósito ni asunto que el de la propia amistad.

Por lo demás, lo que habitualmente llamamos amigos y amistades no son más que relaciones y familiaridades surgidas por alguna circunstancia o conveniencia, en las cuales nuestras almas se vinculan temporalmente por un propósito específico.

SOBRE EL EXCESO EN LA VIRTUD Y LA MODERACIÓN

Como si nuestro contacto estuviera contaminado, corrompemos las cosas bellas y buenas por naturaleza al tocarlas. Incluso la virtud puede convertirse en vicio si la abrazamos con un deseo demasiado intenso y violento. Esto es una reflexión filosófica sutil: es posible amar en exceso la virtud o entregarse desmesuradamente a una acción justa. A esto se refiere la palabra divina: "No seáis más sabios de lo necesario; sed sabiamente moderados."

Las ciencias que gobiernan el comportamiento humano, como la teología y la filosofía, se inmiscuyen en todos los aspectos de nuestra vida. No hay acción, por privada y secreta que sea, que escape a su observación y juicio. Aquellos que limitan su libertad en este sentido son aún principiantes, como esas personas que se muestran sin reservas frente a sus amantes, pero se vuelven reservadas y tímidas en presencia de un médico.

Y, ¿qué decir del hecho de que nuestros médicos —tanto espirituales como físicos— parecen haber acordado que no existe otra vía de cura para las enfermedades del cuerpo y del alma que a través del sufrimiento, el dolor y el sacrificio? Vigilias, ayunos, cilicios en el pasado, exilios solitarios, confinamientos prolongados, flagelaciones y otras formas de aflicción han sido establecidas con este fin, siempre que representen una auténtica carga y estén llenas de rigor y aspereza.

Los embajadores del rey de México, al expresar a Hernán Cortés la grandeza de su señor, le informaron que tenía treinta vasallos, cada uno capaz de reunir cien mil combatientes, y que habitaba en la ciudad más bella y fuerte bajo el cielo. Además, le dijeron que podía sacrificar a los dioses cincuenta mil hombres al año. Se afirma que fomentaba la guerra con grandes pueblos vecinos no solo como entrenamiento para la juventud del país, sino principalmente para proveer prisioneros de guerra para sus sacrificios. En un lugar, en una villa específica, para dar la bienvenida a Cortés, sacrificaron a cincuenta hombres a la vez.

Un relato adicional: algunos de estos pueblos, tras ser derrotados por Cortés, enviaron mensajeros para conocerlo y buscar su amistad. Los emisarios le ofrecieron tres tipos de regalos de la siguiente manera: "Señor, aquí tienes cinco esclavos: si eres un dios feroz que se alimenta de carne y sangre, cómetelos y te traeremos más; si eres un dios bondadoso, aquí tienes incienso y plumas; si eres un hombre, acepta las aves y los frutos que te ofrecemos."

LA SOLEDAD

Le comentaron a Sócrates que alguien no había mejorado en absoluto tras un viaje: «Lo creo», respondió, «viajó consigo mismo». Es necesario tener marido o mujer, o maridos o mujeres, hijos, bienes y, sobre todo, salud si es posible, pero sin atarnos a ellos de tal manera que nuestra felicidad dependa exclusivamente de su presencia.

Debemos reservarnos un espacio interior completamente nuestro, absolutamente libre, donde podamos fijar nuestra verdadera libertad y encontrar nuestro principal refugio y soledad. Lo prescribe Paracelso. En ese lugar debemos mantener una conversación habitual con nosotros mismos, tan privada que no permita ninguna relación o influencia externa. Debemos pensar y reír como si no tuviéramos ni marido o esposa, ni hijos, ni bienes, de modo que, cuando llegue el momento de perderlos, no nos sea extraño sobrevivir sin ellos. Poseemos un alma capaz de replegarse en sí misma, de hacerse compañía, y de tener con qué atacar y defenderse, recibir y dar.

No temamos que, en esta soledad, nos pudramos en el aburrimiento del ocio. La virtud se basta a sí misma: sin necesidad de enseñanza, palabras o acciones. En nuestras actividades cotidianas, pocas de ellas, quizá una entre mil, nos atañen realmente. El que ves en las noticias de la guerra subido en las ruinas de un edificio, enfurecido, bajo el riesgo de ser abatido a tiros, y aquel otro, cubierto de cicatrices, demacrado por el hambre, decidido a morir antes que rendirse, ¿crees que están ahí por su propia voluntad? Lo más probable es que estén ahí por alguien a quien nunca han conocido, mientras esa persona, cómodamente, disfruta de su vida sin preocuparse lo más mínimo por ellos.

El que ves saliendo de su estudio, a altas horas de la noche, con legañas y aspecto desaliñado, ¿piensas que busca en los libros hacerse más sabio, feliz y virtuoso? Nada de eso. Morirá en el intento o dedicará su vida a cuestiones triviales como la métrica de Plauto o la ortografía de una palabra latina o, en otro caso, a encontrar la mejor defensa para un famoso político o narco, que casi es lo mismo. ¿Quién no cambia gustosamente salud, reposo y vida por reputación y gloria, esa moneda tan inútil y vana?

No nos bastaba con preocuparnos por nuestra muerte; también nos afligimos por la de nuestras esposas, maridos, hijos y familiares. No teníamos suficientes preocupaciones con nuestros asuntos; sumamos también las de nuestros vecinos y amigos, torturándonos y desgastándonos.

La soledad me parece más razonable para aquellos que han entregado al mundo sus años más activos, como es mi caso y el de muchos. Ya hemos vivido bastante para los demás; vivamos para nosotros mismos lo que resta de vida. Dirijamos hacia nosotros mismos nuestros pensamientos y deseos, asegurando nuestra retirada del mundo. No es poco trabajo preparar este desalojo. Aprovechemos el tiempo que Dios nos concede para prepararnos, despedirnos a tiempo y liberarnos de esas ataduras que nos alejan de nosotros mismos.

Debemos amar lo que nos rodea, pero no al punto de estar tan ligados a ello que nos desgarremos al separarnos. La cosa más importante es saber ser suficiente para uno mismo. Estoy seguro de que así obran quienes tienen una vida larga.

Es hora de alejarnos de la sociedad si ya no podemos aportar nada. Quien no pueda prestar, que tampoco tome prestado. Al perder fuerzas, debemos retirarlas y concentrarlas en nosotros mismos. Si podemos asumir en nosotros las responsabilidades de tantas amistades y compañías, hagámoslo. En esta etapa de la vida, cuando nos volvemos inútiles y molestos para los demás, evitemos serlo para nosotros mismos. Amémonos y cuidémonos, gobernándonos con respeto y temor hacia nuestra propia razón y conciencia.

No todos los temperamentos se ajustan a esta idea de retiro. Aquellos con una disposición más apacible y una voluntad menos enérgica, se adaptarán mejor a este consejo que las almas activas y ocupadas, que se involucran en todo y se apasionan por todo.

Aprovechemos las ventajas externas solo mientras nos sean agradables, pero sin convertirlas en la base de nuestra felicidad. No lo son; ni la razón ni la naturaleza lo permiten. ¿Por qué someter nuestra satisfacción a un poder ajeno?

No obstante, anticipar los cambios de la fortuna y privarse de las ventajas presentes, como algunos lo han hecho por devoción o por filosofía, es un acto de virtud excesiva. Algunos han renunciado a todo, incluso al confort, para protegerse de futuras caídas. Sin embargo, para mí, ya es suficiente prepararme mentalmente para la adversidad, imaginando el mal que podría venir, como un ejercicio de preparación.

Veo a muchos pobres del mundo, a menudo más alegres y saludables que yo. Lo he comprobado en África. Al imaginarme en su lugar, intento ajustar mi alma a su vida. Al considerar estos ejemplos, me decido a no temer lo que otros enfrentan con tanta paciencia. No creo que la debilidad del entendimiento sea superior a su fortaleza, ni que la razón no pueda lograr lo que la costumbre permite.

Sabiendo que nuestras ventajas son frágiles, pido a Dios que me haga feliz con lo que soy y lo que tengo en mí mismo. Veo a jóvenes vigorosos que llevan consigo remedios para el menor malestar, sintiéndose seguros por tener una solución a mano. De igual manera, si me aqueja una enfermedad más grave, debo tener a mi disposición medios que alivien y adormezcan el dolor.

La imaginación de quienes buscan la soledad por devoción, llenando su alma con la certeza de las promesas divinas en la otra vida, está mucho mejor orientada. Su meta es Dios, un ser infinito en bondad y poder. En Él, el alma puede saciar plenamente sus deseos con total libertad. Las aflicciones y los dolores se convierten en beneficiosos, ya que los consideran medios para alcanzar una salud y felicidad eternas. La muerte, para ellos, es un tránsito deseado hacia un estado de perfección suprema. También he tratado sobre esto de manera extensa en otras comunicaciones.

Los sabios nos enseñan a protegernos de la traición de nuestros deseos y a distinguir entre los placeres verdaderos e íntegros y aquellos mezclados con más dolor. La mayoría de los placeres, dicen, nos seducen solo para estrangularnos. Si el dolor de cabeza llegara antes que la borrachera, evitaríamos beber en exceso. Pero el placer, para engañarnos, llega primero y oculta su séquito de consecuencias. Los libros son agradables; sin embargo, si al frecuentarlos perdemos la alegría y la salud, nuestros mayores bienes, debemos dejarlos. Soy de los que piensan que su beneficio no puede compensar tal pérdida.

Debemos reservar solo las actividades que nos mantengan en alerta y nos protejan de la languidez y la pereza excesiva. Las personas más sabias pueden encontrar un reposo completamente espiritual, porque su alma es fuerte y vigorosa. Yo, con un alma más común, necesito el apoyo de placeres corporales para sostenerme. Y ahora que la edad me ha privado de los placeres que más disfrutaba, busco satisfacción en los que aún son apropiados para esta etapa de mi vida. Debemos aferrarnos con todas nuestras fuerzas a los placeres que la vida nos ofrece, pues los años nos los arrebatan uno a uno.

La inclinación más contraria al retiro es la ambición. La gloria y el reposo no pueden habitar juntos. Veo que muchos solo tienen su cuerpo fuera de la multitud, pero su alma y su intención permanecen profundamente atadas a ella. Recuerdo a aquel que, cuando le preguntaron por qué se esforzaba tanto en un arte que pocos conocerían, respondió: "Me basta con pocos, me basta con uno, me basta con ninguno." Tenía razón. Tú y un compañero o compañera sois suficiente espectáculo el uno para el otro, o tú para ti mismo. Que el mundo sea para ti una sola persona, y que una sola persona sea para ti todo el mundo.

No busques que el mundo hable de ti; busca cómo hablar contigo mismo. Retírate en tu interior, pero prepárate primero para recibirte. Sería una locura confiar en ti mismo si no sabes cómo gobernarte. Se puede errar tanto en la soledad como en la compañía. La clave está en contentarte contigo mismo, en no tomar nada prestado sino de tu propia fuente, en fijar el alma en pensamientos claros y definidos donde pueda encontrar satisfacción. Una vez comprendidos los verdaderos bienes, que se disfrutan en la medida en que se entienden, es suficiente gozarlos sin ansias de prolongar ni la vida ni el nombre.

Este es el consejo de la verdadera y genuina filosofía, no de una filosofía ostentosa y superficial.

LA VANIDAD DE LAS PALABRAS: EL ARTE DEL ENGAÑO

Un retórico de tiempos pasados decía que su oficio consistía en hacer que las cosas pequeñas parecieran y se percibieran como grandes. Es como un zapatero que fabrica zapatos enormes para pies pequeños. En Esparta, probablemente lo habrían azotado por dedicarse a un arte tan engañoso y falaz. Arquidamo, uno de los reyes de Esparta, no pudo evitar el asombro cuando Tucídides le respondió quién era más fuerte en la lucha, si Pericles o él. Tucídides dijo: «Eso sería difícil de comprobar porque, aunque yo lo derribe en la lucha, él persuade a quienes lo han visto de que no ha caído, y así gana».

Aristón definió sabiamente la retórica como la ciencia de persuadir al pueblo. Sócrates y Platón, por su parte, la consideraron el arte de engañar y halagar. Aunque algunos niegan esta definición general, sus preceptos la confirman por todas partes. La retórica es un instrumento inventado para manejar y agitar a la multitud desordenada, y solo se utiliza en Estados enfermos, como si fuese una medicina. Donde el vulgo, los ignorantes o las mayorías antinaturales (también llamadas Frankenstein), han ostentado todo el poder y las cosas han estado en constante agitación, allí han prosperado los oradores. ¿Os suena de algo?

La elocuencia alcanzó su auge en Roma en los momentos de mayor crisis pública, durante las tormentas de las guerras civiles, del mismo modo que los campos más abandonados y salvajes producen las hierbas más vigorosas. Parecería, por tanto, que los Estados con un monarca necesitasen menos de la retórica que aquellos que ostentan una república. Craso error, como podemos comprobar todos los días en nuestro país, que padece una monarquía florero. La estupidez y la facilidad con que el pueblo puede ser manipulado por el atractivo de la oratoria no suelen encontrarse en una sola persona. Aquí son legión. Es más sencillo proteger a un individuo, con buena educación y consejo, de los efectos de esta ponzoña, pero llevamos siete décadas destruyendo la Educación, para mayor gloria de estos vividores.

Cuando los arquitectos se hinchan de orgullo con palabras grandilocuentes como "pilastras", "arquitrabes", "cornisas", o "de estilo corintio y dórico", mi imaginación, sin quererlo, se llena con la imagen del majestuoso palacio de Apolidón. Pero al final, descubro que no son más que las modestas piezas de la puerta de mi cocina. Si escuchas términos como "metonimia", "metáfora", "alegoría" y otros similares del lenguaje gramatical, ¿no te parece que están hablando de algún lenguaje exótico y extraño? ¿Y qué decir de la jerigonza médica o de la judicial?

LA MODERACIÓN DE LOS ANTIGUOS

En plena gloria de sus victorias contra los cartagineses, Atilio Régulo, general romano en África, escribió al Senado informando que el mozo de labranza que había dejado a cargo de su modesto patrimonio de siete yugadas (unas tres hectáreas) de tierra había huido, llevándose los instrumentos de labranza. Régulo solicitaba permiso para regresar y hacerse cargo de su propiedad, temiendo por el bienestar de su esposa e hijos. El Senado, en respuesta, asignó a otra persona para administrar sus bienes y restituyó lo robado. Además, ordenó que su familia fuera mantenida con fondos del erario público.

Catón el Viejo, tras su servicio en España como cónsul, vendió su caballo para evitar el costo de transportarlo de regreso a Italia por mar. Durante su tiempo como gobernador de Cerdeña, realizaba sus visitas a pie, acompañado únicamente por un funcionario que le llevaba un vestido y un vaso para los sacrificios; en la mayoría de las ocasiones, él mismo cargaba su baúl. Se enorgullecía de no haber tenido nunca una prenda que costara más de diez escudos, de no gastar más de diez sueldos diarios en el mercado, y de no tener ninguna casa de campo.

Escipión Emiliano, a pesar de haber obtenido dos triunfos y ocupado dos consulados, viajó como embajador con solo siete servidores. Se dice que Homero nunca tuvo más de un sirviente; Platón, tres; y Zenón, fundador de la escuela estoica, ninguno.

A Tiberio Graco, considerado el más prominente entre los romanos de su tiempo, se le asignaron únicamente cinco sueldos y medio al día cuando partió en misión para la República.

Casi lo mismo que las prebendas de nuestros diputados, senadores, consejeros y presidentes autonómicos, ministros, jefe del Gobierno y sus más de 900 asesores. En julio de 2024, 14 comunidades autónomas y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla contaban con un total de 804 asesores. Es importante destacar que no todas las comunidades autónomas publican esta información de manera transparente. Por ejemplo, Galicia, País Vasco y Asturias no disponen de datos accesibles sobre el número de asesores en sus respectivos gobiernos. Qué decir de su transporte público gratuito por tierra, mar y aire. Falcon, helicópteros, escoltas, etc. Sin olvidarnos de sus onerosos salarios, su derecho a jubilaciones con ridículos períodos de trabajo, etc. A la constatación pública de todo esto, ellos, y otros que les bailan el agua, le llaman demagogia. Yo, en sentido figurado y moderno, le llamo satrapía.

LA INSACIABLE BÚSQUEDA DE LA SATISFACCIÓN

Si dedicáramos de vez en cuando un momento a examinarnos, y el tiempo que gastamos en criticar a los demás y en conocer cosas externas, lo empleáramos en explorar nuestro interior, nos daríamos cuenta fácilmente de cuánto nuestra composición está hecha de piezas frágiles y defectuosas. ¿No es una clara muestra de imperfección que no podamos fijar nuestra satisfacción en nada, y que ni siquiera con el deseo y la imaginación podamos elegir lo que realmente nos conviene?

Un buen ejemplo de esto es la interminable discusión entre los filósofos sobre cuál es el bien supremo del hombre, una cuestión que ha perdurado y probablemente seguirá sin resolución ni consenso. Mientras nos falta aquello que deseamos, parece superar a todo lo demás; pero una vez que lo conseguimos, de inmediato deseamos otra cosa, y la misma insaciable sed nos domina nuevamente.

Sentimos que nada de lo que conocemos y poseemos nos satisface, y nos dejamos deslumbrar por lo que está por venir y lo desconocido. Las cosas presentes no nos sacian, no porque carezcan de valor o capacidad para hacerlo, sino porque nuestra manera de apropiarnos de ellas es desordenada y enfermiza.

“Cuando se observó que los mortales, a pesar de tener casi todo lo necesario, con los poderosos colmados de riquezas, honor y gloria, y gozando de la buena reputación de sus hijos, seguían sintiendo angustia en su interior y tenían el alma llena de quejas, se comprendió que el problema residía en el recipiente mismo, en el ser humano. Este corrompe con sus propios defectos todo lo que recibe, incluso los bienes”.

Nuestro deseo es indeciso e inconstante; no sabe poseer ni disfrutar correctamente de nada. El hombre, creyendo que el problema está en lo que posee, se llena de expectativas y esperanzas hacia cosas desconocidas, a las que otorga honor y reverencia. Como bien señala César: «Es un defecto común de la naturaleza humana confiar más en lo desconocido, lo oculto y lo inexplorado, y temerlo con mayor intensidad».

LOS OLORES

Se cuenta de algunos personajes, como Alejandro Magno, que su sudor desprendía un aroma agradable debido a una peculiar y rara constitución física; Plutarco y otros han indagado sobre la causa de este fenómeno. Sin embargo, la condición habitual de los cuerpos humanos es otra: la mejor situación a la que pueden aspirar es no tener olor alguno. Incluso la frescura de los alientos más puros no tiene una cualidad más perfecta que la de carecer de un olor que ofenda, como sucede con los niños completamente sanos.

El más refinado perfume de una mujer, para mí, es no oler a nada. Los perfumes artificiales son, con razón, sospechosos en quienes los usan, ya que parecen estar destinados a enmascarar algún defecto natural. A pesar de ello, disfruto enormemente de los buenos olores y detesto profundamente los malos, que percibo a gran distancia, porque tengo un olfato único, más agudo que el de un perro vivaz para detectar dónde se esconde un jabalí, para discernir si una vegetación o un fétido macho cabrío se oculta bajo unos sobacos peludos.

Prefiero los olores más simples y naturales. Es una preocupación que atañe principalmente a las mujeres. Incluso en plena barbarie, las mujeres escitas, tras lavarse, se cubrían el cuerpo y el rostro con una sustancia aromática que crece en su región. Creían que, al quitarse este maquillaje, quedaban limpias y perfumadas, listas para atraer a los hombres.

Me sorprende cuánto se me adhieren los olores y lo propensa que es mi piel a impregnarse de ellos. Cuando cocino, el olor a ajo se queda conmigo una semana. He optado por  usar guantes. Si alguien critica a la naturaleza por no haber dado al hombre un instrumento para llevar los olores a la nariz, se equivoca, pues los olores se conducen solos. Particularmente, mi bigote me sirve para esto. Si le acerco un buen queso, el aroma queda en él todo un día. Delata de dónde vengo. Los besos de la juventud, intensos y pegajosos, se quedaban adheridos a él, permaneciendo allí muchas horas después.

Los médicos podrían, a mi parecer, obtener más beneficios de los olores de lo que actualmente lo hacen. He notado con frecuencia cómo ciertos aromas me afectan y alteran mi alma, dependiendo de su naturaleza. Esto me lleva a respaldar la idea de que la invención de los inciensos y perfumes en las iglesias, una práctica tan antigua y extendida por todas las culturas y religiones, tiene como propósito recrear, despertar y purificar nuestros sentidos, haciéndonos así más receptivos y propicios para la contemplación espiritual, y no para matar los olores corporales.

LAS ORACIONES

Propongo fantasías vagas e indefinidas, de manera similar a quienes plantean cuestiones inciertas para debatirlas en diferentes foros y chats, no con el fin de establecer la verdad, sino de buscarla. Someto estas reflexiones al juicio de quienes tienen autoridad sobre mis acciones, escritos e incluso pensamientos. Para mí, la condena será tan valiosa y útil como la aprobación y todo lo que no es una bendición, es una oportunidad.

Considero absurda e irreverente por mi parte cualquier idea que, de forma ignorante o inadvertida, pueda encontrarse en esta recopilación y sea contraria a las sagradas resoluciones y preceptos de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual nací y en la cual moriré, o de cualquier otra religión.

No obstante, nunca sujeto a la autoridad de su censura, que carece de plena potestad sobre mí, me permito irrumpir ligeramente en toda clase de temas, como lo hago aquí.

No sé si me equivoco, pero, dado que por un favor especial de la bondad divina se nos ha prescrito una forma de oración específica, dictada palabra por palabra por Dios mismo, siempre he pensado que deberíamos usarla con más frecuencia. Si me permitieran opinar, sugeriría que al comienzo y al final de nuestras comidas, al levantarnos, al acostarnos, y en todas las acciones donde se acostumbra incluir una plegaria, los cristianos usaran el Padrenuestro, si no de manera exclusiva, al menos de forma constante.

La Iglesia, por supuesto, puede ampliar y variar las oraciones según las necesidades de nuestra instrucción; no ignoro que todas ellas mantienen la misma esencia. Sin embargo, creo que esta oración debería tener el privilegio de estar continuamente en nuestros labios, pues sin duda expresa todo lo necesario y es adecuada para cualquier circunstancia. Es la única oración que utilizo en todas partes, repitiéndola en lugar de cambiarla. Por ello, tampoco tengo otra oración en la memoria más que esta.

Estaba reflexionando de dónde surge el error de recurrir a Dios en todos nuestros propósitos y empresas, y de invocarlo en cualquier asunto, ya sea justo o injusto, y de proclamar su nombre y poder en cualquier situación, incluso en actos indecorosos. He tenido oportunidad de leer sobre las tres etapas de formación de los chelas en la India. Me resultó asombroso todo el proceso y su duración, pero lo que más me llamó la atención fue su cuidado escrupuloso al invocar a Dios. Dios es nuestro único y verdadero protector, capaz de todo para ayudarnos. Pero, aunque se digne honrarnos con esta dulce alianza paternal, es tan justo como bueno y poderoso. Y es precisamente su justicia la que emplea con mayor frecuencia, favoreciéndonos según ella y no conforme a nuestras peticiones. En algunas religiones, las peticiones materiales se dirigen a dioses menores, devas y santos.

Platón, en sus Leyes, identifica tres creencias injuriosas acerca de los dioses: que no existen, que no se ocupan de nuestros asuntos, y que conceden todo lo que pedimos a través de votos, ofrendas y sacrificios. Según Platón, el primer error —negar la existencia de los dioses— no persiste de manera constante en nadie desde la infancia hasta la vejez. (En algunas personas Dios aparece, o reaparece, con el nacimiento de sus achaques). Sin embargo, los otros dos errores pueden mantenerse con constancia.

La justicia y el poder de los dioses son inseparables (Karma). Es inútil invocar su fuerza en una causa injusta. Para acercarnos a ellos, es necesario tener el alma limpia, al menos en el momento de la oración, y libre de pasiones amorales. De lo contrario, nos convertimos en artífices de nuestro propio castigo, entregando nosotros mismos las varas con las que seremos castigados. En lugar de enmendar nuestras faltas, las agravamos al presentar ante Dios, a quien debemos pedir perdón, un corazón lleno de irreverencia y odio.

La posición de la persona que mezcla la devoción con una vida execrable parece, en cierto modo, más condenable que la de aquella que vive abiertamente disoluta y en conformidad consigo misma.

Rezamos por hábito y costumbre o, mejor dicho, recitamos nuestras oraciones. Al final, no es más que una apariencia. Me desagrada ver cómo algunos se hacen tres señales de la cruz en la consagración y otras tantas en la acción de gracias, pero luego, el resto del día se dedican al odio, la avaricia y la injusticia. Una hora para los vicios y otra para Dios, como si fuera una compensación o un compromiso. Es asombroso cómo acciones tan distintas se suceden sin interrupción ni alteración visible.

¿Qué clase de conciencia prodigiosa puede encontrar paz al alojar, de forma tan armoniosa y apacible, al crimen y al juez en el mismo albergue? Una persona cuyo pensamiento está constantemente dominado por alguna inmoralidad, sabiendo que es aborrecible a los ojos divinos, ¿qué le dice a Dios cuando le habla de ello? Se recupera momentáneamente, pero pronto recae. Si el temor a la justicia divina realmente lo golpeara y castigara su alma como afirma, el propio miedo le impediría tan a menudo pensar en ello que acabaría por dominar sus faltas habituales.

¿Qué decir de aquellos que basan toda su vida en los frutos de la inmoralidad? Hay muchas ocupaciones y profesiones que aceptamos, cuya esencia es inmoral. ¿Cómo acomoda una persona tal contradicción en su conciencia? ¿Con qué lenguaje presentan esto ante la justicia divina? Es que no soy creyente, me responderán algunos. Seguramente tampoco se acordarán nunca de la ley de la gravedad, o Ley de Newton, o ni tan siquiera la conocen, pero caminan, como todos, pegados al suelo. Nuestras creencias valen bien poco en comparación con las leyes a las que están sometidas.

Qué fantasiosa me parece la creencia de aquellos que, en estos tiempos, acusan a cualquier persona con cierta claridad mental, que profese el cristianismo, o cualquier otra religión. Ellos, que no creen en nada, pretenden que creamos en ellos.

¡Qué enfermedad tan molesta es esa soberbia que lleva a creer que es imposible aceptar una opinión contraria! Más aún, esa obstinación que prefiere alguna ventaja temporal a las esperanzas de la vida eterna.

Propongo estas reflexiones humanas y propias simplemente como lo que son: fantasías humanas, concebidas desde una perspectiva personal, no como verdades decretadas por mandato divino, ni como dogmas inmutables. Son materia de opinión, no de fe; lo que discurro por mí mismo, no lo que creo según Dios. Lo hago de una manera laica, no clerical, aunque siempre con un profundo sentido religioso, del mismo modo que los niños presentan sus ensayos: para aprender, no para enseñar. A mí, en este pasaje de mi vida, ya me cabe la gran satisfacción de haber traducido al castellano la magna obra del Dr. Bhagavan Das: “La Unidad Esencial de Todas las Religiones”, que tendréis ocasión de leer, si así lo deseáis, en este blog.

Cualquiera que sea la forma en que invoquemos a Dios para nuestra relación y compañía, debemos hacerlo con seriedad y devoción. En un discurso de Jenofonte, se argumenta que deberíamos rezar menos frecuentemente, porque no es fácil restaurar nuestra alma a esa disposición ordenada, reformada y devota que es necesaria para la oración. De lo contrario, nuestras oraciones no solo son vanas e inútiles, sino también maliciosas.

Cuando decimos "Perdónanos como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido", ¿qué estamos diciendo, sino que ofrecemos nuestra alma libre de venganza y rencor? ¿Cómo podría Él, siendo Dios, pedirme que ame al prójimo como a mí mismo, si no fuésemos realmente lo mismo? Y, aun así, invocamos a Dios y su ayuda para conspirar en favor de nuestras faltas, incitándolo a la injusticia. El avaro reza por la conservación superflua de sus tesoros; el ambicioso, por sus victorias y el avance de su fortuna. El ladrón pide ayuda divina para sortear los peligros y dificultades en la ejecución de sus actos malignos, o agradece la facilidad con la que ha podido matar a un inocente. Es curioso observar a deportistas y aficionados elevando plegarias a Dios, suplicando la victoria de su equipo, sin detenerse a reflexionar en la paradoja de su petición. Cada oración, cargada de pasión y esperanza, implica al mismo tiempo el deseo de derrota para el rival. ¿Cómo pueden colocar a Dios en semejante dilema, como si Su voluntad pudiera inclinarse por unos y desoír a otros?

Quizá olvidan que Dios no mide triunfos ni fracasos en un marcador, ni se deja llevar por colores o banderas. Su presencia habita en el esfuerzo sincero, en la entrega plena y en la nobleza del juego. Tal vez la verdadera bendición no está en la victoria, sino en la capacidad de competir con honor, de aprender en la derrota y de celebrar con humildad el éxito.

Si en lugar de pedir el triunfo sobre el otro, se pidiera fortaleza para dar lo mejor de uno mismo, tal vez el deporte se convertiría en un auténtico reflejo de grandeza espiritual. Porque al final, más que ganar o perder, se trata de crecer, de compartir y de honrar el talento que nos ha sido concedido. De agradecer al rival que te haya dado la oportunidad de ofrecer lo mejor de ti mismo.

¿Y no podría argumentarse, con cierta razón, que el mandato de escribir sobre religión con gran cautela, salvo para quienes se dedican expresamente a ello, tiene su utilidad y justicia? Tal vez, por esa misma razón, será mejor que me calle.

LA EDAD

No puedo aprobar la manera en que determinamos la duración de nuestra vida. Observo que los sabios la acortan mucho más de lo que comúnmente se piensa. Cuando intentaban impedir que Catón el Joven se quitara la vida, él respondió: «¿Cómo? ¿A la edad que tengo ahora, se me puede reprochar que dejo la vida demasiado pronto?». Tenía apenas cuarenta y ocho años, pero esa edad le parecía ya madura y avanzada, considerando cuán pocos llegaban a ella.

Aquellos que se complacen en esperar un curso de vida que llaman natural, con la promesa de algunos años más, lo harían mejor si tuvieran un privilegio que los librara de los innumerables accidentes a los que todos estamos expuestos. Es un desvarío esperar morir por la declinación de fuerzas que trae la extrema vejez, como si esa fuera la única muerte natural, siendo en realidad la más rara y menos común. Decimos que es la única natural, como si fuera antinatural morir por una caída, un naufragio, una peste o una pulmonía, como si nuestra condición no nos expusiera a estas eventualidades.

No nos engañemos con esas palabras halagadoras; tal vez deberíamos llamar natural a lo que es común y general. Morir de vejez es una muerte rara y extraordinaria y, por tanto, menos natural que otras. Es la última y más extrema manera de morir, y cuanto más alejada está de nosotros, menos podemos esperarla. Es el límite que la ley de la naturaleza ha prescrito, pero llegar hasta él es un privilegio rarísimo, concedido a pocos en el transcurso de siglos.

Por tanto, mi opinión es que debemos considerar la edad que hemos alcanzado como un logro al que pocos llegan. El hecho de haber superado la media habitual de vida indica que estamos ya muy avanzados. Si hemos evitado tantas oportunidades de muerte, como me ocurrió a mí, que han acabado con otros, debemos aceptar que la fortuna extraordinaria que nos ha preservado no durará mucho más.

Por mi parte, creo que las almas muestran su pleno potencial alrededor de los veinte años. En mi caso a los veintitrés. Si no han dado pruebas de su fuerza a esa edad, difícilmente lo harán después. Las cualidades y virtudes naturales se manifiestan entonces, o nunca:

Si la espina no pincha al nacer, difícilmente pinchará nunca.

Si analizara todas las grandes acciones humanas de las que he oído, de cualquier tipo, encontraría más realizadas antes de los treinta años que después, tanto en tiempos antiguos como en los nuestros.

A veces, el cuerpo sucumbe primero a la vejez, mientras que otras veces también lo hace la mente; conozco a bastantes cuyo intelecto se debilitó antes que su estómago o sus piernas. Este es un mal mucho más peligroso porque quien lo padece rara vez lo percibe, y su manifestación es sutil y confusa al principio y demoledora al final, sobre todo para sus allegados.

No me parece razonable retirar a las personas de sus funciones antes de los sesenta y cinco o setenta años. Por el contrario, creo que, en beneficio del interés público, deberíamos prolongar su actividad y ocupación todo lo posible. Sin embargo, veo un error opuesto: no se las emplea lo suficientemente pronto. En esta ocasión, me quejo no de que las leyes nos mantengan en la tarea demasiado tiempo, sino de que nos hagan empezar demasiado tarde. Y eso lo digo porque empecé a trabajar con poco más de catorce años, como tantos de mi generación, y tuve tiempo de sobra para formarme, por eso sé de lo que hablo. En mis tiempos de estudiante, con estudiar dos o tres horas al día sacabas una carrera. Hoy en día, desde el Plan Bolonia, con esas horas de estudio, cualquier persona normal, sacaría tres. Considerando la fragilidad de nuestra vida y la multitud de peligros comunes y naturales a los que estamos expuestos, no deberíamos dedicar una parte tan grande de nuestra existencia al crecimiento, la ociosidad y el aprendizaje.

SOBRE LA INCONSTANCIA DEL CARÁCTER HUMANO

Es razonable, hasta cierto punto, juzgar a una persona por los rasgos más habituales de su vida; sin embargo, dada la natural inestabilidad de nuestro comportamiento y nuestras opiniones, me ha parecido muchas veces que incluso los autores más respetados se equivocan al intentar construir una imagen firme y coherente de nosotros. Eligen un perfil general y, a partir de esa imagen, se dedican a interpretar y encajar todas las acciones del personaje. Y si alguna acción no se ajusta a esa imagen, la atribuyen al disimulo. Un ejemplo claro es Augusto. En él encontramos una diversidad de acciones tan evidente, súbita y constante a lo largo de su vida, que incluso los jueces más audaces no logran encasillarlo en una sola categoría, dejándolo indefinido.

En realidad, no creo con tanta facilidad en la constancia de los seres humanos, pero sí creo firmemente en su inconstancia. Quien se tomara el tiempo para juzgar a las personas en detalle, pieza por pieza, estaría más cerca de la verdad que aquellos que intentan simplificar su carácter. A lo largo de la historia, apenas encontramos una docena de personas que hayan guiado su vida por un camino estable y coherente, que es, en esencia, el objetivo de la verdadera sabiduría. Como decía un antiguo pensador, la clave de la vida consiste en desear y rechazar siempre las mismas cosas. No hace falta añadir, según él, que esta voluntad debe ser justa, porque si no lo es, es imposible mantenerla constante.

He aprendido hace tiempo que el vicio, palabra que hoy ya no se usa, no es otra cosa que desorden y falta de moderación, lo que hace imposible que esté acompañado de constancia. Según Demóstenes, se dice que el inicio de toda virtud es la reflexión y la deliberación, mientras que su perfección y culminación es la constancia.

Si eligiéramos un camino firme basado en la razón, sin duda optaríamos por el más noble; pero, en realidad, nadie parece haber pensado en ello. En cambio, nos movemos sin rumbo: buscamos lo que acabamos de rechazar y, acto seguido, volvemos a desear lo que acabamos de abandonar, contradiciendo así todo el orden de nuestra vida. Nuestra forma habitual es seguir las inclinaciones del deseo, ya sea hacia la izquierda, la derecha, hacia arriba o hacia abajo, según nos arrastre el viento de las circunstancias.

Solo pensamos en lo que queremos en el momento en que lo deseamos, y cambiamos de opinión tan fácilmente como ese animal que adopta el color del entorno en el que se encuentra. Lo que hoy nos proponemos, lo descartamos poco después, para más tarde volver sobre nuestros pasos. No somos más que un vaivén constante, oscilando sin dirección. Nos dejamos llevar por fuerzas externas como marionetas, movidas por hilos que no controlamos.

Fluctuamos entre opiniones opuestas; no deseamos nada con verdadera libertad, ni de forma absoluta, ni con constancia. Si alguien se hubiera propuesto y establecido en su mente unas leyes claras y un sistema de vida firme, veríamos en esa persona una conducta coherente a lo largo de toda su existencia, con un orden y una armonía infalibles en todas sus acciones.

Empédocles notaba esta contradicción en los agrigentinos: vivían entregados a los placeres como si fueran a morir al día siguiente, pero construían edificios como si fueran a vivir para siempre. Creo que eso mismo se puede aplicar en todo tiempo. Sería fácil explicar una vida tan coherente como la de Catón el Joven; en él, cada acción encajaba perfectamente con las demás, como una melodía en perfecta sintonía, sin contradicciones.

En cambio, en nosotros, cada acto requiere un juicio independiente, evaluado en su propio contexto. Lo más sensato, según creo, sería juzgar nuestras acciones en función de las circunstancias inmediatas, sin complicarnos en deducciones más profundas ni en buscar consecuencias futuras.

Aquel a quien ayer viste tan valiente, no te sorprenda verlo mañana lleno de temor. Quizás fue la ira, la necesidad, la compañía, el vino o el sonido de una trompeta lo que le dio ese impulso de coraje; no fue un valor forjado a través de la razón. Fueron las circunstancias las que lo fortalecieron, así que no es extraño verlo transformarse en otra persona cuando se enfrenta a situaciones diferentes. 

La variabilidad y contradicción que observamos en nosotros mismos, tan voluble y cambiante, ha llevado a algunos a pensar que tenemos dos almas, y a otros, que hay dos fuerzas opuestas dentro de nosotros, cada una empujando en direcciones distintas: una hacia el bien y otra hacia el mal. Les resulta difícil reconciliar una mutabilidad tan brusca con un ser único y simple.

No solo el viento de los acontecimientos externos me mueve en diferentes direcciones, sino que también me altero por la inestabilidad de mi propia naturaleza. Aquellos que se observan con atención se darán cuenta de que rara vez se encuentran en el mismo estado dos veces. Mi alma adopta diferentes caras según hacia dónde la inclino. Si hablo de mí de manera diversa, es porque me veo de manera distinta en cada momento.

Dentro de mí, conviven todas las oposiciones según la circunstancia: puedo ser tímido e insolente; casto y lujurioso; hablador y silencioso; resistente y delicado; ingenioso y obtuso; huraño y afable; mentiroso y veraz; erudito e ignorante; generoso, avaro y derrochador, todo a la vez, dependiendo del ángulo desde el que me observe.

Cualquiera que se estudie a sí mismo con suficiente profundidad encontrará en su propio juicio esa misma inestabilidad y contradicción. No puedo describirme de manera completa, simple y coherente, sin mezclar elementos opuestos; no hay una sola palabra que capture mi ser en su totalidad.

Estamos hechos de fragmentos, y nuestra composición es tan irregular y variada que cada pieza, cada momento, tiene su propio papel. La diferencia que existe entre lo que somos en un momento y lo que somos en otro puede ser tan grande como la que nos separa de los demás.

Por eso, no es propio de una mente tranquila juzgarnos simplemente por nuestras acciones externas; es necesario mirar más allá y explorar lo que hay en nuestro interior, entendiendo las razones que motivan cada uno de nuestros movimientos. Como ya he mencionado en otra parte, si tuviésemos que juzgar a nuestros dirigentes por sus acciones, y no por sus intenciones, deberíamos tratarlos como a criminales. Sin embargo, dado que es una tarea compleja y arriesgada, desearía que fueran menos las personas que se dedicaran a ella.

SOBRE LA EMBRIAGUEZ

El mundo está lleno de variedad y contrastes. Todos los vicios tienen en común ser defectos, y tal vez así lo entienden los estoicos. Sin embargo, aunque todos sean vicios, no son iguales entre sí. No resulta creíble pensar que alguien que ha traspasado los límites por cien pasos no sea peor que quien solo se ha desviado por diez, o que un sacrilegio sea igual que robar una col del huerto. Hay tantas diferencias en esto como en cualquier otra cosa.

Confundir el orden y la medida de los pecados es peligroso. Los asesinos, traidores y tiranos se benefician demasiado de esa confusión. No es razonable que alivien su conciencia comparándose con quienes solo son ociosos, lujuriosos o menos devotos. Todos tendemos a exagerar los errores ajenos y minimizar los propios. Incluso los maestros, a menudo, clasifican mal estas faltas.

Así como Sócrates decía que la mayor tarea de la sabiduría es distinguir entre lo bueno y lo malo, nosotros, los que aún tenemos mucho de lo último, debemos centrarnos en la habilidad de distinguir entre los distintos vicios. Sin una distinción precisa, la virtud y el vicio se mezclan y se confunden.

Entre todos los vicios, la embriaguez me parece especialmente tosca y degradante. El espíritu participa más en otros vicios, algunos de los cuales, por decirlo de alguna forma, tienen un cierto toque de nobleza. En ellos intervienen la astucia, la valentía, la prudencia y la destreza. Pero la embriaguez es completamente corporal y terrenal. Además, las naciones más rústicas son las que más lo celebran. Mientras otros vicios perturban la mente, la embriaguez la aturde y, además, afecta al cuerpo: una vez que el alcohol ha hecho su efecto, viene la pesadez, las piernas se vuelven inestables, la lengua se traba, la mente se nubla y los ojos se llenan de lágrimas. Luego llegan los gritos, los enconos y las peleas.

El peor estado para el ser humano es cuando pierde el control y la conciencia de sí mismo. Se dice, además que, así como el mosto en fermentación empuja a la superficie lo que estaba en el fondo, el vino hace aflorar los secretos y defectos más profundos de quienes han bebido en exceso.

Es cierto que la Antigüedad fue más indulgente con este vicio. Incluso en los escritos de muchos filósofos encontramos cierta tolerancia hacia él. Algunos estoicos, de hecho, aconsejaban permitirse ocasionalmente el lujo de embriagarse para relajar el alma. Mi propio temperamento rechaza este vicio más que mi razón. Porque, aunque suelo seguir la autoridad de las opiniones antiguas, me parece un vicio cobarde y estúpido, aunque menos malicioso y dañino que otros que afectan más directamente a la sociedad.

Si no podemos obtener placer sin algún precio, como suele decirse, creo que la embriaguez es un vicio que nos sale relativamente barato en términos de conciencia. Además, sus preparativos son sencillos y no es difícil de satisfacer, lo cual no es un detalle menor.

Recuerdo a un hombre de gran dignidad y avanzada edad que me confesó que contaba la embriaguez entre los tres principales placeres que le quedaban en la vida. Sin embargo, creo que lo entendía mal. No hay que ser demasiado selectivo ni delicado con el vino. Si tu placer depende de que sea un buen vino, te impones la decepción de beber uno que no sea de tu agrado. Para disfrutarlo realmente, es mejor tener un gusto más libre y flexible.

Los antiguos dedicaban noches enteras a este placer, y no pocas veces le sumaban también los días. Sin duda, se necesitaba una mayor capacidad y resistencia para ello. He conocido a un gran señor de nuestros tiempos, una persona de grandes logros y reconocido éxito, que, sin apenas esfuerzo, durante sus comidas cotidianas, bebía cerca de un litro de vino, y, aun así, no dejaba de mostrarse sumamente sabio y hábil en la gestión de nuestros asuntos.

Para que un placer merezca un lugar en el curso de nuestra vida, debe ocupar más espacio. No debería desaprovecharse ninguna ocasión para beber, como hacen los artesanos y trabajadores, que siempre encuentran un momento para ello, manteniendo ese deseo siempre presente. Parece, sin embargo, que hoy en día vamos limitando cada vez más su uso. Recuerdo que, en mi infancia, era mucho más común disfrutar de almuerzos, meriendas y cenas acompañados de vino, una costumbre que ha ido desapareciendo con el tiempo. ¿Es esto una señal de que hemos mejorado en algo? Sinceramente, no lo creo.

De hecho, es posible que hoy estemos más entregados a la lujuria que nuestros antepasados. Estos dos placeres, cuando se intensifican, tienden a estorbarse mutuamente. Por un lado, la lujuria ha debilitado nuestros estómagos; por otro, la sobriedad parece habernos vuelto más atentos y refinados en los asuntos del amor, buscando el cortejo con mayor elegancia.

Me asombran los relatos que escuché de mi padre sobre la castidad en su época. Podía hablar con autoridad sobre el tema, ya que, tanto por habilidad como por naturaleza, tenía un trato muy afable con las mujeres. Su forma de hablar era sencilla pero precisa; y, además, solía añadir a su lenguaje ciertos adornos, fruto de su frescura mental y su sentido del humor. Su porte reflejaba una mezcla de seriedad y humildad, con una modestia impecable. Prestaba un cuidado especial a la decencia y al decoro tanto de su apariencia como de sus ropas, siempre buscando proyectar una imagen de respeto y dignidad. Para ser hombre de pequeña talla, estaba lleno de vigor y era de estatura recta y bien proporcionada. Hasta que la muerte lo segó.

Volvamos a nuestras botellas. Los inconvenientes de la vejez, que requieren cierto apoyo y estímulo, podrían, con razón, hacerme desear este placer, ya que es prácticamente el último que el paso del tiempo nos arrebata. Como dicen mis camaradas en tono festivo, el calor natural del cuerpo empieza primero en los pies —eso corresponde a la infancia—. Luego asciende a la región media, donde se asienta durante mucho tiempo, aunque nunca suficiente, y genera lo que, en mi opinión, son los únicos placeres verdaderos del cuerpo; los demás placeres, en comparación, parecen adormecidos. Finalmente, como un vapor que sube y se disipa, llega a la garganta, donde hace su última parada.

Sin embargo, no alcanzo a entender cómo se puede prolongar el placer de beber más allá de la sed, creando un deseo artificial y opuesto a la naturaleza. Mi estómago nunca llegaría a soportar eso; ya tiene suficiente trabajo con procesar lo que toma por necesidad. Mi constitución me lleva a ignorar la bebida hasta después de haber comido, por lo que el último trago que tomo es casi siempre el más abundante.

A medida que envejecemos, y con el paladar embotado por diversos achaques, el vino parece saber mejor a medida que nuestros poros se abren y se limpian. En mi caso, rara vez aprecio realmente el sabor del primer sorbo; es solo con el tiempo que el gusto se revela plenamente.

Platón prohibía que los niños bebieran vino antes de los dieciocho años y que se embriagaran antes de los cuarenta. Sin embargo, a quienes ya han pasado de los cuarenta, les permite disfrutar del placer del vino y mezclar generosamente en sus banquetes la influencia de Dionisio, el dios que devuelve la alegría a los hombres y rejuvenece a los ancianos, ablandando las pasiones del alma de la misma forma en que el fuego ablanda el hierro.

En sus Leyes, Platón considera que estas reuniones para beber son beneficiosas, siempre y cuando haya un líder que las modere y regule. La embriaguez, según él, es una prueba efectiva y segura de la verdadera naturaleza de cada persona. Además, ofrece a los mayores la confianza para divertirse con la danza y la música, actividades que suelen evitar cuando están sobrios. El vino, en su opinión, puede proporcionar templanza al alma y salud al cuerpo. A pesar de todo, Platón establece ciertas restricciones, algunas inspiradas en los cartagineses: que se evite el consumo de vino durante las campañas militares, y que magistrados y jueces se abstengan mientras desempeñan sus funciones y deliberan sobre asuntos públicos. Además, recomienda que no se consuma durante el día, que está destinado a otras ocupaciones (parece una obviedad en nuestros días, pero se consumen alcohol y otras drogas), ni durante la noche, especialmente cuando se busca concebir hijos. Esto último tiene una razón profunda ya explicada en otras comunicaciones.

Es una cuestión antigua y fascinante preguntarse si el alma del sabio puede sucumbir a la fuerza del vino: "¿Puede éste vencer una sabiduría bien armada?" Yo digo que el alma no, pero la mente sí. Ya lo he explicado en otra comunicación. Nos dejamos llevar por la vanidad que surge de nuestra buena opinión sobre nosotros mismos. Incluso al alma más ordenada y perfecta del mundo le cuesta mantenerse en pie y evitar caer por su propia fragilidad. Entre mil personas, apenas hay una que sea recta y sensata durante un solo momento de su vida; y cabe preguntarse si, de acuerdo con su naturaleza, es siquiera posible que lo sea. La constancia, si alguna vez la alcanza, es su máxima perfección, siempre y cuando nada la perturbe, cosa que mil circunstancias pueden hacer.

Por mucho que Lucrecio, el gran poeta, filosofara y se esforzara, no pudo evitar que un brebaje amoroso lo llevara a la locura. ¿Acaso cree alguien que una apoplejía no afectaría a Sócrates del mismo modo que a un simple trabajador? Algunos llegan a olvidar quienes son, a pesar de lo importantes que fueron en su tiempo, por la fuerza de la enfermedad de Alzheimer, y una leve herida ha llevado a otros a perder la razón. No importa cuán sabio se sea, al fin y al cabo, sigue siendo humano: ¿y qué hay más frágil y limitado que un ser humano?

La sabiduría no puede alterar nuestra condición natural. A veces, el alma parece elevarse más allá de su propio ser, pero, en realidad, lo que hace es abandonar su estado habitual de contemplación y trascenderse. En esos momentos, toma las riendas con fuerza, llevándonos tan lejos que, al volver en nosotros, nos sorprendemos de lo que hemos logrado. En la guerra, por ejemplo, el ardor del combate lleva a los soldados valientes a superar obstáculos tan peligrosos que, al recobrar la calma, ellos mismos se asombran de su propio coraje. Del mismo modo, los poetas a menudo se maravillan de sus propias creaciones, incapaces de comprender cómo lograron tales hazañas. 

Platón decía que un hombre sereno llama en vano a la puerta de la poesía, mientras que Aristóteles afirmaba que no hay alma excelente que no tenga alguna pizca de locura. Y tiene razón al considerar locura cualquier exaltación, por muy noble que sea, que supere nuestro propio juicio y raciocinio. La sabiduría, al fin y al cabo, es la conducción ordenada del alma, que actúa con mesura y proporción, y que debe rendir cuentas de sí misma.

En este sentido, Platón argumenta que la facultad de la profecía está más allá de nuestro control; para usarla, debemos salir de nosotros mismos. Nuestra prudencia, para alcanzar ese estado, debe verse alterada por el sueño, una enfermedad o un rapto divino que nos arrebate de nuestra propia naturaleza, como pongo de manifiesto en el capítulo VII de mi libro “Peregrinos de la Eternidad”.

DE LA VIRTUD Y LA CRUELDAD

Para mí, la virtud es algo más elevado y noble que las inclinaciones naturales hacia la bondad. Hay almas que, por naturaleza, siguen un camino recto y bondadoso, actuando de manera semejante a las personas virtuosas, pero la virtud parece implicar un esfuerzo activo y una resistencia que trasciende simplemente dejarse llevar por un buen temperamento. Si alguien, por dulzura natural, puede ignorar las ofensas, su actitud será digna y admirable. Sin embargo, quien siente una profunda ira por una ofensa, pero logra dominarse con el uso de la razón, venciendo un deseo de venganza, actuará con verdadera virtud. El primero actúa bien, pero el segundo actúa virtuosamente. Esta diferencia radica en que la virtud, en su esencia, requiere superar desafíos y oposición.

Quizá por esto nunca atribuimos la virtud a Dios, a quien consideramos bueno, fuerte, generoso y justo. Todas sus acciones son naturales, sin esfuerzo alguno. Por el contrario, en los seres humanos, la virtud parece implicar un esfuerzo para superar nuestras inclinaciones.

Entre los filósofos, tanto estoicos como epicúreos, se pensaba que no bastaba con tener un alma bien orientada hacia la virtud. No era suficiente con que nuestras decisiones fueran inmutables frente a la adversidad; era necesario, además, buscar activamente situaciones que pusieran a prueba nuestra fortaleza, como el dolor, la pobreza o el desprecio, para mantener nuestra alma en constante ejercicio. Así, la virtud crece cuando es desafiada.

Epaminondas, por ejemplo, rechazó la riqueza que le ofrecía la fortuna, prefiriendo la pobreza como un medio para mantenerse firme y ejercitar su virtud. Sócrates, en su propia vida, se entrenó con la dificultad de soportar a una esposa difícil. También encontramos ejemplos como el de Metelo, un senador romano que prefirió enfrentarse a los castigos impuestos por un tribuno antes que actuar en contra de su conciencia. Decía que hacer el bien sin riesgos es algo fácil, pero hacerlo con peligro es el verdadero desafío de un hombre virtuoso.

La virtud, por lo tanto, no encuentra su camino en la facilidad, sino que busca dificultades tanto externas como internas para poder manifestarse. Sin embargo, al considerar el alma de Sócrates, una de las más perfectas que conozco, me pregunto si su virtud era realmente desafiante, pues no parecía haber en él ningún impulso vicioso que debiera ser controlado. Su razón era tan poderosa que los deseos nunca surgían en él. En este caso, su virtud se manifestaba sin obstáculos, avanzando de forma natural.

Si la virtud solo se revela en la lucha contra los deseos, ¿significa esto que necesita del vicio para destacarse? Y si la virtud perfecta es aquella que disfruta del dolor y lo acepta con serenidad, como los epicúreos sostenían, ¿qué pasa con quienes encuentran placer en enfrentar el sufrimiento, como Catón el Joven al suicidarse para no ceder ante un tirano?

Estos ejemplos muestran que la virtud puede convertirse en un hábito tan arraigado que se vuelve parte de la naturaleza misma de una persona. No se trata ya de luchar contra las pasiones, sino de un estado en el que los vicios no tienen cabida. Sin embargo, es más admirable una virtud que no necesita lucha porque ha arrancado de raíz los impulsos viciosos, que aquella que necesita esforzarse continuamente para mantenerse en el buen camino. 

Muchas veces, lo que llamamos virtudes —como la castidad, la templanza o la fortaleza ante el peligro— pueden surgir de una simple falta de interés o de un juicio limitado sobre las cosas. La ignorancia o la falta de imaginación pueden imitar las acciones virtuosas, y a veces elogiamos a personas por razones que, en realidad, deberían llevarnos a criticarlas.

Para concluir, cuando me juzgo a mí mismo, reconozco que las pocas virtudes que se me atribuyen son fruto más de la fortuna que de un esfuerzo consciente. Mi virtud es más bien una inocencia natural, que no se debe a la razón ni a la disciplina, sino al entorno en el que crecí y a la buena educación que recibí.

Aborrezco la crueldad con tanta naturalidad que no puedo soportar la idea de dañar a un ser vivo. Aunque no siempre ha sido así, por ignorancia. Me estremece ver cómo algunos disfrutan con la tortura y la muerte de seres indefensos, ya sean humanos o animales. Esta inclinación hacia la compasión, incluso hacia los animales, se encuentra también en las enseñanzas religiosas y filosóficas de diversas culturas, que abogan por el respeto y la empatía hacia todas las criaturas.

Aunque no comparta la creencia de que las almas de los seres humanos puedan reencarnarse en animales, porque la evolución no debería retroceder, entiendo que existe una relación de interdependencia entre todas las criaturas, y esto nos obliga a tratarlas con bondad y respeto. Todos somos hijos del mismo Creador.

DE LA VANIDAD

Existe un tipo de orgullo que surge de tener una opinión excesivamente buena de uno mismo. Es una sensación que se parece al amor, que nos hace ver cualidades y bellezas en lo que amamos que, en realidad, no existen. Del mismo modo, el orgullo y la vanidad nos hacen creer que somos mejores de lo que realmente somos.

Sin embargo, no digo que, por miedo a caer en este error, alguien deba subestimarse y pensar que es menos de lo que realmente es. El juicio debe mantenerse claro en todas las cosas. Si uno es verdaderamente grande en algo, no tiene por qué temer reconocerse así. Pero vivimos en un mundo lleno de formalidades que nos distraen de lo esencial. Nos aferramos a la apariencia y olvidamos el fondo de las cosas. No nos atrevemos a llamar las cosas por su nombre, pero no tememos usarlas en actos que la razón rechaza. La etiqueta nos impone qué palabras no usar, aunque no nos impida caer en acciones reprochables. Por esta vez, dejaré de lado tales restricciones.

Aquellos que han ocupado altos cargos pueden demostrar su valía a través de sus acciones públicas, pero quienes han vivido entre la multitud y que nadie mencionará si no se hacen conocer, tienen alguna excusa para hablar de sí mismos. Como decía un antiguo poeta, hay quienes confiaban sus pensamientos al papel como si lo hicieran a un amigo, dejando un testimonio honesto de su vida.

Desde mi niñez, recuerdo que algunos percibían en mí gestos que delataban un orgullo innecesario. Mi abuela siempre me reprendía en ese sentido, pero para mí era simple aburrimiento o falta de interés. Sin embargo, creo que es común tener actitudes tan arraigadas que uno no sea plenamente consciente de ellas. Hay ciertas inclinaciones del cuerpo que se manifiestan de forma inconsciente.

En cuanto a mis propias inclinaciones internas, admito que hay dos formas de orgullo: sobrevalorarse a uno mismo y subestimar a los demás. En cuanto a la primera, tengo un defecto que me molesta: tiendo a valorar menos lo que poseo y a admirar más lo que es ajeno. Este vicio es común en quienes subestiman lo que tienen por el simple hecho de que ya lo poseen, mientras que lo distante y desconocido les resulta más atractivo.

También suelo admirar la seguridad que los demás tienen en sí mismos, mientras que yo raramente me siento confiado en mis propias capacidades. Si algo me sale bien, tiendo a atribuirlo más a la suerte que a mi propio mérito. En este sentido, siempre he sentido que los estudios que se centran en analizar la naturaleza humana son los más importantes, ya que nos enfrentan a la complejidad y las contradicciones de nuestra propia condición.

Personalmente, creo que hay pocas personas que se estimen a sí mismas menos de lo que yo me estimo. Me considero una persona común y corriente, salvo por el hecho de ser consciente de mis limitaciones. Y si en esto hay orgullo, no va más allá de una simple apariencia, sin penetrar en mi juicio más profundo.

En cuanto a los logros intelectuales, nunca he producido nada que me llene de satisfacción, ni siquiera cuando los demás lo aprueban. Mi juicio es especialmente severo conmigo mismo, y noto que a menudo cedo por falta de confianza en mis habilidades.

Admiro a quienes pueden disfrutar de su trabajo y sentirse satisfechos con lo que producen, ya que es una manera sencilla de procurarse placer. Yo, por el contrario, rara vez me siento complacido con los míos; siempre que los reviso, sea lo que sea, encuentro algo que me desagrada. Me doy cuenta de que, cada vez que releo algo que he escrito, me avergüenza haberlo hecho, porque siempre encuentro algo que debería haber mejorado o corregido. Si es trabajo manual, siempre le encuentro forma de mejorarlo.

Me encuentro lejos de poseer el refinamiento y la gracia que muchos admiran. Mis palabras no tienen un estilo pulido ni elegante; son más bien ásperas y toscas. Nunca he sabido adornar mis escritos ni darles una forma que realce su contenido. Por eso, cuando elijo temas populares y ligeros, lo hago porque se alinean mejor con mi propio carácter, ya que no me atrae la erudición solemne que el mundo considera admirable. Me inclino por asuntos que me diviertan a mí, no para embellecer mi forma de escribir, sino porque prefiero un tono más serio y sobrio. Si cito a menudo a otros es porque tomo de ellos lo que me falta.

No tengo el don de entretener ni de halagar a los demás. Cualquier historia, por muy interesante que sea, se vuelve insulsa en mis manos. Sólo sé hablar de manera seria, sin la habilidad que veo en otros para mantener una conversación ligera y amena, adaptándose al ánimo y la capacidad de sus interlocutores. No sé cómo ocupar el oído de los poderosos con palabras suaves y complacientes; nunca he sido un buen contador de historias, y soy un mediocre orador de multitudes.

A menudo, empiezo mis reflexiones por el final, ya que nunca he sido capaz de seguir la estructura tradicional de un discurso. Aunque reconozco la importancia de abordar los temas con la profundidad adecuada, a veces me falta la paciencia para hacerlo. Mi estilo no es ni claro ni fluido; es más bien desordenado, pero me resulta natural. Aun así, reconozco que en ocasiones me dejo llevar demasiado y, al tratar de evitar el artificio, caigo en otro tipo de afectación. Como decía el poeta, "en el esfuerzo por ser breve, me vuelvo oscuro".

No puedo seguir un estilo uniforme ni meticuloso; si lo intentara, sería en vano. Me siento más cómodo con un lenguaje más directo. Sin embargo, el movimiento y la espontaneidad en la conversación me permiten expresarme mejor que al escribir. El tono de voz, el porte y hasta los gestos pueden añadir fuerza a lo que se dice, algo que no siempre se puede capturar en la palabra escrita.

En cuanto a mi lengua natal, el gallego, la forma en la que hablo está marcada por el lugar de donde provengo. El acento y las expresiones de mi tierra natal se notan en mi habla, aunque no sea particularmente hábil en el uso de esa lengua. Me expreso mejor en castellano, tanto al hablar como al escribir.

La belleza física tiene un gran impacto en nuestras relaciones humanas. Aunque algunos prefieren separar cuerpo y alma, creo que ambos deben trabajar en conjunto. El cuerpo y el alma deben estar en armonía, actuando como una sola entidad. Incluso los antiguos filósofos, como los peripatéticos, sostenían que la verdadera sabiduría debía preocuparse tanto por el bienestar del cuerpo como por el del alma.

En lo que respecta a mi propia apariencia, no soy especialmente alto ni imponente. Reconozco que la estatura y la presencia pueden influir en la autoridad que uno proyecta, especialmente en posiciones de liderazgo. La historia nos muestra cómo muchas culturas valoraban la altura y la belleza en sus líderes. Yo, sin embargo, no puedo presumir de ninguna de estas cualidades físicas.

En cuanto a mis habilidades, nunca he sido diestro en los juegos físicos, la música o los deportes. Estas limitaciones reflejan, en muchos sentidos, la naturaleza de mi espíritu: más inclinada al esfuerzo interno que al dominio de habilidades externas. Los que pertenecemos al cuarto rayo, y además somos Libra, nos gusta mucho mirar deslumbrados al cielo, aunque sin descuidar donde ponemos los pies.

A lo largo de mi vida, he preferido la libertad y la tranquilidad. Nunca he sido ambicioso ni he buscado cargos importantes. He tenido la suerte de no tener que esforzarme demasiado para mantenerme, aunque cuando resumo mi vida personal a algunos les parezca dura. No tengo grandes aspiraciones y me contento con lo que tengo, una habilidad que, aunque parece sencilla, es rara de encontrar incluso entre quienes poseen riquezas, que no es mi caso.

Mi infancia fue indulgente y libre, sin muchas restricciones, lo que ha contribuido a mi temperamento. Prefiero no saber en detalle mis pérdidas ni los problemas que me rodean, para poder conservar mi serenidad. No tengo la fortaleza para enfrentar los golpes del destino con entereza, por lo que me resigno a aceptar lo que venga, sin luchar demasiado contra la fortuna. He aprendido a adaptarme a las circunstancias en lugar de tratar de cambiarlas, y a soportar con resignación lo que no puedo evitar.

No tengo el talento para escapar de las dificultades ni la habilidad para planear estratégicamente para conseguir mis objetivos. En situaciones difíciles, prefiero rendirme a los hechos en lugar de angustiarme con la incertidumbre de lo que podría suceder. En resumen, siempre he buscado la forma de simplificar mi vida, evitando los caminos tortuosos y las preocupaciones innecesarias. Mi única ambición ha sido mantenerme en paz, tanto con los demás como conmigo mismo. Esto puede ser interpretado como un signo de cobardía y posiblemente lo sea.

En la vida, me comporto como un hombre en las acciones, pero como un niño en los preparativos. Me perturba más el miedo a caer que el golpe en sí. En muchas ocasiones, la preparación es más angustiosa que el propio suceso. A veces, la recompensa no justifica el esfuerzo. He comprobado que el avaro sufre más por su codicia que el pobre por su pobreza; el celoso más que el cornudo. A menudo, es preferible aceptar la pérdida de un bien antes que entrar en interminables disputas legales por él.

En cuanto a la ambición, que es una forma de orgullo, habría necesitado que la fortuna viniera a buscarme, pues cuando he tenido la determinación de buscarla yo mismo, ha salido mal. A menudo he estado dispuesto a correr riesgos por una esperanza incierta en los negocios, pero nunca a soportar los sacrificios necesarios para ascender en la escala social. Ahora prefiero mantenerme en lo que ya poseo, sin alejarme demasiado del puerto seguro. Considero que, si alguien tiene lo suficiente para vivir con dignidad, es insensato arriesgarlo por una ganancia incierta. Pero no siempre he pensado así y fue causa de gran quebranto económico.

Entiendo que aquellos que no tienen otra opción más que lanzarse a la aventura para mejorar su condición, están justificados. Pero yo, habiendo encontrado una manera de estar en paz conmigo mismo, no necesito esa lucha constante. Me he contentado con lo que tengo, sin desear más que la tranquilidad que ya poseo. Además, he reconocido mis propias limitaciones y he optado por no aspirar a cosas que están fuera de mi alcance.

Incluso las cualidades que podrían considerarse virtudes en otro tiempo, hoy parecen fuera de lugar. La lealtad se confunde con ingenuidad, la sinceridad con imprudencia, y la moderación con debilidad. Vivimos en una época en la que es más fácil destacar por la virtud, simplemente porque las expectativas son tan bajas que cualquier gesto honesto parece extraordinario. Hoy en día, si alguien simplemente devuelve lo que no es suyo, ya se le considera digno de elogio y sale en los telediarios.

Sin embargo, los tiempos han cambiado, y quienes hoy destacan por su justicia y bondad podrían tener un impacto mucho mayor que aquellos que optan por la violencia y el poder. La fuerza bruta tiene sus límites; la verdadera autoridad se gana con la confianza y el respeto del pueblo. El verdadero líder no necesita recurrir a la astucia o la violencia, sino que se distingue por su humanidad, su honestidad y su integridad. 

Detesto la hipocresía y el disimulo, vicios que se han vuelto comunes en nuestra época. Fingir y ocultarse tras una máscara es una muestra de cobardía. Prefiero mostrarme tal como soy, incluso si no siempre es lo que la gente quiere ver.

Para mí, la verdad es un valor fundamental, algo que se debe perseguir por sí mismo y no por conveniencia. Mentir me resulta antinatural, y si alguna vez he caído en una mentira, ha sido por circunstancias imprevistas que me tomaron por sorpresa. Cuando esto sucede, siento un profundo remordimiento, pues va en contra de mi naturaleza.

No siempre es necesario decir todo lo que se piensa; hacerlo sería estupidez. Pero cuando se habla, hay que hacerlo con sinceridad, de lo contrario, se incurre en maldad. No entiendo qué provecho buscan aquellos que constantemente fingen y disimulan, salvo terminar perdiendo credibilidad, incluso cuando dicen la verdad. Tal actitud puede engañar una vez o dos, pero quienes hacen de la falsedad una costumbre, y llegan incluso a alardear de su capacidad para ocultar sus verdaderas intenciones, terminan perdiendo toda confianza de los demás. Para un gobernante que solo sabe fingir, pero no sabe gobernar, esta manera de actuar solo advierte a los demás de que sus palabras no son más que humo.

La realidad es que cuanto más astuto y manipulador es alguien, más desconfianza y rechazo genera entre quienes lo rodean, sobre todo si carece de fama de honradez. Sería una gran simpleza que alguien se dejara engañar por la apariencia o las palabras de quien abiertamente declara ser distinto por dentro de lo que muestra por fuera.  Si alguien es desleal con la verdad, lo será también con la mentira. ¿Os recuerda esto a algún político actual? A todos, me diréis.

Hoy en día, muchos han definido el deber de los gobernantes exclusivamente en función de sus intereses personales, anteponiéndolos a la lealtad y la conciencia. Tal estrategia podría justificarse en un único caso: si un gobernante tuviera la certeza de que una sola traición le aseguraría todos sus intereses para siempre. Pero la realidad es que los gobernantes se encuentran una y otra vez en situaciones donde deben negociar y establecer acuerdos. Si traicionan una vez, pierden para siempre la confianza necesaria para futuros pactos. Salvo si se trata de nuestros políticos actuales.

Por mi parte, prefiero ser directo y quizás un poco indiscreto antes que caer en la adulación o el disimulo. Admito que a veces hay un toque de orgullo en mi insistencia en ser abierto y transparente. Mi espíritu no tiene la flexibilidad necesaria para escapar de una pregunta incómoda o para esquivar con rodeos. No tengo la memoria para sostener una mentira ni la confianza para defenderla. Así que me abandono a la sinceridad, dejando que la fortuna se encargue del resultado. Mi memoria es extremadamente deficiente, lo que me impide responder de manera adecuada a situaciones complejas o recordar los detalles necesarios para tomar decisiones importantes. Necesito dividir las cosas en partes más pequeñas para poder manejarlas, y aun así me veo obligado a memorizar palabra por palabra lo que quiero decir en ocasiones formales, lo cual no siempre funciona.

Mi memoria es tan inestable que incluso olvido rápidamente mis propias palabras. A menudo me encuentro en la situación de que me citen cosas que he dicho, sin que yo recuerde haberlas dicho. Esto se debe a que, una vez que he extraído la esencia de lo que leo y lo hago mío y lo digo, mi mente descarta los detalles y las citas exactas. Esta falta de memoria pone en un brete a mi oyente, pues cree que estoy intentando acusarle de mentiroso.

Al final, acepto mis limitaciones y me esfuerzo por vivir de acuerdo con ellas. Me mantengo fiel a la verdad, aunque no siempre sea la opción más conveniente. Prefiero la honestidad, aunque me cueste, y valoro la transparencia, porque sé que solo así se puede construir una vida basada en la confianza y el respeto mutuo. Es una pena que en la actualidad esto carezca de valor alguno.

No hay persona, por más simple y ruda que sea, que no tenga alguna habilidad particular en la que destaque; y tampoco hay ninguna tan adormecida que no pueda brillar en un aspecto específico. Sin embargo, el hecho de que un espíritu, aparentemente torpe en todo lo demás, sea vivo y perspicaz en una tarea concreta, es algo que dejo a los expertos explicar. Las personas realmente valiosas son aquellas que son universales, flexibles y dispuestas para cualquier cosa; aunque no estén ya formadas, al menos son capaces de serlo.

Tampoco oculto una debilidad mía que rara vez es apropiada exponer en público: mi irresolución, un defecto muy inconveniente para los asuntos del mundo. Me cuesta mucho tomar decisiones en situaciones inciertas. Puedo defender una opinión con destreza, pero no me resulta fácil elegir una. Cuando las circunstancias humanas se presentan con múltiples razones dignas para apoyar cualquier posición, me encuentro siempre atrapado en la duda.

La verdad es que, a pesar de estos defectos, no me siento menos satisfecho de mí mismo. Si bien reconozco mi ignorancia en muchos campos, al menos soy consciente de ella y no me engaño al respecto. Nunca me atrevería a ejercer de tertuliano, como hacen otros más ignorantes que yo, pero con mejor memoria. Al final, lo único en lo que me considero competente es en saber que no sé tanto como podría.

Y, además, ¿para quién escribo? Aquellos eruditos que dominan el mundo de los libros no reconocen otra forma de valor que la del conocimiento, ni otro método para cultivar el espíritu que el de la erudición y el estudio. Para ellos, desconocer a Aristóteles es, en esencia, desconocerse a uno mismo. Por otro lado, las personas más simples no perciben la sutileza de un discurso refinado. Ahora bien, estos dos tipos de personas abarcan casi toda la humanidad. La tercera clase, esa minoría de almas ordenadas y fuertes por sí mismas, es tan rara que ni siquiera tiene un nombre propio en nuestra sociedad. Es perder la mitad del tiempo aspirar a complacerles y esforzarse por lograrlo.

Se dice comúnmente que la naturaleza ha distribuido el juicio de forma justa, pues todos están satisfechos con el que poseen. ¿Y no es razonable que sea así? Si uno pudiera ver más allá de sus propias capacidades, entonces iría más allá de sus propios límites. Creo que mis opiniones son buenas y sensatas, pero, ¿quién no cree lo mismo de las suyas? Una de las mejores pruebas que tengo de que mis opiniones son sólidas es la poca estima en la que me tengo. Si no fueran firmes, mi amor propio, que se dirige casi exclusivamente hacia mí mismo, habría fácilmente sucumbido a la tentación de la autocomplacencia. Todo el afecto que otros distribuyen a amigos, conocidos, honores y grandezas, yo lo concentro en el sosiego de mi espíritu y en mí mismo.

Mis ideas me parecen muy audaces y firmes en la condena de mi propia incapacidad. En verdad, este tema, más que ningún otro, es el que me ocupa con mayor intensidad. Mientras el mundo se centra en lo que está delante, yo prefiero enfocar la mirada hacia dentro, y me esfuerzo en conocerme a mí mismo antes que a cualquier otra cosa. No tengo tratos constantes con nadie más que conmigo mismo; me observo, me examino, me analizo sin descanso. Mientras los demás siempre se proyectan hacia afuera, yo me repliego hacia adentro. Pocos intentan este descenso en su propia conciencia, mientras que yo no hago otra cosa. Aunque, cuando se me brinda la oportunidad de hablar, la disfruto con un entusiasmo comparable al de un niño aferrado a su chupete, saboreando cada palabra como si fuera un placer irrenunciable.

La capacidad de discernir lo verdadero, en la medida en que la poseo, y la inclinación libre de no sujetar fácilmente mis creencias, se las debo principalmente a mí mismo. Mis convicciones más fuertes son aquellas que nacieron conmigo. Son ideas innatas, crudas y simples, pero también vigorosas y auténticas, procedentes, sin duda, de mis vidas pasadas. Después, las he ido reforzando con el apoyo de otros pensadores y con los ejemplos de los antiguos que, para mi satisfacción, encontré en sintonía con mi propio juicio. Estos me han ayudado a consolidar mis creencias y a disfrutar de ellas con mayor claridad.

Muchos buscan la gloria de un ingenio rápido y vivaz; yo, en cambio, me conformo con la moderación. Prefiero la coherencia en mis acciones y en mi forma de pensar a cualquier destello fugaz de brillantez. Si hay algo digno de respeto, es la armonía y la coherencia en toda la vida, no solo en acciones aisladas. Y esto es algo que no se puede mantener si uno, por imitar a otros, abandona su propia naturaleza. Más vale cumplir el deber propio, aunque sea sin mérito, que el deber de cualquier otra persona, o grupo, a la perfección.

En cuanto al vicio de la presunción, del que ya he hablado, me declaro culpable en la primera parte: la de tener una alta estima de mis propias opiniones. En cuanto a la segunda parte, que consiste en no apreciar lo suficiente a los demás, no estoy seguro de poder disculparme tan fácilmente. Quizás el hecho de pasar tanto tiempo sumergido en la lectura de los antiguos, de aquellas grandes almas de otro tiempo, me hace menos tolerante con las personas de hoy, o tal vez es que realmente vivimos en una época mediocre.

Reconozco de buen grado las virtudes que observo en los demás y, si puedo, incluso las exagero un poco, sin llegar a inventarlas. Prefiero destacar lo positivo que encuentro en mis seres queridos y amigos, aunque no puedo atribuirles cualidades que no poseen ni justificar abiertamente sus defectos.

He conocido a muchas personas con diferentes cualidades valiosas: ingenio, coraje, destreza, integridad, elocuencia. Pero alguien que reúna todas estas virtudes a la vez, alguien que sea un hombre excepcional en todos los sentidos y comparable a las figuras que admiramos del pasado, no he tenido la fortuna de encontrar.

No sé por qué, pero parece que entre aquellos que se dedican a los libros y a los cargos intelectuales, encontramos más vacuidad y falta de juicio que en otras profesiones. Tal vez sea porque se espera más de ellos, o porque la falsa confianza que obtienen de su supuesto conocimiento los lleva a exhibir sus limitaciones de forma más evidente.

Nuestra educación se ha enfocado en hacernos eruditos en lugar de hacernos sabios y virtuosos. Nos han enseñado palabras como "virtud", pero no a amarla realmente. Nos han instruido en las definiciones y las divisiones de la prudencia como si fueran términos técnicos, sin buscar que forjemos una verdadera relación con ella. Una buena educación debería transformar el juicio y el carácter, y al escuchar una lección magistral no solo deberíamos adquirir conocimiento, sino que debería transformar radicalmente nuestra vida.

¿Quién, tras nuestra educación, ha experimentado un cambio tan profundo? En lugar de inculcarnos virtudes prácticas, nos han enseñado a buscar el prestigio literario, priorizando el estilo y la forma de los autores sobre el contenido esencial de la vida. Y así, hemos llegado a una época en la que podemos recitar pasajes de los clásicos, aunque cada día menos, pero no aplicar sus enseñanzas a nuestra propia existencia. Al menos a mí, como seminarista, me obligaron a leer la vida de fray Martín de Porres y otros santos.

NADA DE LO QUE EXPERIMENTAMOS ES PURO

La debilidad de nuestra condición hace que las cosas en su pureza natural no nos sirvan tal cual son. Todo lo que utilizamos está alterado, desde los elementos naturales hasta los metales. Incluso el oro, para adaptarlo a nuestras necesidades, debe mezclarse con otras sustancias. De igual modo, ni la virtud pura, que los estoicos consideraban el fin de la vida, ni el placer, han sido suficientes sin una cierta mezcla o combinación.

Entre los placeres y bienes que disfrutamos, no hay ninguno que no venga acompañado de algún malestar o inconveniente. Como dice el poeta:

"En medio de la fuente de los placeres surge algo amargo que, entre las mismas flores, nos angustia".

Incluso en nuestro mayor deleite hay un matiz de dolor y lamento. A veces, en el clímax del placer, parece que estamos más cerca del gemido que de la risa. Y aunque intentamos describir la sensación en su máxima expresión, usamos palabras que evocan un tono de debilidad: "languidez", "extenuación", "desmayo". Esto demuestra cuán estrechamente relacionados están el placer y el dolor.

El gozo más profundo suele tener un aire de seriedad más que de alegría. La satisfacción máxima y completa tiende a ser más serena que festiva. Incluso la felicidad extrema puede volverse opresiva si no se modera. Los antiguos ya lo sabían: "Los dioses nos venden todos los bienes que nos otorgan", es decir, nos los conceden a cambio de algún sufrimiento.

El placer y el dolor, aunque naturalmente opuestos, están vinculados por una misteriosa conexión. Sócrates decía que un dios intentó mezclar ambos, pero al no poder hacerlo, los unió por la cola. Incluso filósofos afirman que en la tristeza hay una mezcla de placer. De hecho, algunas personas parecen encontrar cierto placer en la melancolía. Hay algo en el llanto que, aunque doloroso, puede ser placentero: "Hay cierto deleite en el llanto".

Hasta la naturaleza nos muestra esta confusión: los mismos músculos faciales que usamos para llorar son los que usamos para reír, y la risa extrema a menudo se mezcla con lágrimas.

Cuando reflexiono sobre mí mismo, encuentro que incluso mis mejores intenciones tienen un matiz de imperfección. Dudo que Platón, en su mayor virtud —tan sincera y elevada como era—, si se hubiera escuchado a sí mismo con atención, no hubiera detectado algún leve rastro de humanidad y mezcla. En todos nosotros, en todas nuestras acciones, siempre hay una mezcla de diferentes influencias.

Ni siquiera las leyes de la justicia pueden mantenerse sin alguna dosis de injusticia. Platón decía que intentar eliminar todas las imperfecciones de las leyes era como cortar las cabezas de la Hidra. Como señaló Tácito, "todo gran ejemplo tiene algo de injusto, lo que perjudica a unos pocos se compensa con el bien público". Dicho de otra manera: la generalización perjudica las excepciones.

Es cierto que una mente excesivamente analítica puede ser un obstáculo para la vida práctica y las relaciones sociales. Un entendimiento demasiado agudo se convierte en un arma de doble filo que puede hacernos dudar y vacilar, impidiéndonos tomar decisiones claras y efectivas. A menudo, las personas con una inteligencia media son más eficaces en los asuntos prácticos, ya que no se pierden en la reflexión constante.

Los mejores administradores no son aquellos que mejor explican cómo hacerlo, sino los que simplemente actúan y logran resultados. Activista no es el que denuncia la suciedad, sino el que la limpia. Conozco personas que son excelentes en teoría y en discurso, pero que, a la hora de la práctica, fracasan estrepitosamente en la gestión de sus asuntos. Hemos conocido grandes oradores que han malgastado enormes recursos debido a su incapacidad para actuar, y otros que, aunque tienen todas las cualidades para liderar, en la práctica son decepcionantes.

En definitiva, la vida requiere una mezcla de habilidad práctica y un cierto grado de simplicidad y adaptación. No podemos esperar que la pureza absoluta en nuestras decisiones o acciones sea posible en un mundo donde todo está mezclado y alterado.

CONTRA LA DESIDIA

El emperador Vespasiano, aun estando enfermo y a las puertas de la muerte, seguía atendiendo los asuntos del imperio. Incluso desde su lecho, continuaba resolviendo cuestiones importantes, y cuando su médico le reprochó que tal actividad afectaba su salud, Vespasiano respondió: “Un emperador debe morir de pie”. Esta es, sin duda, una sentencia noble y digna de un gran líder. Años más tarde, el emperador Adriano repitió esta misma frase, mostrando con ello su dedicación hasta el último aliento.

Sería conveniente recordar esta máxima a nuestros gobernantes, para que comprendan que la responsabilidad que tienen sobre sus pueblos no es un cargo para holgazanear en placeres vacíos. Nada desmoraliza más a los ciudadanos que ver a sus líderes abandonados en actividades triviales, y viajes sin sentido, mientras ellos arriesgan su vida al servicio del reino. Si un gobernante no demuestra el mismo esfuerzo y dedicación que exige de sus administrados, ¿cómo puede esperar que estos le sigan lealmente?

Aunque la historia proporciona ejemplos de grandes victorias logradas por lugartenientes, también hay muchos casos donde la presencia del líder habría sido decisiva. Un verdadero líder no debería tolerar ser relegado a la retaguardia bajo la excusa de preservar su seguridad, como si fuera una reliquia que debe protegerse. ¿Qué clase de honor puede tener un gobernante que simplemente da órdenes desde lejos sin involucrarse en el día a día?

El emperador Juliano tenía una visión aún más estricta: sostenía que un filósofo o un hombre distinguido no debía desperdiciar ni un solo aliento, manteniéndose siempre ocupado en tareas nobles y elevadas. Creía que la disciplina, el trabajo continuo y la moderación debían eliminar las distracciones y las necesidades superfluas. Los antiguos romanos también aplicaban esta ética a sus jóvenes, enseñándoles a aprender siempre en movimiento, evitando la pereza y la ociosidad: “Nada enseñaban a sus hijos que tuvieran que aprender sentados”.

Alguien debería recordárselo a nuestros gobernantes, a sus comités tan ineficaces como inexistentes, después de la enorme catástrofe sufrida por la DANA. ¿Cómo pudimos confiar en ellos después de lo que sufrimos durante la COVID y la erupción del volcán de la isla de La Palma? ¿No habían quedado, sin excepción, todos retratados?

LA VIRTUD

Por experiencia, noto que hay una gran diferencia entre los impulsos momentáneos del alma y el hábito firme y constante. Observo que, en ciertos momentos, podemos ir más allá incluso de lo que se consideraría divino. Algunos sostienen que alcanzar la imperturbabilidad por nuestro propio esfuerzo es más meritorio que poseerla de forma innata, y que es posible llegar a dotar la naturaleza humana de una resolución y confianza semejantes a las de un dios. Sin embargo, estos estados son temporales.

En la vida de los héroes de antaño, encontramos a veces hazañas extraordinarias que parecen superar nuestras capacidades naturales, pero, en realidad, son solo destellos aislados. Es difícil creer que el alma pueda impregnarse de estos estados elevados hasta el punto de que se vuelvan una parte habitual y natural de su ser.

Incluso nosotros, que podríamos considerarnos versiones imperfectas de los antiguos hombres, en ocasiones elevamos nuestra alma, impulsados por razonamientos o por el ejemplo de otros, a alturas que normalmente no alcanzamos. Sin embargo, esto se asemeja más a un arrebato pasajero que nos saca de nuestro estado habitual. Porque, una vez que pasa la ráfaga de entusiasmo, volvemos, sin darnos cuenta, a nuestro estado normal, relajándonos, aunque sea un poco, de modo que, ante el menor contratiempo, como un perro perdido o un vaso roto, nos dejamos llevar por la inquietud, no muy distinto a cualquier otra persona.

Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que incluso un hombre débil y con muchas carencias es capaz de lograr grandes cosas, aunque sea por breves momentos.

LA IRA

“Como un toro que se prepara para su primer combate, lanza bramidos, rasga el aire con sus cuernos y, furioso, embiste un árbol para probar su fuerza, esparciendo arena en su agitación”.

Cuando me enojo, lo hago con gran intensidad, pero también trato de que sea lo más breve y discreto posible. Me dejo llevar por la rapidez y la violencia, pero no al punto de perder el control. No me permito soltar cualquier tipo de insulto ni palabras hirientes sin pensar.

 Las cosas pequeñas me toman por sorpresa, y una vez que me dejo llevar, no importa qué tan insignificante haya sido el motivo, siempre acabo sumergido en la ira. El impulso me arrastra como una caída que se acelera por sí sola. En cambio, cuando se trata de asuntos graves, me esfuerzo por mantenerme sereno, especialmente si todos esperan que explote. Me enorgullece frustrar esas expectativas. Me preparo mentalmente para enfrentar esas situaciones, sabiendo que podrían llevarme muy lejos si me dejo arrastrar. Si tengo tiempo para anticiparme, puedo controlar el impulso, por más intensa que sea la causa. Pero, si me toma desprevenido, incluso una tontería puede desatar mi ira.

Con quienes pueden debatir conmigo, he acordado lo siguiente: "Si ven que me altero primero, déjenme desahogarme, tenga o no razón; yo haré lo mismo cuando les toque a ustedes". Las discusiones se vuelven tormentosas solo cuando las iras se suman unas a otras; rara vez surgen de la nada. Si dejamos que cada quien se desahogue, siempre encontraremos la paz. Es un buen consejo, aunque no siempre fácil de poner en práctica.

A veces, incluso finjo estar enojado para mantener el control de una situación, aunque no sienta realmente esa emoción. A medida que los años agrian mis humores, trato de oponerme a ellos y, si puedo, me esforzaré en ser menos malhumorado en el futuro, aunque la edad y las circunstancias me den más excusas para serlo.

Aristóteles decía que la ira puede ser un arma útil para la virtud y el coraje. Puede sonar plausible. Sin embargo, quienes se oponen a esta idea responden, con cierta ironía, que es un arma bastante peculiar. Porque, a diferencia de otras armas que nosotros controlamos, esta nos controla a nosotros; no somos quienes guiamos su mano, sino que es ella la que dirige la nuestra. En lugar de ser dueños de la ira, nos volvemos sus esclavos.

LOS HOMBRES MÁS EXCELENTES

Si me pidieran elegir entre todos los hombres de los que he tenido noticia, creo que destacaría tres por encima de los demás. El primero sería Homero. No es que Pitágoras, Aristóteles o Varrón, por ejemplo, no fueran tan sabios como él, ni que Virgilio quizás no pudiera compararse en su propio arte. Dejo que lo juzguen aquellos que han estudiado a ambos. Yo, que solo conozco a uno, puedo decir que no creo que ni siquiera las Musas superaran al poeta romano:

“Canta con su lira un himno tan sublime como el que Apolo modula con sus dedos.”

No se tiene constancia de que Homero haya sido discípulo de nadie en particular, ya que su figura está envuelta en el misterio. De hecho, no hay pruebas concluyentes de que Homero haya sido una persona real. La tradición griega lo presenta como un poeta ciego que vivió en el siglo VIII a.C., pero los detalles sobre su vida son legendarios y carecen de bases históricas sólidas.

Homero es considerado, más bien, el recopilador y transmisor de una tradición oral que ya existía antes de él. Sus obras, La Ilíada y La Odisea, no surgieron de la nada, sino que, seguramente, se basaron en siglos de relatos y mitos transmitidos por rapsodas y aedos (poetas orales) que recitaban historias épicas. Por ello, podría decirse que Homero fue "discípulo" de una vasta tradición oral, que él perfeccionó y plasmó en una forma escrita que ha perdurado hasta hoy.

Sin embargo, al evaluar a Homero, hay que tener en cuenta que Virgilio le debe gran parte de su genialidad, ya que fue su guía y maestro. De hecho, un solo trazo de la Ilíada dio forma y materia a la magna y divina Eneida. Pero no es solo por esto que lo admiro. Hay muchas otras cualidades que me hacen considerar a Homero casi superior a la condición humana. Me sorprende que alguien que logró, con su autoridad, introducir en el mundo a tantas deidades, no haya alcanzado él mismo el estatus de un dios.

A pesar de ser ciego, indigente y de vivir en una época anterior a la redacción formal y detallada de las ciencias, Homero alcanzó un nivel de conocimiento que todos aquellos que después se dedicaron a fundar Estados, liderar guerras o filosofar, ya fueran de cualquier escuela o arte, consideraron sus obras como una fuente inagotable de sabiduría:

“Expone con mayor riqueza y claridad que Crisipo y Crántor lo que es noble, lo que es vergonzoso, lo que es útil y lo que no lo es.”

Y como otros poetas dijeron:

“Es la fuente perpetua de la que beben los labios de los poetas con las aguas de la inspiración.”

Homero realizó la obra más extraordinaria posible contra el orden natural, pues normalmente todo lo que nace es imperfecto y se va perfeccionando con el tiempo. Sin embargo, él, en los comienzos de la poesía y de muchas ciencias, logró hacerlas maduras, perfectas y completas. Por esto, podemos llamarlo el primero y el último de los poetas, ya que, según el hermoso testimonio de la Antigüedad, ni tuvo predecesores a los que imitar, ni hubo nadie después de él capaz de imitarlo.

Aristóteles decía que sus palabras eran las únicas que realmente poseían movimiento y vida; eran palabras sustanciales. Cuando Alejandro Magno, entre los tesoros de Darío, encontró un lujoso cofre, ordenó que se lo reservaran para guardar su ejemplar de Homero, pues lo consideraba su mejor y más fiel consejero en asuntos de guerra. De manera similar, Cleómenes, hijo de Anaxándridas, afirmaba que Homero era el poeta preferido de los espartanos, pues enseñaba mejor que nadie el arte militar.

Homero tiene el mérito único de ser, según Plutarco, el único autor del mundo que nunca ha cansado ni aburrido a sus lectores, pues siempre ofrece algo nuevo y fresco en cada lectura. Incluso Alcibíades, conocido por su descaro, abofeteó a un hombre que decía ser erudito porque no poseía un libro de Homero, como si un sacerdote no necesitase su breviario.

Jenófanes, en una ocasión, se quejaba al tirano Hierón de Siracusa de que era tan pobre que no tenía con qué alimentar a un par de sirvientes. Hierón le respondió: "¿Y qué? Homero, que era aún más pobre que tú, alimenta hoy a decenas de miles, aunque ya esté muerto". Y ¿qué no diría Panecio al llamar a Platón "el Homero de los filósofos"?

¿Qué gloria puede compararse a la de Homero? Nada vive tanto en la memoria de la humanidad como su nombre y sus obras; nada tan conocido como Troya, Helena y sus guerras, aunque quizás jamás hayan existido. Nuestros hijos aún llevan nombres que él forjó hace más de tres mil años. ¿Quién no conoce a Héctor y Aquiles? No solo familias individuales, sino naciones enteras buscan sus orígenes en sus relatos. Incluso Mahomet II, el emperador turco, al escribir al Papa Pío II, afirmaba: “Me sorprende que los italianos me desafíen, cuando ambos descendemos de los troyanos y tengo tanto derecho como ellos a vengar la sangre de Héctor contra los griegos, a los cuales ellos apoyan en mi contra”.

¿No es acaso una magnífica obra teatral, en la que reyes, Estados y emperadores interpretan sus papeles durante siglos, y para la cual todo este vasto universo sirve de escenario? Siete ciudades griegas disputaron por ser reconocidas como el lugar de su nacimiento, hasta el punto de que su misma oscuridad se convirtió en un honor para él: Smyrna, Rhodos, Colophon, Salamis, Chios, Argos y Athenas.

El segundo hombre al que considero verdaderamente sobresaliente es Alejandro Magno. Si se reflexiona sobre la edad a la que inició sus campañas, los limitados recursos con los que llevó a cabo un plan tan ambicioso, la autoridad que, siendo tan joven, ganó entre los más grandes y experimentados generales de su tiempo que lo seguían, y el favor extraordinario que la fortuna le otorgó en tantas hazañas peligrosas, e incluso a veces temerarias, uno no puede evitar asombrarse.

"Derribando todo obstáculo que se interpusiera en su camino hacia la grandeza, y gozando de abrirse paso con la destrucción."

La magnitud de sus logros es asombrosa: a los treinta y tres años, había cruzado victorioso casi todo el mundo conocido. En la mitad de su vida había alcanzado los límites de lo que puede lograr la naturaleza humana, tanto que resulta imposible imaginar cuánto más habría conseguido de haber vivido más tiempo sin sobrepasar lo humanamente posible.

Alejandro no solo dejó atrás un vasto imperio, sino que de su ejército nacieron ramas de reinos que, tras su muerte, fueron heredadas por cuatro de sus generales, cuyos descendientes mantuvieron por mucho tiempo el dominio que él había creado. Además, mostró múltiples virtudes excepcionales: justicia, templanza, generosidad, lealtad a su palabra, amor por sus compañeros y humanidad con los vencidos.

Aunque en general su carácter no parece merecer grandes reproches, algunas de sus acciones aisladas sí resultan difíciles de justificar. Entre ellas, la destrucción de Tebas, la ejecución de Menandro, la muerte del médico de Hefestión, la masacre de prisioneros persas, y el exterminio de los coseyenos, incluso de los niños, son actos que pueden considerarse crueles. Sin embargo, hombres que lideran movimientos tan colosales no siempre pueden actuar bajo las reglas estrictas de la justicia. A estos grandes personajes se les debe juzgar por el propósito general de sus acciones más que por episodios puntuales. Me viene a la memoria Arjuna, uno de los héroes del poema épico hindú Mahabhárata.

En cuanto a Clito, la muerte de su amigo fue un error que Alejandro lamentó profundamente, y su remordimiento refleja más que nada la bondad innata de su carácter. Se decía acertadamente de él que tenía sus virtudes por naturaleza y sus vicios por fortuna. Aunque se le reprocha que fuera algo vanidoso y susceptible ante las críticas, así como algunos episodios extravagantes durante su campaña en la India, todo esto se puede excusar considerando su juventud y el deslumbrante éxito de su fortuna.

Si consideramos sus virtudes militares —diligencia, previsión, resistencia, disciplina, astucia, magnanimidad, resolución y buena suerte— y, aunque no lo hubiera dicho Aníbal, vemos que fue el mejor de los generales que ha existido. A esto se suman sus cualidades personales que rozaban lo milagroso: su porte, su apariencia imponente, su juventud resplandeciente y su semblante radiante.

"Como la estrella de la mañana, bañada por las olas del océano, el astro que Venus ama por encima de todos los demás, levanta su rostro sagrado hacia el cielo y disipa las sombras."

Su capacidad intelectual y el extraordinario nivel de su educación no tienen igual. La duración y grandeza de su gloria, que fue siempre pura y sin mancha, e incluso reverenciada después de su muerte, resultaron en que sus medallas fueran consideradas amuletos de buena suerte. Más príncipes y reyes han escrito sobre sus hazañas que historiadores sobre las gestas de cualquier otro líder, y hasta hoy, los musulmanes, que desdeñan las demás historias, reconocen y honran solo la suya.

Al final, creo que he tenido razón en preferir a Alejandro sobre cualquier otro, incluso sobre Julio César, quien es el único que podría hacerme dudar en mi elección. No se puede negar que César alcanzó sus éxitos principalmente por su propio esfuerzo, mientras que Alejandro contó con el favor de la fortuna en muchos de sus logros. Sin embargo, ambos compartieron muchas cualidades y quizás César tuvo algunas aún más destacadas.

Ambos fueron como dos incendios o torrentes que arrasaron el mundo en diferentes direcciones:

"Como llamas encendidas en distintos puntos de un bosque seco, o como ríos espumosos que descienden velozmente desde las montañas hacia los valles, arrasando todo a su paso."

Aunque la ambición de César fue en principio más moderada, su legado se ve empañado por la destrucción de su propia patria y el declive general del mundo que trajo consigo. Por tanto, al sopesar todos los aspectos, no puedo sino inclinarme en favor de Alejandro.

El tercero, y en mi opinión el más excelente de todos, es Epaminondas. Si bien en términos de gloria no posee la misma fama que otros, esto no forma parte esencial de su grandeza. En cuanto a resolución y valentía, pero no aquella impulsada por la ambición, sino la que se fundamenta en la sabiduría y la razón, pocas almas han estado tan bien ordenadas como la suya.

Epaminondas demostró una virtud que, a mi juicio, no fue menor que la de Alejandro o César. Si bien sus hazañas militares no fueron tan numerosas ni tan llamativas, al examinarlas en detalle, tanto en sus logros como en las circunstancias que las rodearon, resultan igualmente impresionantes y audaces, y son un testimonio de su habilidad y valentía en el campo de batalla. Los griegos, sin vacilación, lo reconocieron como el más grande entre ellos. Pero ser el primero de Grecia significaba, en muchos sentidos, ser el primero del mundo.

En cuanto a conocimiento y capacidad, la opinión de los antiguos era que nadie supo tanto y habló tan poco como él. Epaminondas fue miembro de la escuela pitagórica y, aunque hablaba poco, cuando lo hacía, nadie lo hacía mejor. Era un orador excelente y extremadamente persuasivo.

En cuanto a su comportamiento y conciencia, superó con creces a todos los que alguna vez manejaron asuntos públicos. En este aspecto, que es el más importante y el que verdaderamente revela quiénes somos —al cual yo le doy tanto valor como a todas las demás cualidades juntas—, no cede ni siquiera ante filósofos como Sócrates.

Epaminondas destacó por su inocencia y pureza de carácter, una cualidad constante, firme e incorruptible. Si la comparamos con la de Alejandro, la integridad de este último parece secundaria, insegura y sujeta a las circunstancias. La Antigüedad consideraba que, al analizar minuciosamente a los grandes capitanes, en cada uno de ellos se encontraba una cualidad especial que los hacía notables. Pero solo en Epaminondas se podía encontrar una virtud y una capacidad plenas, uniformes en todos los aspectos de la vida: ya fuera en las responsabilidades públicas, en las privadas, en la paz, en la guerra, en vivir y en morir de manera noble y gloriosa.

No conozco a ningún hombre cuya vida admire más y con tanto respeto. Si acaso, su empeño por mantener la pobreza me parece un tanto excesivo, tal como lo describen sus amigos cercanos. Aunque esta actitud es admirable y digna de respeto, no puedo evitar sentir que resulta un poco extrema.

El único que podría hacerle sombra sería Escipión Emiliano, si le atribuimos un final igualmente majestuoso y un conocimiento profundo y vasto de las ciencias. Lamento profundamente que el tiempo haya borrado de nuestra vista, en el momento justo, las vidas más nobles que Plutarco jamás relató: la de estos dos hombres, uno el más grande entre los griegos y el otro entre los romanos. ¡Qué material tan rico para un gran biógrafo! No para un pobre ignorante, como yo. Y que pena que ningún estadista mundial de nuestro tiempo se esfuerce por imitarlos.

Si hablamos no ya de un santo, sino de un caballero en el sentido más completo y mundano, con un carácter equilibrado y con todas las cualidades deseables para una vida plena y activa, entonces, en mi opinión, la vida que merece más ser vivida entre los vivos sería la de Alcibíades. Sin embargo, cuando pienso en Epaminondas como ejemplo de bondad suprema, me gustaría añadir algunas de sus opiniones.

Él mismo declaró que el mayor placer de su vida fue haber alegrado a su padre y a su madre con la victoria en Leuctra. Esto habla mucho de su carácter: preferir el gozo de sus padres al suyo propio, incluso tras un logro tan glorioso.

Epaminondas sostenía que no era correcto matar a un hombre sin una causa justa, ni siquiera para liberar a su patria, razón por la cual se mostró indiferente ante la tentativa de su amigo Pelópidas para liberar Tebas. Además, consideraba que en la batalla debía evitarse, en la medida de lo posible, enfrentarse con amigos que estuvieran en el bando contrario.

Su humanidad hacia los enemigos llegó a tal punto que fue sospechoso ante los beocios. Después de forzar a los lacedemonios a abrirle un paso crucial en Corinto, se conformó con marchar sin perseguirlos a ultranza. Esta decisión le costó ser destituido de su cargo como capitán general. Sin embargo, su destitución fue tan vergonzosa para los beocios que se vieron obligados a restituirle en el cargo casi de inmediato, reconociendo que su gloria y la salvación de su patria dependían de él. La prosperidad de su nación comenzó con él y terminó con su muerte.

En suma, Epaminondas encarna la perfecta conjunción de valentía, integridad y sabiduría. Es el ejemplo más brillante de cómo una vida dedicada al servicio, a la virtud y al respeto por los demás puede dejar un legado imborrable.

EL ARREPENTIMIENTO

Los demás moldean al hombre; yo, en cambio, lo describo tal cual es, y en este caso me presento a mí mismo, un hombre imperfecto, mal formado. Si tuviera que rehacerme, ciertamente sería muy distinto de lo que soy ahora. Pero ya estoy hecho y terminado. Sin embargo, los trazos con los que me pinto no son del todo fijos; cambian y varían. El mundo no es más que un continuo vaivén: todo se mueve sin descanso, ya sea la tierra, las montañas del Cáucaso o las pirámides de Egipto. Todo se mueve tanto por el movimiento general del universo como por su propio dinamismo, desde el sistema solar al átomo. Incluso la constancia no es más que un tipo de movimiento, aunque más lento.

No puedo fijar mi objeto de observación, ya que todo, incluido yo mismo, está en constante cambio y movimiento. Mi espíritu es voluble, como si estuviera embriagado por naturaleza. Lo que intento capturar aquí es un momento, tal como es en el preciso instante en el que escribo. No pinto el ser, sino el tránsito; no el cambio de una etapa de la vida a otra, de siete en siete años, como marca la sabiduría hindú, sino el cambio que ocurre día a día, minuto a minuto. Mi historia está en constante adaptación al presente. Puede que en poco tiempo cambie no solo de fortuna, sino también de opiniones e intenciones.

Lo que aquí relato es un registro de experiencias variadas, de pensamientos fluctuantes y, en algunos casos, contradictorios. Esto sucede ya sea porque yo mismo soy distinto con el paso del tiempo, o porque observo las cosas desde otras perspectivas y bajo diferentes circunstancias. Es posible que me contradiga, pero no por ello contradigo la verdad. Como decía Demades, la verdad no se contradice a sí misma. Si mi espíritu lograra asentarse, no escribiría ensayos, sino que me mantendría firme en mis ideas. Pero mi mente está en constante aprendizaje y autoevaluación.

Aquí expongo una vida humilde y sin brillo. No importa, porque toda la filosofía moral puede aplicarse tanto a una vida sencilla y común como a una vida adornada con lujos. Cada hombre lleva en sí mismo el reflejo completo de la condición humana.

Los autores suelen presentarse al público a través de algún rasgo específico y externo, como ser filósofos, poetas o juristas. Yo, en cambio, me presento tal cual soy, sin adornos ni etiquetas. Si el mundo me reprocha que hablo demasiado de mí mismo, yo le reprocho que ni siquiera se toma el tiempo de reflexionar sobre sí mismo.

Pero, ¿es razonable que, con una vida tan privada, busque ser conocido públicamente? ¿Es sensato exponer ante un mundo que da tanto crédito a las apariencias y al artificio, hechos tan crudos y naturales, además de provenientes de una naturaleza tan frágil como la mía? ¿No es como construir un muro sin ladrillos, o algo similar, el intentar escribir libros sin erudición? Las obras musicales siguen las reglas de un arte; mis escritos, en cambio, siguen el curso del azar.

Al menos puedo decir que hay algo en mí que sigue una regla: nadie ha abordado un tema que conozca mejor que yo conozco el mío, y en este sentido, soy el más erudito en lo que respecta a mi propia vida. Además, nadie ha profundizado más en su materia ni ha analizado con mayor detalle sus elementos y consecuencias, ni ha alcanzado con mayor precisión el objetivo que se ha propuesto.

Para cumplir esta tarea, solo necesito ser sincero, y aquí lo soy, con la mayor pureza y autenticidad posibles. Digo la verdad, no toda la que podría decir, sino hasta donde me atrevo, y me atrevo un poco más conforme envejezco, pues la costumbre parece dar a la vejez más libertad para hablar sin filtros y más indiscreción para hablar de uno mismo.

Aquí no sucede lo que a menudo observo: que el autor y su obra parecen estar en contradicción. ¿Cómo puede ser que un hombre de trato tan educado haya escrito algo tan pobre?, o ¿cómo es posible que escritos tan profundos provengan de alguien que, en su trato diario, parece tan banal?

Si alguien tiene una conversación vulgar y unos escritos extraordinarios, significa que su habilidad radica en lo que toma prestado, no en él mismo. Un hombre erudito no es siempre sabio; pero el que tiene capacidad, lo demuestra incluso en la ignorancia. Aquí, mis notas y yo avanzamos juntos, en perfecta sintonía. En otros casos, se puede alabar o criticar una obra sin que eso implique un juicio directo sobre el autor; pero aquí no es así: quien toca una parte, toca la otra. Quien juzga mi obra sin conocerme a mí, se perjudica más a sí mismo que a mí; quien me ha conocido, ya me ha comprendido por completo. Me sentiré satisfecho, más allá de mis méritos, si al menos consigo que las personas inteligentes noten que, de haber tenido más conocimientos, habría sabido aprovecharlos, y que merecía haber contado con una memoria más ágil.

Permítaseme reiterar lo que digo a menudo: que rara vez me arrepiento, y que mi conciencia está en paz consigo misma. Como diría un conocido personaje de nuestra política nacional: en todo, salvo alguna cosa. No como la conciencia de un ángel o de un ser perfecto, sino como la conciencia de un ser humano. Siempre añado, con humildad sincera y no como un simple formalismo, que hablo desde la duda y la ignorancia, y que, en cuanto a mis decisiones, me atengo por completo a las creencias comunes y aceptadas. No pretendo enseñar, solo relato mi experiencia.

No hay vicio que no cause daño, ni que una mente honesta no repruebe. Su fealdad y su carga son tan evidentes que quizá tengan razón aquellos que afirman que los vicios nacen principalmente de la estupidez y la ignorancia. Es difícil imaginar que se pueda conocer un vicio sin rechazarlo. El mal se consume a sí mismo, como si bebiera su propio veneno, envenenando su propia esencia. El vicio deja, como una herida abierta en la carne, un arrepentimiento que atormenta al alma, que se hiere y desangra a sí misma. La razón puede sanar otros dolores y pesares, pero también puede dar origen al arrepentimiento, que es aún más profundo porque brota del interior, como las fiebres que arden más intensamente cuando su calor proviene de dentro.

Considero vicios, en mayor o menor medida, no solo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también aquellos que la opinión pública, aunque erróneamente, ha sancionado si las leyes y costumbres los avalan, como el consumismo extremo, la glorificación de la hiperproductividad, la adicción a la tecnología y a las redes sociales, la explotación del cuerpo como mercancía, etc. 

Si bien el consumo, en su justa medida, es un engranaje necesario para sostener la economía de las naciones, no puedo sino lamentar que el exceso haya devenido en virtud, y la acumulación en señal de triunfo. Que los recursos de la tierra sean limitados no parece inquietar a quienes, en nombre del crecimiento perpetuo, agotan aquello que deberían preservar. Más desconcertante aún resulta el embrujo que ejercen las nuevas tecnologías y redes sociales, las cuales, en su prometida conexión universal, han apartado al hombre de sus semejantes, arrastrándolo a una soledad disfrazada de compañía. Y qué decir del cuerpo humano, antaño venerado como templo y herramienta de expresión; hoy, reducido en tantos lugares a mercancía, objeto de intercambio y espectáculo, como si su dignidad pudiera medirse en dinero y no en el alma que lo habita. 

No hay bondad que no traiga alegría a una naturaleza noble. Sentimos una satisfacción particular al hacer el bien, un orgullo legítimo que acompaña a la buena conciencia. Un alma que se adentra audazmente en el vicio puede lograr una cierta seguridad, pero nunca podrá experimentar esa profunda satisfacción. No es poca cosa el placer de poder decirse a uno mismo: «Incluso si alguien pudiera ver hasta lo más profundo de mi alma, no encontraría en mí culpa alguna, ni por causar daño, a sabiendas, o ruina a otros, ni por venganzas o envidias, ni por violar las leyes, ni por fomentar tumultos. Y, pese a todas las licencias que los tiempos permiten y promueven, no he tocado los bienes ni el dinero de nadie, y he vivido solo de lo mío, sin aprovecharme del trabajo de otros sin la debida compensación».

Estos son los testimonios que complacen a la conciencia, y esta alegría interna nos otorga un gran consuelo, siendo la única recompensa que nunca nos falta.

Fundar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación de los demás es apoyarse en un terreno demasiado incierto y confuso. La valoración del pueblo, especialmente en un tiempo tan corrupto e ignorante como el presente, es algo que daña más de lo que beneficia. ¿A quién podemos confiarle el juicio sobre lo que es verdaderamente loable? ¡Dios me libre de ser considerado una buena persona según las definiciones que escucho cada día, con las que la gente se autocomplace! Lo que antes se consideraba vicio, ahora es visto como virtud.

Algunos de mis amigos, motivados por la franqueza, han intentado, en más de una ocasión, llamarme la atención y corregirme, a veces por iniciativa propia y otras porque yo se lo pedí, ya que considero que es un deber que supera incluso a los compromisos de la amistad más cercana. Siempre he recibido sus consejos con gratitud y cortesía. Pero, para ser sincero, muchas veces he encontrado que sus reproches y elogios eran tan desatinados que, si hubiera hecho el mal en lugar del bien según su criterio, habría estado en mejores términos.

Para quienes vivimos una vida privada, lejos del escrutinio constante de los demás, es fundamental tener un modelo interno que guíe nuestras acciones, que nos permita, a veces, halagarnos y, en otras ocasiones, castigarnos. Yo tengo mis propias leyes y mi propio tribunal, y me remito a ellos antes que a la opinión de los demás. Mis acciones pueden alinearse con lo que los otros esperan hasta cierto punto, pero sólo yo determino hasta dónde extenderlas según mis propios principios. Solo tú sabes si eres cobarde o cruel, leal o fiel; los demás solo pueden conjeturarlo, pues solo ven lo que quieres mostrar. Por lo tanto, no te aferres a sus juicios; confía en el tuyo propio. La filosofía que subyace en todo ello es: No desees para los otros aquello que no querrías soportar en tu propia carne. Esta máxima, sencilla en su enunciado, es con frecuencia ignorada por quienes, con ligero juicio, imponen penas y carencias sin detenerse a medirlas con la vara de su propio padecimiento. Pues, ¿qué hombre en su sano juicio anhelaría para sí el sufrimiento, el desprecio o la injusticia? Y si, por naturaleza, buscamos para nosotros la paz y el bienestar, ¿por qué habríamos de negarles esos mismos dones a nuestros semejantes?  

Hay quienes afirman que el arrepentimiento sigue siempre al pecado, pero esto no se aplica a los pecados que están tan arraigados en nuestra naturaleza que se convierten en parte de nosotros. Podemos renegar de los vicios que nos toman por sorpresa, esos a los que nos arrastran las pasiones; pero aquellos que se han convertido en un hábito arraigado, difícilmente admiten oposición. El verdadero arrepentimiento es más que retractarse de un deseo anterior; es un conflicto con nuestras propias fantasías, esas que nos arrastran en todas direcciones.

El vicio, en sus primeros pasos, se presenta como un intruso desagradable al que nuestra conciencia repele con natural aversión. Mas, si se le permite asomar su rostro con demasiada frecuencia, pronto hallamos en él algo que justificamos, como si nuestra razón se adormeciera ante su constancia. Así, de la tolerancia nace la costumbre, y la costumbre, ese pérfido maestro, nos lleva a abrazarlo finalmente como si de un amigo íntimo se tratase. Pues no hay mayor peligro para el alma que aquello que, siendo inicuo, se reviste de familiaridad, hasta que lo aceptamos no por virtud, sino por hábito.

Vivir de forma ordenada, incluso en la intimidad, es una gran virtud. Cualquiera puede actuar de forma correcta cuando está en el escenario público, pero la verdadera prueba es mantener ese mismo orden y rectitud cuando estamos a solas, sin que nadie nos observe. Esto es lo que realmente importa: no cómo nos comportamos bajo la mirada atenta de los demás, sino cómo actuamos cuando no tenemos que rendir cuentas a nadie.

La verdadera virtud no consiste en impresionar a la gente ni en buscar reconocimiento externo, sino en una conciencia limpia y en paz consigo misma. No debemos confiar demasiado en la alabanza de los demás, ni preocuparnos por sus críticas. Al final, la verdadera satisfacción proviene de saber que, en lo íntimo de nuestra conciencia, hemos actuado de acuerdo con nuestros principios más elevados, sin importar el juicio de los demás.

LA DISTRACCIÓN

Nos equivocamos cuando nos oponemos frontalmente a una pasión, ya que esta resistencia solo consigue intensificarla y agravarla. Al enfrentarnos directamente a ella, provocamos que se encone más. En las conversaciones cotidianas, lo que uno diría sin prestarle demasiada importancia, si se lo rebaten, se convierte en algo que se defiende con más fervor del que originalmente tenía. Además, entrar en estas discusiones de forma brusca y directa suele agravar el problema.

Por el contrario, al igual que un médico debe acercarse a su paciente de forma amable y optimista, nunca logrará nada si se presenta con una actitud seria y sombría. El primer contacto debe ser siempre reconfortante. En lugar de contradecir inmediatamente, es mejor simpatizar con la queja del otro, mostrar cierta aprobación y darle la razón en lo que se pueda. Con esta actitud, se gana la confianza necesaria para, poco a poco, llevar a la persona hacia razonamientos más sólidos y curativos.

En mi caso, al tratar de calmar a alguien, mi primer objetivo era burlar a los que me estaban observando, y decidí ocultar el problema en lugar de confrontarlo directamente. Además, por experiencia sé que no soy bueno para convencer a otros; cuando presento mis razones, suelen ser demasiado secas, ásperas o, por el contrario, demasiado relajadas. Tras intentarlo sin éxito durante un tiempo, abandoné el método de la persuasión directa, no porque no tuviera buenos argumentos, sino porque pensé que sería más efectivo abordar la situación de otra manera.

En lugar de emplear las distintas técnicas de consuelo que ofrece la filosofía, como las de Cleantes, que niegan que aquello que causa sufrimiento sea realmente un mal; o las de los peripatéticos, que lo consideran un mal menor; o la de Crisipo, que señala que lamentarse no es ni justo ni digno; o incluso la de Epicuro, que sugiere desviar la atención hacia pensamientos más agradables, opté por otro camino. No utilicé este arsenal de argumentos filosóficos, al estilo de Cicerón, sino que suavicé la conversación, llevándola poco a poco hacia temas más ligeros y distantes del problema que afligía a mi interlocutora. Al distraerla con temas que captaban su interés, conseguí alejarla de su dolor y mantenerla en un estado de serenidad mientras estuvimos juntos. Utilicé, en esencia, la estrategia de la distracción. Aquellos que intentaron consolarla después, usando otros métodos, no lograron la misma mejoría, ya que no habían tocado el problema desde la raíz. Esto mismo, he notado, es el remedio más común para las enfermedades del alma. A veces, lo mejor que se puede hacer es desviar la mente hacia otras preocupaciones, intereses o actividades, e incluso un cambio de lugar puede ser la cura para aquellos que no logran recuperarse.

En general, rara vez se enfrenta a los males directamente; en lugar de resistir o bloquear el golpe, es más efectivo esquivarlo y redirigir la atención. Esta técnica de distracción es más fácil que la alternativa, que sería enfrentarse de lleno con el problema, analizarlo y superarlo con la fortaleza de un filósofo. Solo una mente como la de Sócrates sería capaz de mirar a la muerte con tranquilidad y tomarla a la ligera. Para él, morir no era más que un evento natural, algo que aceptaba sin buscar consuelo en otra parte.

En cambio, la mayoría de nosotros buscamos evitar el pensamiento directo sobre la muerte. Los discípulos de Hegesias, por ejemplo, tan inspirados por sus lecciones sobre la futilidad de la vida, llegaron a dejarse morir de hambre en masa, hasta que el rey Ptolomeo le prohibió seguir con sus enseñanzas porque resultaban peligrosamente persuasivas. Del mismo modo, muchos condenados que enfrentan su ejecución, y soldados antes de la batalla, se sumergen en fervorosas oraciones y ocupan sus sentidos en el fervor religioso para desviar su mente del horror inminente, como si fuera un truco para distraer a un niño antes de recibir una inyección.

He visto un caso en el que, si estas personas miraban de frente los preparativos para su muerte, se estremecían y volvían a concentrarse furiosamente en sus rezos. En una situación similar, a aquellos que caminan sobre un puente suspendido sobre un abismo se les aconseja que cierren los ojos o miren hacia otro lado.

A veces, cuando el sufrimiento emocional se vuelve insoportable, cambiar el enfoque puede ser la única salida. En el pasado, cuando atravesé una profunda tristeza, recurrí a un amor artificialmente cultivado para desviar mi mente. La pasión fingida me ayudó a sobrellevar un dolor que de otro modo habría sido insoportable. En general, he encontrado que es más efectivo reemplazar una preocupación obsesiva con otra más manejable, en lugar de tratar de enfrentarla directamente.

El tiempo, ese gran sanador que la naturaleza nos ha dado, nos cura precisamente al proporcionar nuevos temas de interés que diluyen la intensidad del dolor original. Aunque la tristeza no desaparezca por completo, su impacto se debilita al ser sustituido por otros pensamientos que compiten por nuestra atención.

Incluso los pequeños incidentes tienen el poder de distraer nuestra mente de preocupaciones más profundas. Un ejemplo de ello es cómo Alcibíades, para desviar la atención del pueblo de sus acciones políticas, cortó la cola y las orejas de su perro y lo soltó en el mercado para que todos hablaran de ello. El escándalo trivial desvió las miradas de lo que realmente le importaba. 

Al final, somos tan vulnerables a nuestras propias pasiones y debilidades que cualquier cosa, por insignificante que sea, puede alterarnos profundamente. Hasta un simple tono de voz o una palabra dicha de forma emotiva pueden desatar en nosotros sentimientos intensos. Incluso en las tragedias, a menudo no lloramos tanto por la esencia del dolor como por los detalles superficiales que lo acompañan.

La vida es, en última instancia, un conjunto de distracciones. Desde la furia de una batalla hasta el consuelo de un amor fabricado, nuestra mente siempre busca evadir lo que más nos duele. Quizás, al final, esta sea nuestra forma más humana de sobrevivir.

EL ARTE Y LA UTILIDAD DE LA DISCUSIÓN

Es común en nuestra justicia castigar a algunos para dar un mensaje a los demás. Como decía Platón, no tiene sentido condenar a alguien solo porque cometió una falta, ya que el pasado no se puede cambiar. Se castiga para evitar que reincida o para que su ejemplo sirva de advertencia. De la misma manera, mis propios errores, que son casi naturales e irreparables, pueden servir como lección para otros.

Publicar mis defectos, en lugar de mis virtudes, puede hacer que otros los eviten. Si expongo mis imperfecciones, tal vez alguien aprenda a temerlas y evitarlas. Hablar de mis defectos puede ser más valioso que elogiarlos, y es por eso que insisto en ellos.

Pero hablar de uno mismo siempre trae consecuencias. Cuando te condenas, los demás suelen creerte; cuando te elogias, no tanto. Quizá algunos compartan mi temperamento: aprendo más de los errores que de los ejemplos a seguir. Como decía Catón el Viejo, los sabios pueden aprender más de los locos que los locos de los sabios. Es el caso de un antiguo maestro de música que nos obligaba a los estudiantes a escuchar a un mal intérprete para que aprendieramos a evitar los errores.

El rechazo a los errores y la falta de armonía a veces nos empuja hacia el camino correcto. Ver un estilo de lenguaje pobre me impulsa a mejorar el mío más que cualquier buen ejemplo. Las malas posturas o los errores de otros a diario me alertan y aconsejan. En estos tiempos, quizá lo mejor para corregirnos sea inspirarnos en lo opuesto: ver lo que no queremos ser. Así, mientras veo personas molestas, trato de ser más agradable; mientras veo rigidez, busco ser flexible. Y, sin embargo, mis esfuerzos a veces parecen imposibles.

En mi opinión, el ejercicio más beneficioso y natural para la mente es la discusión. Para mí, es una actividad más placentera que cualquier otra, porque la discusión alimenta tanto el pensamiento como la experiencia. A diferencia del estudio solitario de los libros, que puede resultar tedioso, la discusión es dinámica y enriquecedora. Cuando discuto con alguien con quien puedo desafiar mis ideas, la pasión y la satisfacción me elevan.

Una conversación en la que todos están de acuerdo es realmente aburrida. Así como nuestra mente se fortalece al estar en contacto con mentes brillantes, se debilita y se desgasta al estar continuamente expuesta a la mediocridad y a pensamientos pobres. Pocas cosas son tan contagiosas como la mediocridad. Disfruto debatiendo y razonando, pero prefiero hacerlo en privado o con unos pocos. Discutir solo para impresionar o exhibir habilidades me parece poco honesto.

La necedad es un defecto, pero no poder tolerarla y desgastarse con ella es otra forma de debilidad. Y este defecto, al que he intentado resistir sin éxito, es lo que hoy quiero confesar.

Me es fácil y natural debatir y expresar mis ideas con libertad, pues mis opiniones rara vez arraigan con firmeza. No hay creencia o idea, por más absurda que sea, que me ofenda o me sorprenda; acepto incluso las más extravagantes como reflejo de la mente humana. Nosotros, quienes evitamos juicios cerrados, recibimos con apertura las opiniones distintas; y aunque no les demos plena aceptación, las escuchamos con disposición.

Estas creencias frágiles, como preferir el jueves al viernes o evitar ser el decimotercero en una mesa, nos rodean y, aunque no siempre tengan sustento, merecen al menos ser consideradas. Al final, quien rechaza toda superstición, puede caer en el error opuesto de la obstinación.

Así, las opiniones contradictorias no me ofenden ni me irritan; me estimulan y me retan. Enfrentarme a una crítica debería motivar el análisis, no el ataque. Con frecuencia, respondemos a cualquier objeción como si fuera un ataque, listos para pelear en lugar de entender. Acepto que los amigos me corrijan con franqueza y sin rodeos: “Te equivocas, estás soñando”. Me gusta la camaradería firme y franca, donde las palabras fluyen sin la suavidad forzada de la cortesía. La verdadera amistad, como el amor apasionado, se alimenta de la intensidad y la fricción de las personalidades.

Cuando me llevan la contraria, no me enfado; al contrario, agradezco la oportunidad de aprender. La búsqueda de la verdad debería ser un objetivo compartido. Celebro la verdad, sin importar de dónde provenga, y la abrazo sin reservas. Prefiero la compañía de quienes me desafían a la de quienes me adulan, pues de la adulación poco se aprende. La satisfacción superficial que sentimos al rodearnos de quienes nos halagan y nunca nos cuestionan es insípida y, en última instancia, perjudicial.

Aprecio cualquier debate siempre que se realice de forma ordenada y sin confusión. Las ideas se exponen con claridad y respeto en un debate estructurado; en cambio, el desorden solo genera frustración y caos. En debates en los que la lógica se pierde entre gritos y digresiones, suelo abandonar la cuestión, sintiéndome exasperado. La forma en que debatimos debería tener tanta importancia como el contenido de nuestras ideas, y rara vez encuentro un placer mayor que enfrentarme a alguien con orden y precisión.

La necedad y la obstinación, sin embargo, tienden a entorpecer cualquier intento de diálogo sensato. Y aunque parezca obvio que la discusión debería orientarse hacia la búsqueda de la verdad, en muchos casos termina en un enfrentamiento donde la razón se desvanece. Esto sucede especialmente cuando nos preocupamos más por tener la razón que por entender. De ahí que las opiniones se conviertan en enemigas unas de otras y se pierda el respeto mutuo. Observen, al respecto, el comportamiento de nuestros gobernantes y díganme si no les parece, como a mí, un insulto a la razón. Creo que nuestro papel en el debate es descubrir juntos, no vencer al oponente. Buscar la verdad es nuestra misión.

A menudo, las personas se confunden al asignar sabiduría o habilidad a quienes ocupan altas posiciones. Vemos en ellos una grandeza que atribuimos más al poder que a sus méritos. Así como juzgamos los discursos según la autoridad de quien habla, deberíamos recordar que no siempre las palabras de los poderosos merecen más respeto que las de cualquier otro. A veces, el peso de su autoridad silencia el verdadero juicio. En otras, simplemente carecen de juicio. Y al final, quien más confía en la fortuna es quien menos razona; los resultados exitosos suelen deberse menos a la habilidad que al azar.

La verdadera victoria en un debate no es imponer nuestras ideas, sino lograr que ambas partes se acerquen a la verdad. En mi caso, prefiero a quienes me corrigen y cuestionan a aquellos que solo buscan halagarme. Nos rodeamos con frecuencia de personas que nos ceden la razón sin reflexión alguna, pero estas interacciones carecen de profundidad y solo refuerzan una autoestima vacía.

A menudo, quienes se presentan como eruditos esconden un conocimiento superficial y vacilante. Caso de la mayoría de nuestros tertulianos. En lugar de realmente comprender una idea, simplemente la han tomado prestada sin saber adaptarla o cuestionarla. Lo importante no es repetir lo que se ha aprendido, sino digerirlo y transformarlo en una herramienta para el pensamiento crítico. Cada vez que un interlocutor expone una idea sin firmeza, trato de explorar su comprensión en lugar de apoyarlo sin reservas.

Podemos conocer algo verdadero, pero decirlo de manera ordenada, prudente y con habilidad es un don que pocos poseen. Casi todos tenemos ideas, pero es importante encontrar las palabras para vestirlas. En la discusión, lo que más me molesta no es la ignorancia en sí, sino la incapacidad de razonamiento. Muchas veces, las discusiones estériles son el resultado de la falta de preparación y de la incapacidad para aceptar una visión contraria. Prefiero lidiar con la ignorancia, que puedo tolerar, a la obstinación, que convierte una conversación en una batalla inútil.

Finalmente, las apariencias, la arrogancia y el afán de autoafirmación son enemigos del debate auténtico. Cuando las personas se ven obligadas a defender ideas solo por orgullo, se alejan del diálogo genuino. En lugar de buscar el progreso mutuo, el debate se convierte en un juego de egos. En mi opinión, una discusión enriquecedora es aquella que deja de lado el afán de victoria y se dedica sinceramente a la exploración de ideas. La verdadera sabiduría no radica en dominar al otro, sino en aprender juntos.

¿Debemos excluir de la discusión seria las conversaciones animadas y ligeras que surgen entre amigos, llenas de bromas y comentarios agudos? A pesar de que no siempre tienen el rigor de un debate formal, a menudo revelan tanta agudeza como los intercambios más serios. Mi carácter alegre se presta bien a este tipo de interacción, donde la libertad de expresión y la tolerancia ante la crítica son fundamentales. Acepto con facilidad cualquier revés, incluso una respuesta algo mordaz, sin ofenderme; si no tengo una réplica lista, prefiero dejarlo pasar y esperar una oportunidad mejor para exponer mis argumentos. En cambio, he visto a muchos reaccionar con ira cuando pierden terreno, revelando su debilidad.

Este tipo de humor amistoso nos permite a veces señalar imperfecciones que en circunstancias serias no podríamos abordar sin ofender. En lugar de evadir las debilidades, estas charlas nos ayudan a vernos reflejados de forma constructiva.

Por otro lado, para juzgar el valor de una obra o una persona, me pregunto cuánto está realmente satisfecha consigo misma. Evito las excusas y busco en su obra algo que la represente plenamente, que pueda ser evaluado sin ambigüedades. Muchas veces he observado que los errores en la autoevaluación son comunes; no sólo porque estamos apegados a nuestro propio trabajo, sino porque, a menudo, carecemos de la distancia necesaria para juzgarlo objetivamente.

He comprobado que existen libros y escritos que, aunque útiles para sus lectores, no necesariamente hablan bien de sus autores. A veces la obra sobresale más allá de la intención o la habilidad de quien la escribió, y esto, para mí, revela mucho sobre la diferencia entre el mérito propio y el reconocimiento externo.

Cuando leí a Tácito, por ejemplo, encontré un autor con una notable habilidad para entrelazar observaciones sobre los defectos y las virtudes humanas con el relato histórico. Su estilo es un modelo de juicio más que de narrativa; en él hay más lecciones morales y éticas que simples hechos. Su obra no es para leer superficialmente, sino para estudiarla con detenimiento, ya que se centra en observaciones incisivas sobre la naturaleza humana.

Esta forma de historia, llena de análisis y reflexiones sobre los actos de los hombres, resulta más útil para nosotros que la simple narración de batallas y acontecimientos. Al analizar a los personajes históricos, Tácito aporta una mirada aguda que resalta tanto los logros como los fracasos humanos, a menudo ofreciendo reflexiones que, aunque duras, tienen un trasfondo ético y político aplicable a todos los tiempos.

Tácito, como muchos buenos historiadores, sabe que la tarea no es siempre juzgar con severidad, sino transmitir los hechos con integridad. Como bien dice otro autor: “Transcribo más de lo que creo; no puedo negar lo que he recibido.” Y así, el historiador debe presentar los sucesos no como un juez, sino como un relator fiel.

Por mi parte, trato de aplicar el mismo principio al escribir. A menudo expreso ideas de las cuales no estoy completamente seguro, pero considero importante ponerlas a prueba, sin esperar siempre una certeza absoluta. Me expongo tal como soy, con mis dudas y limitaciones, porque el propósito es abrir un espacio de reflexión sincera, sin pretensiones de perfección.

Las discusiones y las opiniones, en definitiva, nos desafían no sólo a defender nuestros puntos de vista, sino a entender que nuestras ideas pueden evolucionar y enriquecerse en contacto con otras. Las buenas discusiones revelan tanto nuestras fortalezas como nuestras debilidades, y en el proceso, ayudan a afinar nuestro juicio, siempre que nos mantengamos abiertos al intercambio auténtico y al respeto mutuo.

LA VANIDAD

Escribir sobre la vanidad podría considerarse, en sí mismo, un acto de vanidad, y a la vez una reflexión necesaria. La vanidad se manifiesta incluso en la escritura sobre nuestros propios defectos. Quienes tenemos inclinación a reflexionar sobre nuestra existencia no encontramos, en ocasiones, otro registro que el de nuestras ideas y pensamientos, sobre los cuales abundamos sin medida, como quien lleva un registro de lo cotidiano en una sucesión interminable. La facilidad con la que podemos ahora publicar nuestras observaciones ha hecho que la vanidad florezca en los tiempos modernos; parece que, cuanto más agitado el mundo, más prolifera la escritura.

He observado cómo, en momentos de desorden y agitación, la producción de escritos aumenta, quizás porque es una forma de evasión o de enfrentamiento a las circunstancias. A menudo, encontramos que cuando las personas poderosas contribuyen al caos con su ambición o su incompetencia, nosotros, que carecemos de tal influencia, sólo podemos aportar nuestra vanidad, ociosidad y palabras. Pareciera que, frente a las grandes catástrofes, dedicarse a lo superfluo se convierte en una forma casi digna de ocupar el tiempo. En esas estamos los ciudadanos de a pie en estos tiempos de miseria moral: empeñados en pedir “otra de gambas” mientras nos roban la cartera.

Existe en los humanos una tendencia a desear siempre algo nuevo, a disfrutar más de lo ajeno que de lo propio. Quizás es este deseo de cambio el que, en mí, despierta el impulso de viajar. No se trata solo de ver otros lugares, sino de experimentar un escape temporal del rol que uno ocupa a diario.

Para mí, la prosperidad es una enseñanza en moderación y gratitud. Me siento más inclinado a expresar agradecimiento en tiempos de bienestar que a implorar ayuda en los momentos de dificultad. La buena fortuna, lejos de volverme indulgente, me impulsa a una mayor modestia y moderación, lo cual puede parecer extraño cuando en general se espera que los reveses de la vida fortalezcan el carácter. A mí, en cambio, me conmueve más la gratitud que la necesidad. Cuando me siento afortunado, es cuando más comprometido me siento con la humildad.

Este carácter insatisfecho y ávido de novedades alimenta no solo mi deseo de viajar, sino también una constante inquietud que me mantiene en movimiento. Y si bien hay quienes encuentran satisfacción en lo propio, yo me siento inclinado a explorar lo ajeno, no tanto por desprecio hacia lo que poseo, sino por un impulso irrefrenable hacia el descubrimiento y el aprendizaje.

Esta escritura parece una reflexión constante sobre la pequeñez y la aceptación de la propia naturaleza humana. No tengo ambiciones elevadas de reconocimiento ni el deseo de acumular riquezas o logros; mi intención es simplemente vivir con dignidad y satisfacción en lo que poseo, manteniendo la moderación. Es preferible anticipar la posible pobreza con una vida de moderación y así prepararse para cualquier revés que pudiera presentarse, siendo consciente de las necesidades reales y no de los lujos.

Viajar me causa preocupación debido a los gastos, que muchas veces resultan más onerosos de lo que podría afrontar sin sacrificar otras satisfacciones, como el gusto por la tranquilidad del retiro. No quiero que el placer del viaje interfiera con el goce del retiro, sino que ambos se complementen y nutran entre sí. La fortuna me ha favorecido en cierto sentido, ya que tengo suficiente para una vida modesta.

He aprendido que, para mí, no es la vida pública la que me llama, sino una vida serena y sin agitación, que no pese ni a mí ni a quienes me rodean. En cuanto a los grandes compromisos y responsabilidades, ya me siento satisfecho con dejar que el mundo siga su curso sin intervenir en él. Mi sueño es encontrar a alguien digno de confianza que me asista en los años de vejez, que cuide de mi bienestar y se encargue de las responsabilidades, permitiéndome disfrutar de la vida con sencillez y desapego. Sin embargo, este mundo es tan incierto que ni siquiera podemos estar seguros de la lealtad de nuestros propios hijos.

El vivir a través de la mirada de los demás y la dependencia de la opinión ajena parecen limitar nuestra autenticidad y nos despojan de nuestros propios beneficios. Nos volcamos más en la imagen que proyectamos que en nuestro verdadero ser, dejando de lado lo que realmente nos hace bien o nos satisface. Incluso los logros espirituales y la sabiduría pierden valor cuando solo los disfrutamos nosotros, como si su valía dependiera de la aprobación ajena.

Esta constante necesidad de exhibir, de mostrar hasta nuestras riquezas —a veces de forma exagerada y ostentosa—, es el resultado de un deseo de reconocimiento externo que convierte lo esencial en superfluo. El mundo mide el valor de nuestras posesiones y acciones por su apariencia, confundiendo la cantidad con el mérito real. A veces, el propio esfuerzo de mantener o gastar con orden se convierte en un acto calculado y artificial, rozando la avaricia incluso cuando se pretende generoso. Así, el ahorro o el gasto no son en sí ni buenos ni malos, sino que adquieren valor según la intención con la que los aplicamos.

En resumen, observo que la sociedad humana se mantiene y cohesiona a toda costa. Sin importar la situación, las personas se agrupan y organizan instintivamente, como si al caer al azar en un mismo saco encontraran naturalmente una manera de acomodarse entre ellas, muchas veces mejor de lo que lograría cualquier intento deliberado de ordenarlas.

La necesidad de organización lleva a los seres humanos a crear lazos que luego se institucionalizan como leyes. Así, han existido sociedades con leyes tan salvajes que desafían cualquier lógica y, sin embargo, han perdurado con la misma estabilidad que habrían logrado los ideales propuestos por Platón o Aristóteles.

Por eso, todos esos esquemas ideales de gobierno, diseñados de manera artificial, suelen ser ridículos y poco prácticos en la vida real. Las interminables discusiones sobre el mejor sistema social y sobre las reglas perfectas para organizarnos no son más que ejercicios intelectuales. En las artes ocurre lo mismo: hay conceptos que viven únicamente en el debate y no tienen ningún propósito práctico. Los modelos ideales podrían tener sentido en un mundo nuevo, pero el nuestro ya viene formado por costumbres arraigadas. No lo hemos creado desde cero. Pretender rehacerlo o reformarlo sin romperlo todo en el proceso es casi imposible. Cuando le preguntaron a Solón si había dado las mejores leyes a Atenas, respondió: "Sí, las mejores que habrían aceptado”.

Así como un buen cirujano no se contenta con cortar tejido enfermo, sino que también busca regenerar el sano, una reforma no puede limitarse a erradicar lo malo sin pensar en el bienestar posterior. Un mal puede ser reemplazado por otro peor, como lo aprendieron quienes asesinaron a César solo para sumir al Estado en un caos aún mayor.

Es habitual que cuando alguien verdaderamente aspira a mejorar el sistema, el peso de la reflexión le hace dudar en intervenir. Aunque soportamos tiempos difíciles y no hay corrupción que no hayamos probado, esto no implica que estemos en el fin de nuestra historia. Quizás la resiliencia de la sociedad civil sea más poderosa de lo que imaginamos, como afirma Platón, y nuestra capacidad de supervivencia va más allá de la comprensión humana.

Por mi parte, creo que necesitamos líderes que gobiernen, planifiquen y legislen con una visión a largo plazo, pensando no solo en el presente, en su presente, sino en el bienestar de las próximas cuarenta generaciones.

LA APARIENCIA

Casi todas nuestras opiniones las aceptamos por autoridad y fe. Y no es necesariamente un error. En un tiempo tan débil como el nuestro, elegir por nuestra cuenta podría ser aún peor. Apreciamos los discursos de Sócrates transmitidos por sus amigos, no por nuestro propio juicio, sino por la autoridad que les otorga la opinión pública. Si hoy surgiera algo similar, pocos lo valorarían.

Hoy en día, sólo reconocemos las virtudes que son llamativas y ostentosas. Sin embargo, aquellas que se esconden bajo la naturalidad y la simplicidad nos pasan desapercibidas. Su belleza es delicada y sutil, y para apreciarla se necesita una mirada limpia y refinada. Para nosotros, la naturalidad se asocia más bien a la simpleza, e incluso a un defecto. Sócrates hablaba de forma sencilla y cotidiana, utilizando ejemplos de cocheros, carpinteros y zapateros, y partía de situaciones cotidianas y accesibles para todos. Con una expresión tan simple, no seríamos capaces de reconocer la profundidad de sus ideas, pues sólo apreciamos la riqueza cuando se muestra con ostentación.

Nuestro mundo está acostumbrado a la pompa y a las apariencias. Sócrates, en cambio, se centraba en lo esencial, en lo que verdaderamente sirve para la vida: observar la mesura, seguir la naturaleza y encontrar el equilibrio. Nunca intentó elevarse por encima de los demás, sino que buscó retornar a un estado natural y auténtico. A diferencia de Catón, cuya vida parecía siempre más elevada y tensa, Sócrates abordaba los problemas con un andar tranquilo y sencillo, manteniéndose sereno ante la muerte y las dificultades. Es una suerte que la persona más digna de ser conocida sea también aquella de la que tenemos un testimonio más fiable. Fue retratado por los hombres más sabios de su tiempo, lo que nos ha dejado un conocimiento claro y detallado de su vida.

Sócrates demostró que todos somos más ricos en capacidades de lo que creemos, pero nos educan para depender de lo ajeno y para pedir prestado en lugar de aprovechar nuestros propios recursos. Nunca nos detenemos en lo que realmente necesitamos, siempre buscamos más: más placeres, más riquezas, más poder. Lo mismo ocurre con la sed de conocimiento; nos excedemos en nuestra curiosidad, abarcando más de lo que realmente podemos manejar. Al menos, yo.

El saber, como muchos otros bienes, puede resultar vano y costoso. No siempre es un alimento para el alma; a veces, en lugar de nutrirnos, nos carga o incluso nos envenena con falsas seguridades.

Admiro a quienes, por devoción, hacen votos de ignorancia, al igual que los de pobreza o castidad. Renunciar al ansia de conocimientos puede ser un acto tan meritorio como frenar los deseos desmedidos. No necesitamos tanto saber para vivir una buena vida. Sócrates nos enseñó que lo que necesitamos ya reside en nosotros, y que sólo necesitamos aprender a encontrarlo. Retirar los velos que lo ocultan. Todo conocimiento que va más allá de lo necesario suele ser superfluo. Una mente sana no requiere de erudición excesiva, sino de moderación.

Recurre a tu interior y encontrarás argumentos naturales contra el miedo a la muerte, tan sólidos como los que hallan pueblos enteros que afrontan la muerte con entereza, sin haber leído a Cicerón o a otros filósofos. Los libros me han servido más para ejercitarme que para instruirme realmente. Y muchas veces, la ciencia, en su afán por armarnos contra las adversidades, termina haciéndonos más conscientes del peligro que nos enfrenta en lugar de brindarnos auténtica protección.

La intensidad y violencia de los deseos, más que ayudar, obstaculizan los objetivos que nos proponemos. Nos vuelven impacientes ante los contratiempos y desconfiados de quienes nos rodean. Nunca controlamos bien aquello que nos domina: "El ímpetu todo lo gobierna mal."

Quien actúa guiado sólo por la razón y la habilidad, avanza con mayor alegría: finge, cede y ajusta sus acciones según lo que exigen las circunstancias; si falla, lo hace sin angustiarse y sigue adelante con renovada energía, siempre con el control en sus manos. En cambio, quien se deja llevar por un deseo violento y obsesivo muestra imprudencia e injusticia, siendo arrastrado por el ímpetu de su ambición. Estos impulsos precipitados, si no cuentan con el favor de la suerte, suelen ser poco productivos.

Incluso los autores más sabios y minuciosos, al tratar un buen argumento, suelen rodearlo de muchos detalles superficiales que, si los examinamos con detenimiento, carecen de verdadera sustancia. Son argucias verbales que nos confunden. Pero, en la medida en que sean útiles, no quiero examinarlas demasiado a fondo. En mis propios escritos hay suficientes ejemplos de esto, ya sea por imitación o por préstamos de otros.

Hay que ser cuidadosos para no confundir la elegancia con la fuerza, ni lo que sólo es ingenioso con lo que realmente es profundo. No todo lo que agrada, alimenta. No siempre se trata del ingenio, sino de la esencia misma del alma.

Es curioso observar cómo, incluso en los textos más venerados, al describir la lucha contra las tentaciones del cuerpo, los autores exageran tanto las dificultades que enfrentan, que nos hacen pensar que sus tentaciones son casi invencibles. Y así, personas comunes, que desconocen a Aristóteles o Catón, muestran diariamente una fortaleza más pura y genuina que la que los filósofos predican.

¿Para qué nos armamos con tanto conocimiento teórico? Miremos a las personas comunes, que afrontan la pobreza y la muerte sin el apoyo de la filosofía. El albañil puede haber enterrado a un ser querido esa misma mañana y, sin embargo, se ha subido al andamio, como cada día, y sigue trabajando sin detenerse. Llaman a las enfermedades por nombres simples y las soportan con igual sencillez.

Nuestro prolongado sufrimiento, como país, ha corrompido hasta las mejores naturalezas. Lo que antes era excepcional ahora es la norma. Si seguimos por este camino, no quedará nadie digno de confiarle la salud de nuestro Estado, incluso si la fortuna nos diera la oportunidad de recuperarla.

¿Existe alguna enfermedad en un Estado que justifique el uso de un remedio tan letal como la acción violenta? Favonio decía que ni siquiera la usurpación de un gobierno tiránico lo justificaría. Platón tampoco aprueba que se altere la paz de una nación para "curarla", ni acepta cambios que desestabilicen y pongan en peligro la vida de los ciudadanos, sobre todo si esos cambios implican sangre y ruina. Para Platón, la obligación de una persona de bien, ante un país en crisis, es dejar las cosas como están y limitarse a pedir la intervención divina, sin tomar medidas drásticas. No le agradó que su amigo Dión actuara de manera distinta en este sentido.

Personalmente, comparto esta visión, incluso antes de conocer a Platón. Si él, que era un ejemplo de conciencia y mereció acercarse tanto a la luz de la verdad divina en medio de las sombras de su tiempo, fue rechazado por algunos, ¿cómo nosotros, mucho menos iluminados, podemos desestimar su consejo? Me pregunto si alguno de los que se lanzan a la acción realmente cree que va hacia la "reforma" a través del caos más extremo, o que está contribuyendo a la salvación causando destrucción, derrocando gobiernos y sembrando odio entre hermanos.

La ambición, la codicia y la venganza ya son lo suficientemente poderosas por sí mismas; no necesitamos avivarlas con el pretexto de la justicia. El peor de los estados es aquel en el que la maldad se vuelve legítima y se disfraza de virtud bajo la aprobación de los magistrados. No hay peor forma de injusticia que cuando lo injusto se presenta como justo. Pobres chinos, venezolanos, cubanos, nicaragüenses, rusos, iraníes… Siguiendo el consejo de Platón, debemos rezar por ellos todos los días confiando en la justicia divina, dado que los líderes y gobernantes de los países libres solo atienden a sus propios intereses o a sus simpatías políticas.

LA EXPERIENCIA

El deseo de conocimiento es tan natural como profundo. Usamos todos los medios a nuestro alcance para alcanzarlo, y cuando la razón se queda corta, recurrimos a la experiencia, que, aunque menos precisa y más rudimentaria, puede mostrarnos el camino. La verdad es tan valiosa que ningún medio es despreciable si nos acerca a ella. La razón y la experiencia tienen tantas formas como variedad tienen las cosas del mundo, y como cada situación es distinta, también lo son sus lecciones.

Un ejemplo común es la comparación de los huevos, que parece tan obvia, pero incluso entre ellos hay distinciones. La diferencia se infiltra en todas las cosas, y la semejanza nunca es tan exacta como la diferencia lo es para distinguir. La naturaleza parece comprometida a no crear nada sin variaciones.

Por eso, no comparto la idea de quien cree que se puede contener el juicio de los magistrados mediante un exceso de leyes, diciéndoles cómo proceder en cada caso. No piensan que la interpretación de la ley es tan amplia como la ley misma, y quienes intentan limitar los debates a la mera palabra escrita encuentran pronto que esta ofrece tanto margen como si fuera una creación original. Así, en España tenemos más leyes que en cualquier otra nación, pero con ello solo hemos dado a los jueces más libertad de interpretación. Y a los ciudadanos más oportunidades para convertirse en delincuentes, tanto si quieren como si no.

Multiplicando las leyes y los casos, jamás lograremos abarcar la infinita variedad de la vida humana. Aunque añadamos miles de normas más, siempre habrá algún caso futuro que escape a ellas. Las leyes ideales serían pocas, simples y generales, ya que la naturaleza ofrece a menudo una sabiduría mayor que nuestras propias creaciones. Ya he hablado de esto en otra comunicación y lo he cuantificado.

Algunas sociedades sin leyes complejas se apoyan en jueces improvisados para resolver sus disputas. ¿Por qué no podríamos resolver los conflictos con la misma simplicidad? El rey Fernando, cuando envió colonias a las Américas, prohibió llevar juristas, evitando que las disputas jurídicas invadieran el nuevo mundo.

¿Por qué nuestro lenguaje claro y simple se vuelve oscuro e ininteligible en los contratos, testamentos y sentencias judiciales? La precisión en las palabras ha alcanzado un extremo en el que ya nada es claro. Como cuando se intenta dividir en partes un metal líquido: cuanto más se presiona, más se dispersa. Así, la minuciosidad en las leyes y los comentarios nos ha enseñado más a aumentar las dudas que a resolverlas; nos hemos enredado en tantas sutilezas que las cuestiones crecen en complejidad y proliferan los conflictos. La doctrina, de hecho, ha creado las dificultades.

Esta tendencia a multiplicar interpretaciones parece alejar la verdad. Aristóteles escribió para ser comprendido, y si no logró esa claridad, difícilmente lo conseguirá un comentarista posterior. Al abrir y extender las ideas, las desvirtuamos, dividiendo un asunto hasta fragmentarlo en mil aspectos. Difícilmente dos personas verán la misma cuestión exactamente igual, y ni siquiera un mismo individuo mantiene siempre la misma opinión a lo largo del tiempo.

De este modo, encuentro que lo que no ha sido demasiado interpretado tiende a ser menos confuso. Al final, la claridad a menudo se pierde en los detalles, y es en las cuestiones más llanas donde solemos tropezar más.

¿Quién podría negar que los comentarios a los textos, lejos de aclarar su sentido, a menudo lo oscurecen y aumentan la confusión? Nunca parece haber un libro, sea humano o divino, cuya interpretación cierre el paso a nuevos cuestionamientos. Cada comentario conduce al siguiente, y el problema solo se hace más complejo. ¿Cuándo llegaremos al punto en que se diga: “Ya no hay más que añadir a este libro”?

Esto es evidente en el ámbito judicial, donde hay infinidad de opiniones, sentencias y comentarios y, sin embargo, la necesidad de interpretar parece no tener fin. A pesar de tantas leyes y principios, ¿necesitamos acaso menos abogados y jueces que antes? Todo lo contrario: hemos complicado tanto el entendimiento que queda perdido entre obstáculos y rodeos.

El ser humano desconoce los límites de su mente; busca, indaga y se enreda en sus propios pensamientos, igual que un gusano en su capullo. Parece divisar algo de claridad en la distancia, pero se topa con nuevas dificultades y pierde el rumbo.

Es solo una debilidad particular la que nos hace conformarnos con lo que encontramos en esta búsqueda. Para alguien más hábil, nunca habrá satisfacción completa; siempre existe lugar para un avance más. Nuestras indagaciones parecen no tener fin, y quien se detiene suele hacerlo por fatiga o estrechez de espíritu, no por haber agotado el conocimiento.

Este impulso continuo hacia adelante muestra que el intelecto se alimenta de la admiración y la ambigüedad. Nuestras ideas se desplazan, evolucionan y surgen unas de otras, como el flujo de un río en el que el agua, aunque siempre nueva, sigue siendo la misma corriente, el mismo rio.

Hoy en día, invertimos más en explicar las explicaciones que en abordar las cosas mismas. Hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema, y la labor más apreciada parece ser la de comprender a los sabios. Las opiniones se enlazan unas con otras, y a menudo quien ha subido más alto en esta cadena de interpretaciones obtiene más honor que mérito, pues su logro es simplemente estar un poco más arriba que quien le precede.

Nuestros filósofos siguen interpretando y reinterpretando a los filósofos griegos, ¡más de dos milenios después! A pesar de todo el avance del conocimiento, de las ciencias y de la cultura, seguimos volviendo a ellos como si, en su sabiduría antigua, hubiera una profundidad que aún no logramos agotar. Es como si, en lugar de haber progresado a una nueva comprensión, estuviéramos atrapados en un bucle, redescubriendo una y otra vez los mismos principios y cuestionamientos. Quizá sea porque esos pensadores tocaron las verdades fundamentales de la condición humana, verdades que no cambian con el tiempo, por mucho que nuestra civilización evolucione.

Dado que es tan difícil establecer normas éticas que regulen los deberes individuales, no resulta sorprendente que las leyes que rigen una nación sean aún más complejas. La justicia que nos gobierna es una clara muestra de las limitaciones humanas, con sus contradicciones y errores. A menudo, lo que interpretamos como un acto justo o severo, en realidad revela una imperfección en el propio sistema de justicia. Por ejemplo, recientemente unas personas me contaron cómo encontraron a otra malherida que pedía ayuda, pero no se atrevieron a socorrerla, temiendo las consecuencias legales, y se limitaron a pedir ayuda a las emergencias. El deber de ayudar se volvía un riesgo para ellos.

Cuando un ser querido sufre una desgracia, intentas comunicarte con un hospital o con alguna entidad oficial para conocer su estado. La respuesta es siempre la misma: "No podemos proporcionarle esa información". Ni siquiera puedes saber si está ingresado. Y, sin embargo, ese mismo día, tu teléfono suena una y otra vez: diez personas te llaman para ofrecerte productos y servicios. Diez completos desconocidos que, de algún modo, obtuvieron tu número sin que tú se lo dieras jamás. Esa es la paradoja de nuestras leyes: protegen lo irrelevante mientras permiten lo que debería estar prohibido.

Es frecuente que inocentes hayan sufrido castigo por errores en el sistema judicial. Incluso en casos donde la evidencia posterior parece exonerarlos, las sentencias ya firmes no se revierten. Así, estos errores irreparables quedan al servicio de un sistema más preocupado por cumplir su forma que por corregir sus fallos.

Preferiría no exponerme ante jueces, dependiendo de la habilidad de un abogado más que de mi inocencia. Aceptaría mejor una justicia que evaluara tanto los aciertos como los errores. Sin embargo, nuestra justicia se presenta incompleta, afectando más de lo que recompensa.

Las leyes mantienen su autoridad no porque sean justas, sino porque son leyes; es un acuerdo tácito. La mayoría están hechas por personas falibles, y su complejidad e incertidumbre invitan a la desobediencia. En nuestro país hemos presenciado, con asombro, como una ley que pretendía proteger a las mujeres, puso en libertad a sus mayores enemigos: los violadores. Y hemos comprobado, también con asombro, la reticencia de los incompetentes que la promulgaron para corregirla.

Así, por mucho que la experiencia nos pueda enseñar, rara vez aprendemos realmente de ella. Deberíamos estudiar nuestra propia vida y experiencias para hallar los aprendizajes esenciales. Conocerme a mí mismo es mi mayor estudio; mi observación de mí mismo me revela más sobre la vida y la naturaleza humana que cualquier teoría o sistema.

En este universo, avanzo guiado por las leyes naturales, aceptando que no puedo cambiarlas. Preocuparnos por lo que está más allá de nuestro control es una necedad. La prudencia natural es suficiente guía en la vida, sin necesidad de sofisticaciones intelectuales.

Prefiero ser entendido en mí mismo antes que en las ideas de otros. Quien recuerda sus propias equivocaciones aprende mejor que de cualquier libro. No busco seguir ejemplos ajenos; creo que lo más sencillo y común puede enseñarnos tanto como los grandes ejemplos del pasado.

En este Universo, me dejo llevar, de forma ignorante y negligente, por la ley general que lo rige. Llegaré a comprenderla en la medida en que la experimente. Mi conocimiento no puede desviar su curso, ni va a cambiar por mi causa. Es una locura esperarlo, y una locura aún mayor inquietarse por ello, ya que es necesariamente uniforme, general y común. La bondad y la competencia de los gobernantes deberían liberarnos por completo de cualquier preocupación por el gobierno, aunque casi nunca es así. Las indagaciones y especulaciones filosóficas solo sirven para satisfacer nuestra curiosidad.

Los filósofos, con justa razón, nos invitan a seguir las leyes de la naturaleza, pero estas no tienen nada que ver con tan elevado conocimiento. Ellos las distorsionan, presentándonos una imagen adornada con matices demasiado exagerados y artificiales, de donde surgen tantas interpretaciones distintas de algo que, en realidad, es tan simple y uniforme. Así como la naturaleza nos ha dotado de pies para caminar, también nos ha otorgado la prudencia para guiarnos en la vida. No es una prudencia tan ingeniosa, sofisticada y grandilocuente como la que ellos inventan, pero, en su justa medida, es sencilla, tranquila y saludable; y cumple perfectamente lo que la otra solo proclama, en aquellos que tienen la fortuna de usarla de manera genuina y ordenada, es decir, de forma natural. Cuanto más sencilla sea nuestra confianza en la naturaleza, más sabio será nuestro modo de confiar en ella. ¡Oh, qué dulce y suave almohada, y qué saludable, es la ignorancia y la ausencia de curiosidad para descansar una mente bien formada! ¡Cómo la echo de menos!

Solo aquellos que han profundizado en una ciencia en particular perciben sus dificultades y su oscuridad, porque, incluso para darse cuenta de la propia ignorancia, se necesita un cierto grado de inteligencia. Es necesario empujar la puerta para saber que está cerrada.

De aquí surge la sutileza platónica de que no pueden investigar ni quienes ya saben, porque ya conocen, ni quienes no saben, pues para investigar es necesario tener al menos una idea de qué se está buscando. Así, en lo que respecta al conocerse a sí mismo, el hecho de que todos se muestren tan seguros y satisfechos, creyendo ya entender lo suficiente, demuestra que en realidad nadie comprende nada, tal como enseña Sócrates.

Yo, que no profeso más que esta idea, encuentro en ella una profundidad y una riqueza tan inmensas, que mi único aprendizaje es descubrir cuánto me queda aún por aprender. Atribuyo a mi debilidad, tantas veces reconocida, mi inclinación hacia la modestia, la obediencia a las creencias que me son prescritas y una constante moderación y frialdad en mis opiniones; además, detesto la arrogancia insolente y belicosa que confía ciegamente en sí misma, enemiga mortal del aprendizaje y de la verdad.

Escuchad cómo dictan sus lecciones: exponen cualquier tontería con el mismo tono con el que se establecen las religiones y las leyes. No hay teoría, por peregrina que sea, sin filósofo que la defienda. Ni hay nada más torpe que el hecho de que la afirmación y la aceptación precedan al conocimiento y la comprensión. 

Aristarco decía que en la antigüedad apenas se encontraron siete sabios en el mundo, mientras que en su época apenas se hallaban siete ignorantes. ¿No tendríamos mayor razón que él si dijéramos lo mismo en la nuestra? Ahí tenéis a nuestros demagogos, ya sean políticos o culturales, siempre erre que erre, aferrados a sus opiniones con la misma terquedad que el ignorante que, tras mil tropezones, sigue tan confiado como antes.

Acuso a la ignorancia humana desde mi propia experiencia. A mi juicio, es la lección más segura que nos ofrece la escuela del mundo. Aquellos que no quieran aprender esta lección a través de ejemplos tan insignificantes como el mío o el suyo, que lo hagan por medio de Sócrates, el maestro de los maestros.

Los eruditos suelen dividir y categorizar sus fantasías con mayor precisión y detalle. Yo, en cambio, que solo percibo lo que la experiencia me enseña, sin seguir reglas establecidas, expongo mis opiniones de forma general y a tientas. Expreso mis ideas en fragmentos sueltos; no es algo que pueda expresarse de una vez y en su totalidad. La correlación y la coherencia no son posibles en mentes como la mía, común y limitada. La sabiduría es un edificio sólido y completo, donde cada pieza tiene su lugar y su propósito. Solo la sabiduría está íntegramente contenida en sí misma. Por eso yo bebo en aquellos que creo que la atesoran.

Cuando alguien me pregunta cuál ha sido mi mayor logro en la vida, respondo: haber conseguido que otros se sintieran amados. Porque, en última instancia, no hay mayor satisfacción que saber que nuestra presencia ha brindado a alguien la certeza de ser querido, de sentirse acogido. No es la grandeza de nuestros actos ni los triunfos personales lo que realmente deja huella, sino la capacidad de tocar el corazón de los demás y hacerles sentir, aunque sea por un momento, que no están solos. Y siento una profunda frustración al pensar que, por timidez o por ataduras a las convenciones sociales, no he sido aún más generoso. Me duele saber que, por miedo al juicio o por el afán de encajar, he contenido esa capacidad de entregar más de mí mismo. Es como si una parte de mí se hubiera quedado encerrada, retenida por inseguridades o por la búsqueda de una falsa prudencia. El pesar de no haber dado más, de no haberme abierto por completo a quienes me rodean, pesa como una oportunidad perdida que ya no puedo recuperar.

MI ENCUENTRO CON LA SABIDURÍA DE ORIENTE Y LOS VEDAS

Hace ya veinticinco años que mi mente y mi alma, como barcos en alta mar que encuentran un nuevo rumbo, se volvieron hacia los maestros de Oriente. Y no puedo evitar lamentar con profundo pesar que esta travesía no haya comenzado mucho antes, pues me doy cuenta ahora de que el estudio de los Vedas, esos textos que son a la vez antiguos y eternos, no es empresa que pueda abarcarse en el corto transcurso de una sola vida. ¡Cuánto he malgastado de mis días en vanas preocupaciones, cuando hubiera podido dedicarlos a desentrañar estos tesoros milenarios!

Los Vedas, esos grandes pilares del pensamiento oriental, se organizan en cuatro libros venerables, cada uno un universo en sí mismo, rebosante de himnos, oraciones, rituales y enseñanzas filosóficas. En ellos se condensa la esencia de una visión del mundo que desafía y, en muchos casos, sobrepasa la nuestra. Cuatro libros que destilan la sabiduría del vedantismo, o vedismo, una religión que precede al hinduismo, y cuyo objetivo primordial era, y sigue siendo, el mantenimiento y la prolongación del dharma. Este dharma, si me permitís una comparación, es como una brújula que orienta todas las acciones humanas hacia el orden sagrado del rita, ese principio que sostiene el equilibrio del universo. En él se engloban deberes, derechos, leyes, virtudes y la recta manera de vivir. ¿Qué otra cosa, en el fondo, buscamos en nuestras propias y complicadas leyes sino una sombra pálida de este principio superior?

Pero al enfrentarme con la inmensidad de estos textos, que son un océano insondable de conocimiento, me vi en la necesidad de escoger mis batallas, y así decidí consagrar la mayor parte de mis esfuerzos a los Upanishads. Pues, al decir de los sabios, estos escritos son la culminación filosófica de los Vedas y abordan, con una profundidad y seriedad que nos deja temblando de humildad, las preguntas más fundamentales de nuestra existencia: ¿Qué somos? ¿Qué es el alma (Atman)? ¿Qué es ese principio supremo (Brahman) que parece gobernarlo todo y, sin embargo, permanece más allá de nuestra comprensión?

Aquí he de hacer un alto para mencionar que, en este sendero que se me antojaba infinito, me encontré con la obra del Dr. Bhagavan Das, cuyo pensamiento fue para mí como un faro que guía al navegante en la noche. Sus enseñanzas no solo me ayudaron a comprender con mayor claridad la profundidad de la filosofía vedántica, sino que me incitaron a emprender la tarea, en verdad ardua, de traducir gran parte de su obra del inglés al castellano. No puedo decir que haya sido un trabajo ligero, pues a cada paso me encontraba con la complejidad del sánscrito, que es como un cristal tallado con mil aristas. Pero, en este esfuerzo, hallé también una recompensa inesperada: el traducir me ayudó a fijar con más firmeza en mi mente los conceptos que tantas veces se me escapaban como arena entre los dedos.

La filosofía de los Vedas no es sino un vasto y misterioso continente que abarca una visión profunda de la existencia, de la naturaleza del ser y de nuestra relación con el cosmos y la Divinidad. No hay en ella ni dogmas inflexibles ni verdades que deban aceptarse sin cuestionar, sino más bien un continuo ir y venir de preguntas y respuestas que no pretenden sino acercarnos a ese saber que se esconde tras el velo de la ilusión (maya). Y en esta búsqueda, he encontrado, quizá demasiado tarde, una fuente de paz y de sentido que no cambiaría por todas las riquezas del mundo.

Así pues, si he de ofreceros algún consejo tras este cuarto de siglo de estudio y reflexión, sería que no despreciéis la sabiduría de estos antiguos textos, por más que vuestra educación occidental os haya enseñado a mirarlos con desdén o indiferencia. Porque, aunque creemos saber mucho, apenas hemos rascado la superficie de este enigma que llamamos vida.

No hay empresa más incierta y veleidosa que la de entender la vida misma, la cual, como un río en perpetuo fluir, nos arrastra de un estado a otro, sin darnos tregua para afirmar con certeza qué somos o hacia dónde vamos. Los antiguos sabios de la India exploraron esta cuestión y hallaron en sus meditaciones un misterio que, aunque oscuro a nuestra razón, ilumina el alma con una cierta claridad.

En el modo de ver de aquellos sabios, la vida no es sino una manifestación de una realidad suprema, llamada Brahman, un principio inmutable y eterno, fuente y origen de todo cuanto existe. Si hemos de creerles, nosotros, que nos consideramos seres distintos, con voluntades propias y pensamientos únicos, no somos sino ondas en la vasta superficie de ese océano. ¡Cuántos errores nacen de creernos islas separadas, cuando en realidad no hay más que una sola sustancia que, como una chispa que se escapase de una hoguera, se expresa brevemente en cada ser y objeto! ¡La chispa divina!

En cuanto a la muerte, aquellos pensadores no la consideraron un final, sino una transformación necesaria, un cambio de vestidura del alma que, despojada de su forma corporal, continúa su aventura en el mundo sutil. Y así como el viajero no teme el cambio de posada, sino que lo acepta como parte de su peregrinación, así deberíamos mirar la muerte no con horror, sino como un simple pasaje. Dijeron que el Atman, el núcleo de nuestro ser, es inmortal y perdurable, y que lo que perece no es sino el cuerpo, esta envoltura efímera que nos envuelve por un tiempo breve. ¿Acaso no somos nosotros mismos, cuando nos dormimos y soñamos, una prueba de que podemos existir sin este cuerpo que tanto admiramos?

Pero, ¿qué es, entonces, la inmortalidad? Si hemos de atender a las enseñanzas védicas, no consiste en la perpetuación de esta vida que conocemos, con sus placeres fugaces y dolores insoportables, sino en algo mucho más profundo y sereno: en la comprensión de que el Atman y el Brahman no son sino uno y el mismo. Se nos dice que el conocimiento verdadero no es el acopio de saberes mundanos, sino un retorno al seno del Ser, un reconocimiento de que nuestra alma, al igual que el río al océano, vuelve finalmente a su origen. Todo lo demás no es sino sueño, ilusión, espejismo de nuestra mente turbada, maya.

Así como el fuego, al quemar una ofrenda, convierte todas las cosas en su esencia misma, el sabio, al comprender su unidad con el Brahman, trasciende el ciclo de nacimientos y muertes (el samsara) y se funde en esa luz que no conoce principio ni fin. Y aquí radica la paradoja, pues esa inmortalidad no es sino la desaparición del yo, la disolución de nuestra aparente individualidad en el Todo.

¿Qué decir de nuestra relación con Dios, esa pregunta que tanto atormenta a los teólogos y que nos divide en sectas y herejías? Los Vedas nos invitan a una perspectiva más amable y menos tormentosa. Para ellos, Dios no es un tirano celeste que exige servidumbre ni un juez severo que castiga nuestros deslices, sino más bien una presencia inmanente en todas las cosas, un fuego que arde en el corazón de cada ser. No hay relación que buscar, pues siempre hemos estado unidos a esa divinidad; somos, en verdad, una chispa de su esencia.

De todas estas meditaciones, no puedo sino extraer un consejo que me atrevo a ofreceros: no busquéis lejos lo que ya se halla en vuestro interior. El propósito de la vida, si hemos de creer a estos sabios, no es el perseguir afanosamente riquezas, honores ni placeres fugaces, sino volvernos hacia dentro y redescubrir esa verdad que siempre ha estado con nosotros, oculta como el oro en el barro, esperando ser desenterrada.

Así, concluyo este breve examen mío, no para convenceros de su veracidad, pues bien sé que cada uno hallará sus propias respuestas en su interior, sino para ofreceros un espejo en el que, quizás, podáis ver reflejados vuestros propios pensamientos y preguntas.    

             PAZ A TODOS




Libros de José Manuel Fernández Outeiral en Amazon sobre el camino espiritual, conciencia y regreso al origen.


📘 Mis libros en Amazon:
José Manuel Fernández Outeiral – Página de autor

🌿 Mi sitio de salud y bienestar:
Biomagnetismo Outeiral

Biomagnetismo, Bioenergética y Conciencia


Comentarios

Entradas populares de este blog

Aborto y guerra: el colapso de la conciencia

Guía práctica de Biomagnetismo (descarga gratuita)

Desafíos de la Humanidad actual