Upanishads: Filosofía Hindú

Ilustración de un sabio hindú leyendo los Upanishads, antiguos textos de la filosofía védica de la India.
Los Upanishads son la raíz de la filosofía hindú: textos sagrados que revelan la unidad entre el ser humano y lo divino.


José Manuel Fernández Outeiral

Filosofía Hindú y los Upanishads: Sabiduría Ancestral y Enseñanzas Espirituales

¡La India! Tierra de leyendas y lugares misteriosos, donde cada ruina, monumento y espesura tiene su historia. ¡La India! Esa palabra siempre evoca algo grandioso y venerado, vago y misterioso, incluso después de tantos siglos. ¡La India! La región civilizada más antigua del mundo, la cuna de las creencias religiosas, que, en su unidad, sencillez y grandeza primitivas, parecen haber abarcado, en una inmensa fórmula, todo lo que los pueblos, más adelante, dividirían. ¡La India! Escenario de acontecimientos históricos inesperados, grandes y maravillosos, visitada por dioses, héroes, filósofos, sabios y los especuladores más audaces de todos los tiempos. ¡La India! Conquistada y disputada parcialmente por Sesostris, Darío, Alejandro, Gengis Kan, Tamerlán, Babur y Nader Shah.

La India, en fin, cuyo pasado y porvenir despiertan un gran interés en toda la humanidad, porque su pasado oculta, en las sombras de su historia, los rasgos principales de la historia del mundo, y su futuro se entrelaza cada vez más con el destino de las grandes naciones mundiales. Por ello, el estudio de la antigua India es parte del progreso general de la humanidad, una revelación en la que puede decirse que los primeros siglos de la India pertenecen al porvenir. En esa India, país de hadas, de sueños y prodigios misteriosos, donde se admira a plena luz lo majestuoso de una naturaleza espléndida, las razas primitivas e indígenas muestran la pureza de sus finos y elegantes rasgos en la diversidad de formas propias de la raza aria. Su fauna, flora, las lluvias torrenciales que alimentan arroyos, fuentes, cascadas y torrentes, inspiran admiración y asombro. El exceso de frescura y humedad, las nubes, las nieblas y las tormentas en una vegetación exuberante y espléndida solo intensifican la impresión de austera melancolía que domina todo, reforzada por las uniformes cadenas montañosas, aisladas en el contraste de luz y sombra de sus bosques verdes y sombríos.

En las praderas pantanosas, donde el suelo produce reflejos desde el verde claro hasta el zafiro, se percibe el melancólico encanto de los paisajes alpinos, como los Highlands de Escocia. Todo esto embarga el ánimo, seduce y atrae, mientras la flora llena los valles con sus miles de flores de vivos colores. Todas las maravillas de la creación se hallan aquí prodigadas: entre las violetas y campanillas, ranúnculos y musgos, se confunden valerianas, cerasteas y espiérgulas con digitales, zarzamoras y mil plantas exóticas, como las balsaminas con sus caprichosas flores y las orquídeas con sus colores llamativos; entre estas, las elegantes lobeliáceas con racimos de flores rojas que alcanzan un metro de largo.

Siguiendo el curso de los arroyos, se admiran las sombrías gargantas donde crecen las plantas tropicales, como el helecho arbóreo, el imponente parasol y los arbustos de nillu, de una belleza impactante, alcanzando nueve metros de altura y adornados con ramos de grandes flores de intenso color rojo. Laureles, espinos, gutíferas y magnolias forman densas selvas, destacando el árbol gutta (Gallophylum), cuyo tronco de casi cuatro metros de ancho alcanza treinta metros de altura con una corteza en espiral.

Esta es la India, cuna de las razas, donde el origen del hombre se pierde en la bruma de los tiempos; tierra prometida donde se cumplen todas las aspiraciones que el ser humano imagina para su paraíso, país maravilloso de pagodas y templos, de yoguis, faquires, ascetas, Maestros y adeptos.

De allí os traigo hoy un resumen y una visión profunda de los Upanishads.

Los Upanishads son textos fundamentales de la filosofía hindú, considerados la culminación de los Vedas, que exploran cuestiones sobre la naturaleza del ser, la relación entre el individuo y lo absoluto, y el propósito de la vida. Compuestos entre el 800 y el 400 a.C., los Upanishads representan el conocimiento esotérico y filosófico que los antiguos sabios transmitían a sus discípulos. Se agrupan en el Vedanta, que significa "fin de los Vedas", ya que son la culminación filosófica de estos textos sagrados.

Algunos conceptos clave de los Upanishads incluyen:

1.    Brahman: el principio absoluto, el espíritu supremo y omnipresente que es la esencia de todo lo existente. Se describe como indefinible, ilimitado y sin forma, y se considera la realidad última.

2.    Atman: el alma o esencia individual, que es una manifestación de Brahman. Los Upanishads sostienen que Atman y Brahman son, en última instancia, lo mismo, una verdad fundamental que se encuentra en el núcleo de la enseñanza de la no dualidad (Advaita).

3.    Maya: la ilusión que vela la realidad última, impidiendo a los individuos percibir la unidad entre Atman y Brahman. Maya es la causa de la percepción de la dualidad y de la separación en el mundo.

4.    Moksha: la liberación o emancipación del ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento (samsara), alcanzada al realizar la unidad de Atman y Brahman. Es el objetivo espiritual último que trasciende el karma y el sufrimiento.

5.    Meditación y conocimiento: los Upanishads destacan la importancia del autoconocimiento y la meditación para trascender la ilusión y percibir la verdad última. Estas prácticas son los medios para alcanzar la sabiduría y la liberación espiritual.

Los Upanishads no son tratados dogmáticos, sino reflexiones poéticas y profundas, cada uno abordando diferentes aspectos de la realidad y el ser, con una orientación introspectiva. Entre los más conocidos se encuentran el Katha Upanishad, el Chandogya Upanishad, el Mandukya Upanishad, y el Brihadaranyaka Upanishad, cada uno ofreciendo visiones únicas y perspectivas sobre la naturaleza de la existencia y la espiritualidad.

Estos escritos representan la parte más destacada y profunda de los venerados Vedas, pues contienen el Vedanta, que significa el propósito y la culminación de los Vedas. En ellos se nos habla de Brahman (Dios), del Universo y del ser humano; de la naturaleza divina, la naturaleza del cosmos y la esencia humana. Abordan estas grandes verdades en un sentido abstracto, filosófico y metafísico, y solo descienden a lo concreto para ofrecer alguna explicación, un símil o algo que aclare la exposición y evite que se pierdan pensamientos difíciles de comprender debido a su extrema profundidad y sutileza, que los aleja de la comprensión humana ordinaria.

Este libro, breve en extensión, pero vasto en contenido, abarca todo lo que puede expresarse sobre la verdadera esencia de la Brahma-Vidya, la Sabiduría Divina y la Teosofía. Menciono "lo que puede expresarse con palabras" porque, incluso en los Upanishads, la Brahma-Vidya solo puede presentarse en forma de exposición intelectual. Las palabras no logran abarcar otra cosa. La auténtica Brahma-Vidya, el conocimiento del Ser, no puede reducirse a palabras ni enseñarse. Ni siquiera el más divino de los Maestros podría infundir este conocimiento en el discípulo más capacitado. No puede comunicarse de boca a oído, de mente a mente, ni siquiera de Yo a Yo. Otras iniciaciones son posibles mediante el resplandeciente medio de la sabiduría, iniciaciones de una belleza casi increíble; pero esta iniciación suprema en el conocimiento del Yo debe ser alcanzada por cada uno consigo mismo, cuando esté listo para expandirse en la plenitud de su propia Divinidad. Nadie más puede otorgarla, nadie más puede comunicarla. Solo el Brahman interior puede conocer al Brahman exterior. Así, la última y suprema iniciación es exclusiva del Yo. Nadie puede concederla ni negarla.

¿Y qué es esta Brahma-Vidya? Es la verdad central de los Upanishads: la identidad esencial del Yo universal (Brahman) y el Yo individual (Atman). Tat Tvam Asi: “Tú eres eso”. Esa es la verdad final, la meta de toda sabiduría, de toda devoción y de toda acción recta. “Tú eres eso”. No hay otro conocimiento en la sabiduría de los Upanishads. No hay otra realidad, pues no existe nada más que esto. Es la verdad última de todas las verdades, la experiencia máxima de toda experiencia.

No hace mucho, mientras leía una reconocida revista inglesa, encontré un artículo titulado “El Valor Vital en la Idea Hindú de Dios”. El autor, con agudas observaciones, afirmaba: “Sin duda, en ningún otro país como en la India se siente con tanta intensidad la dedicación de la mente a la elevada y dichosa tarea de buscar a Dios de forma constante y encontrarlo, dejando en segundo plano cualquier otra ocupación en la vida”. Y no exagera, pues Dios es el pensamiento central en la mente hindú.

Y los resultados de esto son notables, pues, debido a la identidad en naturaleza entre el Yo universal y el Yo individual (como afirma el Mahavakya: Tat Tvam Asi, "Tú eres eso"), es posible para el ser humano conocer a Brahman, a Dios. De no ser así, podríamos creer, argumentar, razonar e incluso tener conjeturas razonables sobre la existencia de Dios, pero no podríamos conocerlo verdaderamente. Esta es una ley natural. Al observar el mundo exterior, comprendemos que solo podemos conocer aquello con lo que nuestro cuerpo o nuestra mente están en sintonía. Solo conocemos aquello en lo que participamos.

Nuestros ojos ven porque en ellos vibra el éter, cuyas vibraciones generan luz fuera de nosotros. Escuchamos porque en nuestros oídos vibran el aire y el éter, cuyas vibraciones producen el sonido en el exterior. Solo cuando algo en nuestro propio cuerpo se corresponde con lo que existe fuera, podemos conocerlo. Entonces, ¿cómo podríamos conocer el Espíritu universal si no participamos de su esencia dentro de nosotros mismos? Lo conocemos fuera porque está también en nuestro interior. Los Upanishads dicen que Brahman es el Akasha que nos rodea y el Akasha en el corazón; por eso podemos conocerlo, no solo creer en Él.

Este artículo mencionado explora la posibilidad de dicho conocimiento: el hindú instruido considera la subjetividad como el atributo más significativo de los seres conscientes de sí mismos. Afirma que la idea de Dios siempre se presenta a la mente como una idea del Yo. De esto se deduce que Dios no puede hallarse a través de ningún uso objetivo de la mente ni mediante argumentos ontológicos, cosmológicos o teológicos (que son las formas occidentales de demostrar la existencia de Dios), sino al despojarnos de la capa mental que el proceso civilizador ha impuesto sobre la esencia divina del ser humano. Esta, según el autor, es la valía de la concepción hindú de Dios. Yo coincido plenamente con él: solo desaprendiendo lo aprendido se puede llegar a Dios.

Solo hay una conciencia: la conciencia de Dios. La manifestación de esta conciencia es, en todo lugar y ser, la manifestación de la conciencia divina. Esto sucede tanto en el poderoso Deva que gobierna un sistema solar y extiende sus radiantes pulsaciones por millones de kilómetros en el espacio, como en el grano de arena dormido que el viento arrastra de un lado a otro. Todo es conciencia de Dios, porque no hay otra cosa. Y a medida que la conciencia se despliega desde el grano de arena hasta la planta, de la planta al animal, del animal al ser humano y del ser humano al Deva, es Dios quien revela Sus poderes ocultos en las envolturas de la materia, donde decide ocultarse a la percepción humana. No hay otra conciencia porque “Brahman lo es todo”.

No existe una conciencia que no sea Su conciencia, que penetra los más vastos espacios y habita en el átomo más diminuto. Y, a medida que llegamos a convencernos de esta verdad, pierde relevancia la pregunta: "¿Existe Dios?", tan común en Occidente; también disminuye el interés por la pregunta: "¿Por qué creó Brahman los universos?", habitual en Oriente. No hay nada fuera de Brahman. Él lo es todo, y el Universo está en Él.

Las manifestaciones del Universo son manifestaciones de Brahman mismo. No existe nada que no haya sido antes y nada que esté más allá de Él. Los seres del universo suelen pensar que “Yo” y “Él” son distintos; pero solo Él es inmutable. No existen Él y el universo como entidades separadas, sino que Él es el universo. No hay creación ni adición. A medida que comprendemos esto, podemos valorar ciertos pasajes de los Upanishads que afirman que no es posible demostrar la existencia de Dios mediante la razón o la argumentación.

Aquí no hay espacio para dudas ni evasivas. Los textos afirman que el Yo, en su esencia más profunda, no puede ser comprendido únicamente a través de la enseñanza, la inteligencia, la repetición de ideas o la práctica de austeridades. El Mandukya Upanishad es aún más enfático, describiendo al Yo Universal como algo invisible, indemostrable e indefinible. ¿Quiere decir esto que no se puede probar su existencia? En absoluto. Aunque no puede ser alcanzado por medios externos, la evidencia del Yo Universal reside en nuestra experiencia interna. Nuestro propio Yo es la prueba fundamental de esta realidad universal, constituyendo la certeza más sólida y estable que poseemos. Incluso si tratáramos de cuestionar nuestra propia existencia, el acto mismo de dudar implica la presencia del Yo. El Yo está más allá del razonamiento, no porque carezca de lógica, sino porque es la base sobre la cual todo razonamiento se construye.

La verdadera fe, el verdadero shraddha, es esta inquebrantable certeza de la existencia de nuestro Yo; y por eso se dice que la fe trasciende la razón, no depende ni de la razón ni del conocimiento. Está por encima y más allá de ambos. Ningún ser humano puede dudar de la realidad de su propia existencia, y de ello se infiere la existencia de Dios. Por esta razón se dice que el Yo es su única prueba evidente.

Ahora bien, para alcanzar la certeza de la existencia del Yo en su naturaleza divina, solo hay un método: la meditación y una vida elevada. Así se ha escrito: “Este Yo debe ser alcanzado a través de la constancia en la verdad, en el tapas, en el conocimiento perfecto, en el celibato”. Justicia perfecta, austeridad perfecta, inteligencia perfecta y autocontrol perfecto: estos son los medios para encontrar la prueba de Dios, que es la conciencia de la divinidad de nuestro Yo. Pero, en sentido estricto, no son más que apoyos, auxilios y medios.

Porque el Moksha, la liberación que es el conocimiento o la realización del Yo, no es algo que pueda alcanzarse, como algunos erróneamente piensan. Ya es nuestro, porque somos divinos, aunque no lo sepamos. Buscar el Yo en el mundo exterior es como si una persona llevase colgada del cuello, justo sobre su corazón, una perla de valor incalculable y, olvidando que la tiene ahí, creyera haberla perdido. Entonces, con la esperanza de hallarla, empieza a buscar en sus bolsillos, desgarrando su ropa y mirando a su alrededor, exclamando: “He perdido la perla, ¿dónde está?”. Esta persona busca la perla donde no está, porque la lleva consigo, colgando de su corazón. Lo que debemos hacer para ayudarle a encontrarla no es buscarla en su lugar, sino decirle: “Mira, la perla está en tu propio ser. No necesitas buscarla más”. Siempre ha estado allí, y del mismo modo, el Moksha siempre está con nosotros. Para liberarnos, solo necesitamos superar los obstáculos que impiden manifestar nuestra propia divinidad. La separación que imaginamos es Maya, una ilusión. No hay separación. Somos uno, el Yo único, el Yo supremo, el Yo universal. Por esto se dice que el Moksha no puede obtenerse mediante acciones. Debemos dirigir la mirada hacia nuestro interior y no hacia el exterior, porque, en esta contemplación interna, está escrito: “Por la calma de los sentidos, contempla la majestad del Yo”.

Podemos reflexionar sobre el significado de esto para el mundo. Los seres humanos siempre tienen una intuición innata del conocimiento esencial. ¿Qué impacto tiene la crítica moderna, temida por algunos grupos religiosos? ¿Qué puede hacer realmente? Puede desmenuzar y analizar los libros, pero no puede afectar la esencia del Yo. La crítica, tan valorada hoy día, es capaz de examinar y cuestionar cualquier texto, sin tener en cuenta su antigüedad o importancia. Sin embargo, su alcance termina ahí: no puede disolver el Yo. La evidencia de nuestra verdadera identidad se encuentra en nuestro interior, no en los libros, por sagrados que estos sean. Los libros son productos de ese Yo, y aunque son valiosos, no son la base de nuestra fe. La crítica no puede alterar el Yo, cuya prueba y sustancia se hallan en nuestro ser más profundo.

¿Y qué puede lograr la ciencia? Que investigue y llegue a la estrella más lejana: Brahman va más allá. Que estudie el átomo más pequeño: Brahman es más pequeño aún. La ciencia puede descubrir nuevas maravillas del universo, pero este universo no es sino una manifestación del Supremo. Dejemos que la ciencia explore libremente y hable tanto como pueda, porque solo la verdad perdura, no el error. Aunque la ciencia avance y corrija sus propios errores, abarcando el cosmos, que es Brahman, no encontrará nada que contradiga a AQUEL que lo contiene todo.

Esta verdad, “Brahman lo es todo”, es la Carta Magna de la libertad intelectual. Dejemos que el ser humano piense; dejemos que hable. No importa si comete errores, pues el conocimiento más profundo lo llevará inevitablemente a la verdad. No puede desviarse del Yo, porque el Yo está en todas partes.

Dejemos que la mente se eleve libremente, tan alto y tan lejos como sus posibilidades le permitan. Más allá de sus límites y más allá de su alcance, en todas direcciones—norte, sur, este, oeste, arriba y abajo—se extiende Brahman, el Ser infinito. La mente no puede ir más allá del Yo, ya que es una de sus manifestaciones y, por lo tanto, no puede alterar la certeza eterna de la existencia del Yo. Esta es la verdad esencial que transmiten los Upanishads.


El Secreto del Alma


(Este texto adicional fue incorporado posteriormente como ampliación del artículo original. Desarrolla con mayor detalle la filosofía de los Upanishads y su enseñanza central sobre el alma y lo divino.)


La palabra “Upanishad” en sánscrito se compone de tres partes: upa, que implica cercanía (como el latín “sub”, “debajo”); ni, que también sugiere dirección hacia abajo (como en “beneath” o “nether” en inglés); y sad, que significa “sentarse”. Juntas, estas raíces expresan la idea de “sentarse cerca”, en el sentido de sentarse a los pies de un maestro para recibir enseñanza. Por eso, un Upanishad es una lección espiritual profunda. En los Evangelios, cuando se dice que “Jesús subió a una montaña y, ya sentado, sus discípulos se acercaron a él”, podemos imaginarlos en esa actitud de aprendizaje reverente. El Sermón de la Montaña, en ese sentido, podría verse como un Upanishad.

Los Upanishads son textos espirituales de extensión variada. Los más antiguos se escribieron entre los años 800 y 400 a.C., pero con el tiempo se multiplicaron, llegando a editarse en sánscrito más de ciento doce. Algunos fueron redactados tan tarde como en el siglo XV, repitiendo en su mayoría las enseñanzas de los Upanishads antiguos, aunque adaptándolas a escuelas o contextos específicos. Los más extensos y posiblemente más antiguos son el Brihad-Aranyaka y el Chandogya, con unas cien páginas cada uno. El Isa Upanishad, por otro lado, apenas tiene dieciocho versos y es considerado uno de los más importantes, contemporáneo de la Bhagavad Gita.

Si se juntaran todos los Upanishads conocidos en un solo volumen, tendríamos una recopilación de tamaño similar al de la Biblia. Su espíritu se asemeja al del Nuevo Testamento, especialmente en frases como “Mi Padre y yo somos uno” o “El Reino de Dios está dentro de vosotros”. Estas ideas ya están enunciadas en los Salmos: “Yo he dicho: Vosotros sois dioses, todos sois hijos del Altísimo”.

La Bhagavad Gita podría considerarse un Upanishad. De hecho, cada uno de sus capítulos termina con una nota que dice: “Este es el Upanishad de la gloriosa Bhagavad Gita”.

Incluso hoy podría escribirse un nuevo Upanishad, si brotara de esa fuente universal que nutre tanto la religión como el humanismo, adaptado a las necesidades de nuestro tiempo.

Un ejemplo histórico de este interés es el príncipe Dara Shukoh, hijo del emperador Shah Jahan (quien mandó construir el Taj Mahal), quien al visitar Cachemira en 1640 se interesó por los Upanishads y mandó traducir cincuenta al persa. Esta traducción fue completada en 1657 y más tarde vertida al latín por Anquetil Duperron, siendo publicada en París en 1802. El filósofo Schopenhauer leyó esta versión y dijo: “Ha sido el consuelo de mi vida y también lo será en mi muerte” (en alemán: “Sie ist der Trost meines Lebens gewesen und wird der meines Sterbens sein”).

Los cantos de los Vedas reflejan una profunda admiración del ser humano por la naturaleza. Fuego, agua, viento, tormentas, el sol y su salida son celebrados con auténtica devoción. Esta actitud nos recuerda la sensibilidad de san Francisco de Asís, quien alababa la creación con estas palabras:

“Gloria a ti, mi Dios, por el regalo de tu creación, y especialmente por nuestro hermano el sol, que nos da el día y la luz. Él es bello y radiante, y da testimonio de ti, oh Altísimo.

Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano el viento y el aire, sereno o entre nubes, con el que sostienes toda la vida.

 Gloria a ti, mi Dios, por nuestra hermana el agua, tan útil, humilde, preciosa y pura.

Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano el fuego, con el que iluminas la noche; bello, alegre, fuerte y poderoso.”

Sin embargo, los himnos védicos no comienzan con un “Gloria a ti, mi Dios”, como hace san Francisco. Tampoco llegan a ese sublime final que él proclama: “Gloria a ti, mi Dios, por aquellos que perdonan por amor a ti”. En los Vedas aún no se había alcanzado la conciencia de la unidad espiritual que se revela más adelante en el Upanishad Svetasvatara, en las enseñanzas de Buda y en la Bhagavad Gita.

Aun así, cuando en los Vedas el poeta logra identificarse completamente con la divinidad que alaba, se expresa a menudo un sentido de unidad, como si hubiera un Dios supremo por encima de todos los dioses. Así sucede, por ejemplo, en estas palabras dedicadas a Varuna, el dios de la compasión:

“Oh Dios, te alabamos con nuestra mente. Te alabamos incluso cuando el sol te canta cada mañana, porque en servirte encontramos alegría. Protégeme. Perdona mis faltas. Dame tu amor. Tú hiciste los ríos para que fluyeran. Nunca se cansan, no cesan de correr.
Vuelan como pájaros en el cielo. Que el río de mi vida fluya hacia el cauce de la justicia. Libérame de las cadenas del pecado. No dejes que se interrumpa mi canto mientras lo entono, ni que mis tareas queden inconclusas.”

(Rig Veda 11.28)

En uno de los himnos finales del Rig Veda —el Himno a Purusha— se describe a la divinidad con palabras que evocan claramente al Brahman de los Upanishads:

“Purusha es el universo entero. Es lo que fue y lo que será. Una cuarta parte de él se manifiesta como todos los seres; tres cuartas partes permanecen como cielo inmortal.”

Y cuando el poeta védico canta a Vata, el dios del viento, dice:

“Espíritu de los dioses, semilla de todos los mundos.” (Atma devanam, bhuvanasya garbho.)

Los Vedas también plantean preguntas profundas que la humanidad ha formulado desde siempre sobre el sentido de la existencia. Estas preguntas, que encontrarán su respuesta en los Upanishads, aparecen así en un famoso himno:

“Entonces no existía ni lo que es ni lo que no es. No había cielo ni alturas. ¿Qué fuerza había? ¿Dónde? ¿Quién era esa fuerza? ¿Había acaso un abismo de aguas insondables? No existía la muerte ni la inmortalidad. No había señales del día o la noche. Solo el Uno respiraba por sí mismo, en silencio. No había nada más allá de Él. La oscuridad ocultaba la oscuridad. Todo era fluido y sin forma.”

“De esa nada, surgió el Uno por el fuego del deseo. Y en Él surgió el amor: el amor, primera semilla del alma. Los sabios lo comprendieron buscando en sus corazones: encontraron la unión entre el Ser y el no-ser. ¿Quién conoce realmente esta verdad? ¿Quién puede decir cómo surgió el universo? Incluso los dioses vinieron después. Solo aquel que ve desde lo más alto lo sabe. O quizás, ni siquiera Él lo sabe.”

(Rig Veda X.129)

Con el tiempo, las ceremonias religiosas de los Vedas —que en un principio eran una expresión viva de admiración por el universo— se fueron convirtiendo en ritos automáticos para pedir cosas materiales. Los Upanishads reaccionan contra esa religión externa, proponiendo una interpretación más profunda y espiritual de las ideas védicas. Es la eterna lucha entre la letra que mata y el espíritu que da vida.

Así lo expresa el Mundaka Upanishad:

“Las naves del sacrificio no sirven para cruzar al otro lado.
Tampoco los dieciocho libros que hablan de acciones materiales son seguros.”

La Bhagavad Gita lleva esta idea aún más lejos:

“Así como un pozo ya no es necesario cuando el agua lo cubre todo,
de igual forma todos los Vedas son innecesarios para quien ha descubierto lo Supremo.”

Y el Svetasvatara Upanishad lo expresa así:

“¿De qué le sirve el Rig Veda a quien no conoce el espíritu del que proviene?”

Los autores de los Upanishads eran pensadores con alma de poetas. Sabían que la poesía auténtica no nos evade del mundo cotidiano, sino que nos revela una Realidad más profunda, presente incluso en lo cotidiano. Nos permite descubrir la alegría de una vida liberada dentro de la misma vida común.

Estos textos están muy por encima del interés arqueológico de algunos estudiosos. La erudición es útil para traernos la sabiduría del pasado, pero solo el pensamiento elevado y el sentimiento profundo pueden ayudarnos a vivirla.

Uno de los mensajes centrales de los Upanishads es que el Espíritu no puede conocerse solo a través del estudio. Solo mediante la unión con Él puede conocerse verdaderamente. ¿Acaso el estudio nos permite experimentar el amor, la belleza o escuchar la “música jamás oída”? Algunos han valorado los Upanishads solo por la diversidad de sus ideas, pero no han captado la unidad esencial que contienen. A esas personas se les puede aplicar una advertencia de los propios textos sagrados:

“Quien ve solo la diversidad, y no la unidad, va de muerte en muerte.”

El espíritu de los Upanishads es el del propio universo. Brahman, el Absoluto, es ese espíritu. Un cristiano debería poder sentir que Brahman es Dios, y un hindú, que Dios es Brahman. Si no hay un sentimiento de reverencia hacia lo Inefable, más allá de los nombres y formas, se cumple lo que advierten los Upanishads:

“Las palabras se vuelven un cansancio inútil.”

Esto se asemeja a lo que dice la Biblia: “El escribir muchos libros no tiene fin”.

En el cristianismo, “el Espíritu Santo” es el concepto más cercano a Brahman. Aunque muchos cristianos dan prioridad a Dios Padre o a Dios Hijo, y muchos hindúes adoran más a Siva, Vishnu o Krishna que a Brahman, la doctrina de los Upanishads no propone una religión popular, sino el principio espiritual que está detrás de todas las religiones.

Brahman es el espíritu del universo, pero también es el espíritu de cada persona: el Atman, el Ser interior. Por eso los Upanishads insisten en que Dios no debe buscarse como algo lejano, sino como lo más íntimo de uno mismo. Es el Ser verdadero que vive en nuestro interior, por encima de nuestro ego.

Cuando alguien le pide a un sabio de los Upanishads que defina a Dios, el sabio permanece en silencio, como si dijera que Dios es silencio. Si se le insiste, responde: Neti, neti —“No es esto, ni aquello”. Y si se le pide una afirmación clara, pronuncia estas tres palabras: TAT TVAM ASI —“Tú eres eso”.

Según los Upanishads, solo podemos captar la realidad de Dios en un estado de conciencia superior, lleno de gozo, más allá de la mente cotidiana. Esa voz silenciosa del Eterno siempre está susurrando su melodía eterna. Su esplendor está por todas partes, pero no lo vemos ni lo oímos con nuestros sentidos ordinarios. No puede ser percibido por lo efímero, ni por una mente limitada. El Taittiriya Upanishad lo expresa de manera hermosa:

“Solo lo Eterno que hay dentro de nosotros puede llevarnos a lo Eterno. Solo cuando lo efímero ha sido transformado en lo eterno, puede una persona decir: “Yo soy Él”.

Brahman se describe como inmanente y trascendente: dentro de todo y más allá de todo. Si imaginamos el universo como un triángulo, el vértice superior puede simbolizar a Dios como principio trascendente, que se expande creando la materia desde sí mismo —no desde la nada—, haciéndose así inmanente. Al final del proceso evolutivo, todo lo inmanente vuelve a unirse a lo trascendente. ¿Por qué existe la creación? Por el gozo de crear. ¿Por qué existe el mal? Para que de él surja el bien. ¿Por qué la oscuridad? Para que la luz brille con más intensidad. ¿Por qué el sufrimiento? Para que el alma aprenda, y por el gozo del sacrificio. ¿Por qué este juego infinito de creación y evolución? Por Anandam, el gozo puro.

Este proceso de evolución —de la inconsciencia a la conciencia, y de esta a la Conciencia suprema— implica un desprendimiento del ego. Cuanto más olvidamos nuestro “yo” inferior, actuando con bondad y belleza, más rápido avanzamos en el camino.

Este entrenamiento interior para ver la unidad entre Atman y Brahman se llama Yoga. Más tarde, el Yoga se desarrolló con gran detalle, convirtiéndose en un campo de estudio interesante incluso para los psicólogos occidentales. En los Upanishads ya se habla de un cuarto estado de conciencia, superior al estado de vigilia, al sueño y al sueño profundo.

La ley de la evolución, llamada Karma, explica con una lógica profunda la aparente injusticia del mundo. Se trata de una ley de causa y efecto en el plano moral. Somos responsables de nuestro destino, y los efectos de nuestras acciones no se limitan a una sola vida. Nuestro Espíritu —que nunca nació ni morirá— vuelve a encarnar para que el ego reciba el fruto de sus actos. El bien trae alegría; el mal, sufrimiento. Así continúa la gran evolución hacia la perfección.

Hay dos cuestiones que han desconcertado a muchos lectores de los Upanishads: el problema de la personalidad y el de la unión final con Brahman.

Como el cuerpo y la personalidad inferior no tienen una existencia absoluta —más adelante se les llamará maya, es decir, ilusión o apariencia transitoria—, se ha pensado que los sabios de los Upanishads no daban importancia a nuestra personalidad individual, lo que puede parecer chocante.

Pero ¿significa esto que, por ejemplo, la personalidad de Shakespeare fue olvidada porque él supo transformarse en mil personajes? ¿Porque con su imaginación supo ser Hamlet, Falstaff o cualquier otro? Durante el acto creativo, el ego queda suspendido, pero cuando la creación termina, el yo regresa transformado, engrandecido. Lo que fue efímero queda atrás, pero en cierto modo se vuelve eterno.

“Quien conoce a Dios se convierte en Dios”, dice el Mundaka Upanishad.

Y cuando todo lo transitorio ha sido dejado atrás, cuando se ha alcanzado la liberación final, y el yo inferior se disuelve en el Sí mismo supremo, como una gota de agua que se funde en el océano, ¿significa esto que se pierde la conciencia? En el Brihad-Aranyaka Upanishad, cuando se le pregunta al sabio Yajñavalkya si después de esa fusión hay conocimiento, él responde:

“¿Cómo se puede conocer al Conocedor?”

Esto no significa que se pierda toda conciencia, sino que el yo inferior se ha convertido en el Sí mismo supremo. No solo conserva toda su experiencia, sino que accede a la Conciencia universal. Ya no solo posee su propio libro de vida, sino el Libro del Universo.

¿Cómo podría ser inconsciencia esa unión con Dios, si Dios no es inconsciente? Santa Teresa usa una imagen hermosa: el gusano de seda muere, pero se transforma en mariposa. Libre de sus limitaciones, el yo inferior se olvida en el océano sin límites de la vida. No es muerte, sino victoria sobre la muerte, ascensión y resurrección.

En los Upanishads, esta vida presente es tan importante que de lo que hagamos aquí depende nuestro futuro —incluso nuestra eternidad. En el Katha Upanishad se dice que el Espíritu solo puede verse en esta vida o en el cielo más elevado, pero no en los mundos inferiores ni en las regiones de los muertos.

San Juan de la Cruz expresó el gozo de la unión final con imágenes como “la música silenciosa” o “el sonido de la soledad”. Y Santa Teresa describe esa unión con Dios con palabras que evocan claramente los Upanishads, escritos dos mil años antes:

“Es como el agua de lluvia que cae en una fuente o río, y ya no puede distinguirse del agua del río. O como un arroyo que desemboca en el océano: ya no hay manera de separarlos.”

Lo mismo expresa el poeta inglés Wordsworth, o el gran poeta del renacimiento catalán, Maragall:

Tot semblava un món en flor i l’ànima n’era jo.

(Todo parecía un mundo en flor, y yo era el alma de ese mundo.)

La sabiduría de los Upanishads no es propiedad de una religión determinada. Es una fuente viva de verdad que puede nutrir el alma humana en cualquier época. Muchos hindúes, por costumbre o tradición, repiten pasajes de los Upanishads sin comprenderlos ni vivirlos. Pero también hay cristianos, musulmanes, judíos y personas sin religión que podrían leerlos con el alma abierta, y recibir de ellos luz para su vida.

Esto ya ocurrió en el pasado. Cuando el príncipe Dara Shukoh leyó los Upanishads, escribió:

“Esta es la verdadera base del islam. Son el libro que Alá reveló antes del Corán. Son el secreto supremo.”

Y cuando el gran filósofo alemán Schopenhauer los descubrió, dijo:

“Este pensamiento ha sido el consuelo de mi vida, y también lo será en mi muerte.”

El poeta inglés Tennyson escribió:

“El éxtasis más alto del alma es cuando pierde toda conciencia del ‘yo’, como una nube que se funde en la luz del sol. Ese instante de luz me ha dado más verdad que todas las razones juntas”.

El teólogo suizo Karl Barth, uno de los pensadores cristianos más profundos del siglo XX, afirmó:

“Cuando un ser humano encuentra algo tan inmenso como los Upanishads, no se pregunta si es hindú, cristiano o budista. Sabe que ha tocado el misterio de Dios.”

Esto no significa que todas las religiones digan lo mismo, ni que todas las creencias sean iguales. Cada tradición tiene su camino, su lenguaje, su historia. Pero en lo más profundo, cuando se toca el corazón del ser, la verdad se vuelve universal. Por eso, quien lee los Upanishads con respeto puede reconocer en ellos una experiencia espiritual genuina, tan válida como la de los místicos de cualquier época o cultura.

El mensaje de los Upanishads es claro: lo más elevado que un ser humano puede hacer es descubrir lo divino en su interior. Y lo más grande que puede experimentar es la unidad con todo lo que existe.

Este mensaje no está atado al pasado. No es una antigüedad muerta. Es una semilla viva que puede germinar hoy en cualquier corazón sincero. Los sabios que escribieron los Upanishads hablaron desde una experiencia directa del Ser, no desde teorías. Por eso sus palabras aún vibran con verdad.

Cuando uno las lee con atención, algo se despierta dentro: una nostalgia de lo eterno, un anhelo de verdad, una certeza silenciosa de que somos más de lo que parecemos.

Los Upanishads no imponen. Invitan. No ordenan creer. Sugieren buscar. No prometen recompensas externas. Señalan el tesoro escondido en el alma.

Ese tesoro es el mismo que Jesús llamó “el Reino de Dios dentro de vosotros”, y que los místicos de todas las tradiciones han vislumbrado con distintos nombres: Atman, Brahman, Espíritu, Luz, Amor, Ser.

Quien lo descubre, ha cumplido el sentido de la vida.

Paz a todos.



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José Manuel Fernández Outeiral

Autor de El arte de sentir y otras obras sobre conciencia y evolución interior.

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