Upanishads: Filosofía Hindú
José Manuel Fernández Outeiral
Filosofía Hindú y los Upanishads: Sabiduría Ancestral y Enseñanzas Espirituales
¡La
India! Tierra de leyendas y lugares misteriosos, donde cada ruina, monumento y
espesura tiene su historia. ¡La India! Esa palabra siempre evoca algo grandioso
y venerado, vago y misterioso, incluso después de tantos siglos. ¡La India! La
región civilizada más antigua del mundo, la cuna de las creencias religiosas,
que, en su unidad, sencillez y grandeza primitivas, parecen haber abarcado, en
una inmensa fórmula, todo lo que los pueblos, más adelante, dividirían. ¡La
India! Escenario de acontecimientos históricos inesperados, grandes y
maravillosos, visitada por dioses, héroes, filósofos, sabios y los
especuladores más audaces de todos los tiempos. ¡La India! Conquistada y
disputada parcialmente por Sesostris, Darío, Alejandro, Gengis Kan, Tamerlán,
Babur y Nader Shah.
La
India, en fin, cuyo pasado y porvenir despiertan un gran interés en toda la
humanidad, porque su pasado oculta, en las sombras de su historia, los rasgos
principales de la historia del mundo, y su futuro se entrelaza cada vez más con
el destino de las grandes naciones mundiales. Por ello, el estudio de la
antigua India es parte del progreso general de la humanidad, una revelación en
la que puede decirse que los primeros siglos de la India pertenecen al
porvenir. En esa India, país de hadas, de sueños y prodigios misteriosos, donde
se admira a plena luz lo majestuoso de una naturaleza espléndida, las razas
primitivas e indígenas muestran la pureza de sus finos y elegantes rasgos en la
diversidad de formas propias de la raza aria. Su fauna, flora, las lluvias
torrenciales que alimentan arroyos, fuentes, cascadas y torrentes, inspiran
admiración y asombro. El exceso de frescura y humedad, las nubes, las nieblas y
las tormentas en una vegetación exuberante y espléndida solo intensifican la
impresión de austera melancolía que domina todo, reforzada por las uniformes
cadenas montañosas, aisladas en el contraste de luz y sombra de sus bosques
verdes y sombríos.
En
las praderas pantanosas, donde el suelo produce reflejos desde el verde claro
hasta el zafiro, se percibe el melancólico encanto de los paisajes alpinos,
como los Highlands de Escocia. Todo esto embarga el ánimo, seduce y atrae,
mientras la flora llena los valles con sus miles de flores de vivos colores.
Todas las maravillas de la creación se hallan aquí prodigadas: entre las
violetas y campanillas, ranúnculos y musgos, se confunden valerianas, cerasteas
y espiérgulas con digitales, zarzamoras y mil plantas exóticas, como las
balsaminas con sus caprichosas flores y las orquídeas con sus colores
llamativos; entre estas, las elegantes lobeliáceas con racimos de flores rojas que
alcanzan un metro de largo.
Siguiendo
el curso de los arroyos, se admiran las sombrías gargantas donde crecen las
plantas tropicales, como el helecho arbóreo, el imponente parasol y los
arbustos de nillu, de una belleza impactante, alcanzando nueve metros de altura
y adornados con ramos de grandes flores de intenso color rojo. Laureles,
espinos, gutíferas y magnolias forman densas selvas, destacando el árbol gutta
(Gallophylum), cuyo tronco de casi cuatro metros de ancho alcanza treinta
metros de altura con una corteza en espiral.
Esta
es la India, cuna de las razas, donde el origen del hombre se pierde en la
bruma de los tiempos; tierra prometida donde se cumplen todas las aspiraciones
que el ser humano imagina para su paraíso, país maravilloso de pagodas y
templos, de yoguis, faquires, ascetas, Maestros y adeptos.
De
allí os traigo hoy un resumen y una visión profunda de los Upanishads.
Los
Upanishads son textos fundamentales de la filosofía hindú, considerados
la culminación de los Vedas, que exploran cuestiones sobre la naturaleza del
ser, la relación entre el individuo y lo absoluto, y el propósito de la vida.
Compuestos entre el 800 y el 400 a.C., los Upanishads representan el
conocimiento esotérico y filosófico que los antiguos sabios transmitían a sus
discípulos. Se agrupan en el Vedanta, que significa "fin de los
Vedas", ya que son la culminación filosófica de estos textos sagrados.
Algunos
conceptos clave de los Upanishads incluyen:
1. Brahman:
el principio absoluto, el espíritu supremo y omnipresente que es la esencia de
todo lo existente. Se describe como indefinible, ilimitado y sin forma, y se
considera la realidad última.
2. Atman:
el alma o esencia individual, que es una manifestación de Brahman. Los
Upanishads sostienen que Atman y Brahman son, en última instancia, lo mismo,
una verdad fundamental que se encuentra en el núcleo de la enseñanza de la no
dualidad (Advaita).
3. Maya:
la ilusión que vela la realidad última, impidiendo a los individuos percibir la
unidad entre Atman y Brahman. Maya es la causa de la percepción de la dualidad
y de la separación en el mundo.
4. Moksha:
la liberación o emancipación del ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento
(samsara), alcanzada al realizar la unidad de Atman y Brahman. Es el objetivo
espiritual último que trasciende el karma y el sufrimiento.
5. Meditación
y conocimiento: los Upanishads destacan la importancia
del autoconocimiento y la meditación para trascender la ilusión y percibir la
verdad última. Estas prácticas son los medios para alcanzar la sabiduría y la
liberación espiritual.
Los
Upanishads no son tratados dogmáticos, sino reflexiones poéticas y profundas,
cada uno abordando diferentes aspectos de la realidad y el ser, con una
orientación introspectiva. Entre los más conocidos se encuentran el Katha
Upanishad, el Chandogya Upanishad, el Mandukya Upanishad, y
el Brihadaranyaka Upanishad, cada uno ofreciendo visiones únicas y
perspectivas sobre la naturaleza de la existencia y la espiritualidad.
Estos
escritos representan la parte más destacada y profunda de los venerados Vedas,
pues contienen el Vedanta, que significa el propósito y la culminación de los
Vedas. En ellos se nos habla de Brahman (Dios), del Universo y del ser humano;
de la naturaleza divina, la naturaleza del cosmos y la esencia humana. Abordan
estas grandes verdades en un sentido abstracto, filosófico y metafísico, y solo
descienden a lo concreto para ofrecer alguna explicación, un símil o algo que
aclare la exposición y evite que se pierdan pensamientos difíciles de
comprender debido a su extrema profundidad y sutileza, que los aleja de la
comprensión humana ordinaria.
Este
libro, breve en extensión, pero vasto en contenido, abarca todo lo que puede
expresarse sobre la verdadera esencia de la Brahma-Vidya, la Sabiduría Divina y
la Teosofía. Menciono "lo que puede expresarse con palabras" porque,
incluso en los Upanishads, la Brahma-Vidya solo puede presentarse en forma de
exposición intelectual. Las palabras no logran abarcar otra cosa. La auténtica
Brahma-Vidya, el conocimiento del Ser, no puede reducirse a palabras ni
enseñarse. Ni siquiera el más divino de los Maestros podría infundir este
conocimiento en el discípulo más capacitado. No puede comunicarse de boca a
oído, de mente a mente, ni siquiera de Yo a Yo. Otras iniciaciones son posibles
mediante el resplandeciente medio de la sabiduría, iniciaciones de una belleza
casi increíble; pero esta iniciación suprema en el conocimiento del Yo debe ser
alcanzada por cada uno consigo mismo, cuando esté listo para expandirse en la
plenitud de su propia Divinidad. Nadie más puede otorgarla, nadie más puede
comunicarla. Solo el Brahman interior puede conocer
al Brahman exterior. Así, la última y suprema iniciación es exclusiva del Yo.
Nadie puede concederla ni negarla.
¿Y
qué es esta Brahma-Vidya? Es la verdad central de los Upanishads: la identidad
esencial del Yo universal (Brahman) y el Yo individual (Atman). Tat Tvam Asi:
“Tú eres eso”. Esa es la verdad final, la meta de toda sabiduría, de toda
devoción y de toda acción recta. “Tú eres eso”. No hay otro conocimiento en la
sabiduría de los Upanishads. No hay otra realidad, pues no existe nada más que
esto. Es la verdad última de todas las verdades, la experiencia máxima de toda
experiencia.
No
hace mucho, mientras leía una reconocida revista inglesa, encontré un artículo
titulado “El Valor Vital en la Idea Hindú de Dios”. El autor, con agudas
observaciones, afirmaba: “Sin duda, en ningún otro país como en la India se
siente con tanta intensidad la dedicación de la mente a la elevada y dichosa
tarea de buscar a Dios de forma constante y encontrarlo, dejando en segundo
plano cualquier otra ocupación en la vida”. Y no exagera, pues Dios es el
pensamiento central en la mente hindú.
Y
los resultados de esto son notables, pues, debido a la identidad en naturaleza
entre el Yo universal y el Yo individual (como afirma el Mahavakya: Tat Tvam
Asi, "Tú eres eso"), es posible para el ser humano conocer a
Brahman, a Dios. De no ser así, podríamos creer, argumentar, razonar e incluso
tener conjeturas razonables sobre la existencia de Dios, pero no podríamos
conocerlo verdaderamente. Esta es una ley natural. Al observar el mundo
exterior, comprendemos que solo podemos conocer aquello con lo que nuestro
cuerpo o nuestra mente están en sintonía. Solo conocemos aquello en lo que
participamos.
Nuestros
ojos ven porque en ellos vibra el éter, cuyas vibraciones generan luz fuera de
nosotros. Escuchamos porque en nuestros oídos vibran el aire y el éter, cuyas
vibraciones producen el sonido en el exterior. Solo cuando algo en nuestro
propio cuerpo se corresponde con lo que existe fuera, podemos conocerlo.
Entonces, ¿cómo podríamos conocer el Espíritu universal si no participamos de
su esencia dentro de nosotros mismos? Lo conocemos fuera porque está también en
nuestro interior. Los Upanishads dicen que Brahman es el Akasha que nos rodea y
el Akasha en el corazón; por eso podemos conocerlo, no solo creer en Él.
Este
artículo mencionado explora la posibilidad de dicho conocimiento: el hindú
instruido considera la subjetividad como el atributo más significativo de los
seres conscientes de sí mismos. Afirma que la idea de Dios siempre se presenta
a la mente como una idea del Yo. De esto se deduce que Dios no puede hallarse a
través de ningún uso objetivo de la mente ni mediante argumentos ontológicos,
cosmológicos o teológicos (que son las formas occidentales de demostrar la
existencia de Dios), sino al despojarnos de la capa mental que el proceso
civilizador ha impuesto sobre la esencia divina del ser humano. Esta, según el
autor, es la valía de la concepción hindú de Dios. Yo coincido plenamente con
él: solo desaprendiendo lo aprendido se puede llegar a Dios.
Solo
hay una conciencia: la conciencia de Dios. La manifestación de esta conciencia
es, en todo lugar y ser, la manifestación de la conciencia divina. Esto sucede
tanto en el poderoso Deva que gobierna un sistema solar y extiende sus
radiantes pulsaciones por millones de kilómetros en el espacio, como en el
grano de arena dormido que el viento arrastra de un lado a otro. Todo es
conciencia de Dios, porque no hay otra cosa. Y a medida que la conciencia se
despliega desde el grano de arena hasta la planta, de la planta al animal, del
animal al ser humano y del ser humano al Deva, es Dios quien revela Sus poderes
ocultos en las envolturas de la materia, donde decide ocultarse a la percepción
humana. No hay otra conciencia porque “Brahman lo es todo”.
No
existe una conciencia que no sea Su conciencia, que penetra los más vastos
espacios y habita en el átomo más diminuto. Y, a medida que llegamos a
convencernos de esta verdad, pierde relevancia la pregunta: "¿Existe
Dios?", tan común en Occidente; también disminuye el interés por la
pregunta: "¿Por qué creó Brahman los universos?", habitual en
Oriente. No hay nada fuera de Brahman. Él lo es todo, y el Universo está en Él.
Las
manifestaciones del Universo son manifestaciones de Brahman mismo. No existe
nada que no haya sido antes y nada que esté más allá de Él. Los seres del
universo suelen pensar que “Yo” y “Él” son distintos; pero solo Él es
inmutable. No existen Él y el universo como entidades separadas, sino que Él es
el universo. No hay creación ni adición. A medida que comprendemos esto,
podemos valorar ciertos pasajes de los Upanishads que afirman que no es posible
demostrar la existencia de Dios mediante la razón o la argumentación.
Aquí
no hay espacio para dudas ni evasivas. Los textos afirman que el Yo, en su
esencia más profunda, no puede ser comprendido únicamente a través de la
enseñanza, la inteligencia, la repetición de ideas o la práctica de
austeridades. El Mandukya Upanishad es aún más enfático, describiendo al
Yo Universal como algo invisible, indemostrable e indefinible. ¿Quiere decir
esto que no se puede probar su existencia? En absoluto. Aunque no puede ser
alcanzado por medios externos, la evidencia del Yo Universal reside en nuestra
experiencia interna. Nuestro propio Yo es la prueba fundamental de esta
realidad universal, constituyendo la certeza más sólida y estable que poseemos.
Incluso si tratáramos de cuestionar nuestra propia existencia, el acto mismo de
dudar implica la presencia del Yo. El Yo está más allá del razonamiento, no
porque carezca de lógica, sino porque es la base sobre la cual todo
razonamiento se construye.
La
verdadera fe, el verdadero shraddha, es esta inquebrantable
certeza de la existencia de nuestro Yo; y por eso se dice que la fe trasciende
la razón, no depende ni de la razón ni del conocimiento. Está por encima y más
allá de ambos. Ningún ser humano puede dudar de la realidad de su propia
existencia, y de ello se infiere la existencia de Dios. Por esta razón se dice
que el Yo es su única prueba evidente.
Ahora
bien, para alcanzar la certeza de la existencia del Yo en su naturaleza divina,
solo hay un método: la meditación y una vida elevada. Así se ha escrito: “Este
Yo debe ser alcanzado a través de la constancia en la verdad, en el tapas,
en el conocimiento perfecto, en el celibato”. Justicia perfecta, austeridad
perfecta, inteligencia perfecta y autocontrol perfecto: estos son los medios
para encontrar la prueba de Dios, que es la conciencia de la divinidad de
nuestro Yo. Pero, en sentido estricto, no son más que apoyos, auxilios y
medios.
Porque
el Moksha, la liberación que es el conocimiento o la realización
del Yo, no es algo que pueda alcanzarse, como algunos erróneamente piensan. Ya
es nuestro, porque somos divinos, aunque no lo sepamos. Buscar el Yo en el
mundo exterior es como si una persona llevase colgada del cuello, justo sobre
su corazón, una perla de valor incalculable y, olvidando que la tiene ahí,
creyera haberla perdido. Entonces, con la esperanza de hallarla, empieza a
buscar en sus bolsillos, desgarrando su ropa y mirando a su alrededor,
exclamando: “He perdido la perla, ¿dónde está?”. Esta persona busca la perla
donde no está, porque la lleva consigo, colgando de su corazón. Lo que debemos
hacer para ayudarle a encontrarla no es buscarla en su lugar, sino decirle:
“Mira, la perla está en tu propio ser. No necesitas buscarla más”. Siempre ha
estado allí, y del mismo modo, el Moksha siempre está con
nosotros. Para liberarnos, solo necesitamos superar los obstáculos que impiden
manifestar nuestra propia divinidad. La separación que imaginamos es Maya,
una ilusión. No hay separación. Somos uno, el Yo único, el Yo supremo, el Yo
universal. Por esto se dice que el Moksha no puede obtenerse
mediante acciones. Debemos dirigir la mirada hacia nuestro interior y no hacia
el exterior, porque, en esta contemplación interna, está escrito: “Por la calma
de los sentidos, contempla la majestad del Yo”.
Podemos
reflexionar sobre el significado de esto para el mundo. Los seres humanos
siempre tienen una intuición innata del conocimiento esencial. ¿Qué impacto
tiene la crítica moderna, temida por algunos grupos religiosos? ¿Qué puede
hacer realmente? Puede desmenuzar y analizar los libros, pero no puede afectar
la esencia del Yo. La crítica, tan valorada hoy día, es capaz de examinar y
cuestionar cualquier texto, sin tener en cuenta su antigüedad o importancia.
Sin embargo, su alcance termina ahí: no puede disolver el Yo. La evidencia de
nuestra verdadera identidad se encuentra en nuestro interior, no en los libros,
por sagrados que estos sean. Los libros son productos de ese Yo, y aunque son
valiosos, no son la base de nuestra fe. La crítica no puede alterar el Yo, cuya
prueba y sustancia se hallan en nuestro ser más profundo.
¿Y
qué puede lograr la ciencia? Que investigue y llegue a la estrella más lejana:
Brahman va más allá. Que estudie el átomo más pequeño: Brahman es más pequeño
aún. La ciencia puede descubrir nuevas maravillas del universo, pero este
universo no es sino una manifestación del Supremo. Dejemos que la ciencia
explore libremente y hable tanto como pueda, porque solo la verdad perdura, no
el error. Aunque la ciencia avance y corrija sus propios errores, abarcando el
cosmos, que es Brahman, no encontrará nada que contradiga a AQUEL que lo
contiene todo.
Esta
verdad, “Brahman lo es todo”, es la Carta Magna de la libertad intelectual.
Dejemos que el ser humano piense; dejemos que hable. No importa si comete
errores, pues el conocimiento más profundo lo llevará inevitablemente a la
verdad. No puede desviarse del Yo, porque el Yo está en todas partes.
Dejemos
que la mente se eleve libremente, tan alto y tan lejos como sus posibilidades
le permitan. Más allá de sus límites y más allá de su alcance, en todas
direcciones—norte, sur, este, oeste, arriba y abajo—se extiende Brahman, el Ser
infinito. La mente no puede ir más allá del Yo, ya que es una de sus
manifestaciones y, por lo tanto, no puede alterar la certeza eterna de la
existencia del Yo. Esta es la verdad esencial que transmiten los Upanishads.
El Secreto del Alma
(Este texto adicional fue incorporado posteriormente como ampliación del artículo original. Desarrolla con mayor detalle la filosofía de los Upanishads y su enseñanza central sobre el alma y lo divino.)
La
palabra “Upanishad” en sánscrito se compone de tres partes: upa, que
implica cercanía (como el latín “sub”, “debajo”); ni, que también
sugiere dirección hacia abajo (como en “beneath” o “nether” en inglés); y sad,
que significa “sentarse”. Juntas, estas raíces expresan la idea de “sentarse
cerca”, en el sentido de sentarse a los pies de un maestro para recibir
enseñanza. Por eso, un Upanishad es una lección espiritual profunda. En los
Evangelios, cuando se dice que “Jesús subió a una montaña y, ya sentado, sus
discípulos se acercaron a él”, podemos imaginarlos en esa actitud de
aprendizaje reverente. El Sermón de la Montaña, en ese sentido, podría verse
como un Upanishad.
Los
Upanishads son textos espirituales de extensión variada. Los más antiguos se
escribieron entre los años 800 y 400 a.C., pero con el tiempo se multiplicaron,
llegando a editarse en sánscrito más de ciento doce. Algunos fueron redactados
tan tarde como en el siglo XV, repitiendo en su mayoría las enseñanzas de los
Upanishads antiguos, aunque adaptándolas a escuelas o contextos específicos.
Los más extensos y posiblemente más antiguos son el Brihad-Aranyaka y el
Chandogya, con unas cien páginas cada uno. El Isa Upanishad, por
otro lado, apenas tiene dieciocho versos y es considerado uno de los más
importantes, contemporáneo de la Bhagavad Gita.
Si
se juntaran todos los Upanishads conocidos en un solo volumen, tendríamos una
recopilación de tamaño similar al de la Biblia. Su espíritu se asemeja al del
Nuevo Testamento, especialmente en frases como “Mi Padre y yo somos uno” o “El
Reino de Dios está dentro de vosotros”. Estas ideas ya están enunciadas en los
Salmos: “Yo he dicho: Vosotros sois dioses, todos sois hijos del Altísimo”.
La
Bhagavad Gita podría considerarse un Upanishad. De hecho, cada uno de
sus capítulos termina con una nota que dice: “Este es el Upanishad de la
gloriosa Bhagavad Gita”.
Incluso
hoy podría escribirse un nuevo Upanishad, si brotara de esa fuente universal
que nutre tanto la religión como el humanismo, adaptado a las necesidades de
nuestro tiempo.
Un
ejemplo histórico de este interés es el príncipe Dara Shukoh, hijo del
emperador Shah Jahan (quien mandó construir el Taj Mahal), quien al visitar
Cachemira en 1640 se interesó por los Upanishads y mandó traducir cincuenta al
persa. Esta traducción fue completada en 1657 y más tarde vertida al latín por
Anquetil Duperron, siendo publicada en París en 1802. El filósofo Schopenhauer
leyó esta versión y dijo: “Ha sido el consuelo de mi vida y también lo será en
mi muerte” (en alemán: “Sie ist der Trost meines Lebens gewesen und wird der
meines Sterbens sein”).
Los
cantos de los Vedas reflejan una profunda admiración del ser humano por la
naturaleza. Fuego, agua, viento, tormentas, el sol y su salida son celebrados
con auténtica devoción. Esta actitud nos recuerda la sensibilidad de san
Francisco de Asís, quien alababa la creación con estas palabras:
“Gloria
a ti, mi Dios, por el regalo de tu creación, y especialmente por nuestro
hermano el sol, que nos da el día y la luz. Él es bello y radiante, y da
testimonio de ti, oh Altísimo.
Gloria
a ti, mi Dios, por nuestro hermano el viento y el aire, sereno o entre nubes,
con el que sostienes toda la vida.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestra hermana el
agua, tan útil, humilde, preciosa y pura.
Gloria
a ti, mi Dios, por nuestro hermano el fuego, con el que iluminas la noche;
bello, alegre, fuerte y poderoso.”
Sin
embargo, los himnos védicos no comienzan con un “Gloria a ti, mi Dios”, como
hace san Francisco. Tampoco llegan a ese sublime final que él proclama: “Gloria
a ti, mi Dios, por aquellos que perdonan por amor a ti”. En los Vedas aún no se
había alcanzado la conciencia de la unidad espiritual que se revela más
adelante en el Upanishad Svetasvatara, en las enseñanzas de Buda y en la
Bhagavad Gita.
Aun
así, cuando en los Vedas el poeta logra identificarse completamente con la
divinidad que alaba, se expresa a menudo un sentido de unidad, como si hubiera
un Dios supremo por encima de todos los dioses. Así sucede, por ejemplo, en
estas palabras dedicadas a Varuna, el dios de la compasión:
“Oh
Dios, te alabamos con nuestra mente. Te alabamos incluso cuando el sol te canta
cada mañana, porque en servirte encontramos alegría. Protégeme. Perdona mis
faltas. Dame tu amor. Tú hiciste los ríos para que fluyeran. Nunca se cansan,
no cesan de correr.
Vuelan como pájaros en el cielo. Que el río de mi vida fluya hacia el cauce de
la justicia. Libérame de las cadenas del pecado. No dejes que se interrumpa mi
canto mientras lo entono, ni que mis tareas queden inconclusas.”
(Rig
Veda 11.28)
En
uno de los himnos finales del Rig Veda —el Himno a Purusha— se describe a la
divinidad con palabras que evocan claramente al Brahman de los Upanishads:
“Purusha
es el universo entero. Es lo que fue y lo que será. Una cuarta parte de él se
manifiesta como todos los seres; tres cuartas partes permanecen como cielo
inmortal.”
Y
cuando el poeta védico canta a Vata, el dios del viento, dice:
“Espíritu
de los dioses, semilla de todos los mundos.” (Atma devanam, bhuvanasya
garbho.)
Los
Vedas también plantean preguntas profundas que la humanidad ha formulado desde
siempre sobre el sentido de la existencia. Estas preguntas, que encontrarán su
respuesta en los Upanishads, aparecen así en un famoso himno:
“Entonces
no existía ni lo que es ni lo que no es. No había cielo ni alturas. ¿Qué fuerza
había? ¿Dónde? ¿Quién era esa fuerza? ¿Había acaso un abismo de aguas
insondables? No existía la muerte ni la inmortalidad. No había señales del día
o la noche. Solo el Uno respiraba por sí mismo, en silencio. No había nada más
allá de Él. La oscuridad ocultaba la oscuridad. Todo era fluido y sin forma.”
“De
esa nada, surgió el Uno por el fuego del deseo. Y en Él surgió el amor: el
amor, primera semilla del alma. Los sabios lo comprendieron buscando en sus
corazones: encontraron la unión entre el Ser y el no-ser. ¿Quién conoce
realmente esta verdad? ¿Quién puede decir cómo surgió el universo? Incluso los
dioses vinieron después. Solo aquel que ve desde lo más alto lo sabe. O quizás,
ni siquiera Él lo sabe.”
(Rig
Veda X.129)
Con
el tiempo, las ceremonias religiosas de los Vedas —que en un principio eran una
expresión viva de admiración por el universo— se fueron convirtiendo en ritos
automáticos para pedir cosas materiales. Los Upanishads reaccionan contra esa
religión externa, proponiendo una interpretación más profunda y espiritual de
las ideas védicas. Es la eterna lucha entre la letra que mata y el espíritu que
da vida.
Así
lo expresa el Mundaka Upanishad:
“Las
naves del sacrificio no sirven para cruzar al otro lado.
Tampoco los dieciocho libros que hablan de acciones materiales son seguros.”
La
Bhagavad Gita lleva esta idea aún más lejos:
“Así
como un pozo ya no es necesario cuando el agua lo cubre todo,
de igual forma todos los Vedas son innecesarios para quien ha descubierto lo
Supremo.”
Y
el Svetasvatara Upanishad lo expresa así:
“¿De
qué le sirve el Rig Veda a quien no conoce el espíritu del que proviene?”
Los
autores de los Upanishads eran pensadores con alma de poetas. Sabían que la
poesía auténtica no nos evade del mundo cotidiano, sino que nos revela una
Realidad más profunda, presente incluso en lo cotidiano. Nos permite descubrir
la alegría de una vida liberada dentro de la misma vida común.
Estos
textos están muy por encima del interés arqueológico de algunos estudiosos. La
erudición es útil para traernos la sabiduría del pasado, pero solo el
pensamiento elevado y el sentimiento profundo pueden ayudarnos a vivirla.
Uno
de los mensajes centrales de los Upanishads es que el Espíritu no puede
conocerse solo a través del estudio. Solo mediante la unión con Él puede
conocerse verdaderamente. ¿Acaso el estudio nos permite experimentar el amor,
la belleza o escuchar la “música jamás oída”? Algunos han valorado los
Upanishads solo por la diversidad de sus ideas, pero no han captado la unidad
esencial que contienen. A esas personas se les puede aplicar una advertencia de
los propios textos sagrados:
“Quien
ve solo la diversidad, y no la unidad, va de muerte en muerte.”
El
espíritu de los Upanishads es el del propio universo. Brahman, el
Absoluto, es ese espíritu. Un cristiano debería poder sentir que Brahman es
Dios, y un hindú, que Dios es Brahman. Si no hay un sentimiento de reverencia
hacia lo Inefable, más allá de los nombres y formas, se cumple lo que advierten
los Upanishads:
“Las
palabras se vuelven un cansancio inútil.”
Esto
se asemeja a lo que dice la Biblia: “El escribir muchos libros no tiene fin”.
En
el cristianismo, “el Espíritu Santo” es el concepto más cercano a Brahman.
Aunque muchos cristianos dan prioridad a Dios Padre o a Dios Hijo, y muchos
hindúes adoran más a Siva, Vishnu o Krishna que a Brahman, la doctrina de los
Upanishads no propone una religión popular, sino el principio espiritual que
está detrás de todas las religiones.
Brahman
es el espíritu del universo, pero también es el espíritu de cada persona: el Atman,
el Ser interior. Por eso los Upanishads insisten en que Dios no debe buscarse
como algo lejano, sino como lo más íntimo de uno mismo. Es el Ser verdadero que
vive en nuestro interior, por encima de nuestro ego.
Cuando
alguien le pide a un sabio de los Upanishads que defina a Dios, el sabio
permanece en silencio, como si dijera que Dios es silencio. Si se le insiste,
responde: Neti, neti —“No es esto, ni aquello”. Y si se le pide una
afirmación clara, pronuncia estas tres palabras: TAT TVAM ASI —“Tú eres
eso”.
Según
los Upanishads, solo podemos captar la realidad de Dios en un estado de
conciencia superior, lleno de gozo, más allá de la mente cotidiana. Esa voz
silenciosa del Eterno siempre está susurrando su melodía eterna. Su esplendor
está por todas partes, pero no lo vemos ni lo oímos con nuestros sentidos
ordinarios. No puede ser percibido por lo efímero, ni por una mente limitada.
El Taittiriya Upanishad lo expresa de manera hermosa:
“Solo
lo Eterno que hay dentro de nosotros puede llevarnos a lo Eterno. Solo cuando
lo efímero ha sido transformado en lo eterno, puede una persona decir: “Yo soy
Él”.
Brahman
se describe como inmanente y trascendente: dentro de todo y más allá de todo.
Si imaginamos el universo como un triángulo, el vértice superior puede
simbolizar a Dios como principio trascendente, que se expande creando la
materia desde sí mismo —no desde la nada—, haciéndose así inmanente. Al final
del proceso evolutivo, todo lo inmanente vuelve a unirse a lo trascendente.
¿Por qué existe la creación? Por el gozo de crear. ¿Por qué existe el mal? Para
que de él surja el bien. ¿Por qué la oscuridad? Para que la luz brille con más
intensidad. ¿Por qué el sufrimiento? Para que el alma aprenda, y por el gozo
del sacrificio. ¿Por qué este juego infinito de creación y evolución? Por Anandam,
el gozo puro.
Este
proceso de evolución —de la inconsciencia a la conciencia, y de esta a la
Conciencia suprema— implica un desprendimiento del ego. Cuanto más olvidamos
nuestro “yo” inferior, actuando con bondad y belleza, más rápido avanzamos en
el camino.
Este
entrenamiento interior para ver la unidad entre Atman y Brahman
se llama Yoga. Más tarde, el Yoga se desarrolló con gran detalle,
convirtiéndose en un campo de estudio interesante incluso para los psicólogos
occidentales. En los Upanishads ya se habla de un cuarto estado de conciencia,
superior al estado de vigilia, al sueño y al sueño profundo.
La
ley de la evolución, llamada Karma, explica con una lógica profunda la
aparente injusticia del mundo. Se trata de una ley de causa y efecto en el
plano moral. Somos responsables de nuestro destino, y los efectos de nuestras
acciones no se limitan a una sola vida. Nuestro Espíritu —que nunca nació ni
morirá— vuelve a encarnar para que el ego reciba el fruto de sus actos. El bien
trae alegría; el mal, sufrimiento. Así continúa la gran evolución hacia la
perfección.
Hay
dos cuestiones que han desconcertado a muchos lectores de los Upanishads: el
problema de la personalidad y el de la unión final con Brahman.
Como
el cuerpo y la personalidad inferior no tienen una existencia absoluta —más
adelante se les llamará maya, es decir, ilusión o apariencia
transitoria—, se ha pensado que los sabios de los Upanishads no daban
importancia a nuestra personalidad individual, lo que puede parecer chocante.
Pero
¿significa esto que, por ejemplo, la personalidad de Shakespeare fue olvidada
porque él supo transformarse en mil personajes? ¿Porque con su imaginación supo
ser Hamlet, Falstaff o cualquier otro? Durante el acto creativo, el ego queda
suspendido, pero cuando la creación termina, el yo regresa transformado,
engrandecido. Lo que fue efímero queda atrás, pero en cierto modo se vuelve
eterno.
“Quien
conoce a Dios se convierte en Dios”, dice el Mundaka Upanishad.
Y
cuando todo lo transitorio ha sido dejado atrás, cuando se ha alcanzado la
liberación final, y el yo inferior se disuelve en el Sí mismo supremo, como una
gota de agua que se funde en el océano, ¿significa esto que se pierde la
conciencia? En el Brihad-Aranyaka Upanishad, cuando se le pregunta al
sabio Yajñavalkya si después de esa fusión hay conocimiento, él responde:
“¿Cómo
se puede conocer al Conocedor?”
Esto
no significa que se pierda toda conciencia, sino que el yo inferior se ha
convertido en el Sí mismo supremo. No solo conserva toda su experiencia, sino
que accede a la Conciencia universal. Ya no solo posee su propio libro de vida,
sino el Libro del Universo.
¿Cómo
podría ser inconsciencia esa unión con Dios, si Dios no es inconsciente? Santa
Teresa usa una imagen hermosa: el gusano de seda muere, pero se transforma en
mariposa. Libre de sus limitaciones, el yo inferior se olvida en el océano sin
límites de la vida. No es muerte, sino victoria sobre la muerte, ascensión y
resurrección.
En
los Upanishads, esta vida presente es tan importante que de lo que hagamos aquí
depende nuestro futuro —incluso nuestra eternidad. En el Katha Upanishad
se dice que el Espíritu solo puede verse en esta vida o en el cielo más
elevado, pero no en los mundos inferiores ni en las regiones de los muertos.
San
Juan de la Cruz expresó el gozo de la unión final con imágenes como “la música
silenciosa” o “el sonido de la soledad”. Y Santa Teresa describe esa unión con
Dios con palabras que evocan claramente los Upanishads, escritos dos mil años
antes:
“Es
como el agua de lluvia que cae en una fuente o río, y ya no puede distinguirse
del agua del río. O como un arroyo que desemboca en el océano: ya no hay manera
de separarlos.”
Lo
mismo expresa el poeta inglés Wordsworth, o el gran poeta del renacimiento
catalán, Maragall:
Tot
semblava un món en flor i l’ànima n’era jo.
(Todo
parecía un mundo en flor, y yo era el alma de ese mundo.)
La
sabiduría de los Upanishads no es propiedad de una religión determinada. Es una
fuente viva de verdad que puede nutrir el alma humana en cualquier época.
Muchos hindúes, por costumbre o tradición, repiten pasajes de los Upanishads
sin comprenderlos ni vivirlos. Pero también hay cristianos, musulmanes, judíos
y personas sin religión que podrían leerlos con el alma abierta, y recibir de
ellos luz para su vida.
Esto
ya ocurrió en el pasado. Cuando el príncipe Dara Shukoh leyó los Upanishads,
escribió:
“Esta
es la verdadera base del islam. Son el libro que Alá reveló antes del Corán. Son
el secreto supremo.”
Y
cuando el gran filósofo alemán Schopenhauer los descubrió, dijo:
“Este
pensamiento ha sido el consuelo de mi vida, y también lo será en mi muerte.”
El
poeta inglés Tennyson escribió:
“El
éxtasis más alto del alma es cuando pierde toda conciencia del ‘yo’, como una
nube que se funde en la luz del sol. Ese instante de luz me ha dado más verdad
que todas las razones juntas”.
El
teólogo suizo Karl Barth, uno de los pensadores cristianos más profundos del
siglo XX, afirmó:
“Cuando
un ser humano encuentra algo tan inmenso como los Upanishads, no se pregunta si
es hindú, cristiano o budista. Sabe que ha tocado el misterio de Dios.”
Esto
no significa que todas las religiones digan lo mismo, ni que todas las
creencias sean iguales. Cada tradición tiene su camino, su lenguaje, su
historia. Pero en lo más profundo, cuando se toca el corazón del ser, la verdad
se vuelve universal. Por eso, quien lee los Upanishads con respeto puede
reconocer en ellos una experiencia espiritual genuina, tan válida como la de
los místicos de cualquier época o cultura.
El
mensaje de los Upanishads es claro: lo más elevado que un ser humano puede
hacer es descubrir lo divino en su interior. Y lo más grande que puede
experimentar es la unidad con todo lo que existe.
Este
mensaje no está atado al pasado. No es una antigüedad muerta. Es una semilla
viva que puede germinar hoy en cualquier corazón sincero. Los sabios que
escribieron los Upanishads hablaron desde una experiencia directa del Ser, no
desde teorías. Por eso sus palabras aún vibran con verdad.
Cuando
uno las lee con atención, algo se despierta dentro: una nostalgia de lo eterno,
un anhelo de verdad, una certeza silenciosa de que somos más de lo que
parecemos.
Los
Upanishads no imponen. Invitan. No ordenan creer. Sugieren buscar. No prometen
recompensas externas. Señalan el tesoro escondido en el alma.
Ese
tesoro es el mismo que Jesús llamó “el Reino de Dios dentro de vosotros”, y que
los místicos de todas las tradiciones han vislumbrado con distintos nombres: Atman,
Brahman, Espíritu, Luz, Amor, Ser.
Quien
lo descubre, ha cumplido el sentido de la vida.
Paz a todos.
José Manuel Fernández Outeiral
Autor de El arte de sentir y otras obras sobre conciencia y evolución interior.
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